domingo, 30 de agosto de 2009

El sentido de las causas

Tomás de Kempis, ya a principios del siglo XV, en su libro Imitación de Cristo, nos legó un consejo que merece traerse a la memoria por ser ahora también de adecuada escucha: “La salida alegre causa muchas veces triste vuelta, y la alegre trasnochada hace triste mañana”, nos dijo. Y es que, el valioso tiempo de nuestras vidas pasa a menudo inadvertido en jornadas de triviales empresas acometidas, en obscenas pretensiones, en horas de hastío y naderías que nos alejan de compromisos que el alma anhela pero olvida, entregada al albur y a la inercia de lo cotidiano. El sentimiento de búsqueda de Dios, de la verdad, del conocimiento o de las leyes misteriosas que rigen el cosmos ha sido una tarea a la que muchos consagraron (y consagran) sus vidas, pasando por el fracaso agotado de no hallar lo buscado, por la obsesión incontenible e imparable de dar respuesta a sus preguntas y también, por supuesto, por la satisfacción sublime que produce la cercanía a un misterio casi descifrado. Pero, sin embargo, en nuestro tiempo son pocos los que se preocupan por las llamadas cuestiones metafísicas, por aquellos territorios profundos que competen al espíritu humano, por el sentido fundamental de todo cuanto ocurre: ¿azar?, ¿providencia?, ¿destino?, ¿naturaleza? Muchas son las posibles causas apuntadas del fenómeno.

La medicina, tan trascendente para nuestra salud y supervivencia, solamente se ocupa –en su mayor parte- de combatir los efectos, de declarar la guerra a la enfermedad, y en consecuencia, al propio cuerpo. La curación alopática busca producir nuevos fenómenos, que reaccionen contra los considerados malsanos, o síntomas de la enfermedad. Reacciones que, como un parche, ocultan el hecho, lo maquillan, generando sensación de bienestar (y otras tantas, sensaciones peores que el malestar tratado). A lo que hay que añadir el entramado e interés comercial de estos productos ‘terapéuticos’ que las empresas farmacéuticas generan como moneda de cambio en el juego tan serio de la salud vital. El doctor Juan Manuel Marín Olmos en su libro
Vacunaciones sistemáticas en cuestión realiza la siguiente reflexión: “Con las biotecnologías, con las técnicas de modificación germinal, con las vacunas transgénicas, el hombre cree o pretende tomar el control, no sólo de la suya, sino de toda la evolución. La vieja disputa entre los dioses y los hombres, expresada en la mitología griega, se hace realidad 3.000 años después. Los científicos mecanicistas compiten con la divinidad: el arma, el método experimental, el escenario, la biosfera, el objeto de la disputa ‘la Bolsa y la Vida’. ¿Quién ganará?”.

Me pregunto si podemos permitirnos tomarnos tantas licencias para con nuestros semejantes como con el resto de los seres vivos y con el entorno que todos compartimos. Soñándose demiurgo de la materia, tomando al hombre como golem que moldear a imagen y semejanza de sus perversos experimentos, la ciencia escenifica un cuadro peligroso para nuestra propia supervivencia saludable, empezando por el planeta en que vivimos, cuyo cambio climático es ya más que una evidencia. El espíritu materialista, contradictorio ontológicamente, reina el territorio académico e intelectual de nuestros días, sin dejar un reducto de creatividad para una visión del mundo más humana y humilde. Ortega y Gasset en
La rebelión de la masas ya denunció la decepcionante especialización de los pensadores (o mejor dicho, técnicos) de nuestros días, incapaces de aportar una mirada integral, crítica y con conocimiento de causa de todo el entramado humano, pasando por supuesto por su cultura, que lo es todo.

La observación, sin duda, es ardua. La causa del fenómeno, ese inevitable ‘¿por qué?’, caracteriza la búsqueda humana del conocimiento. Al menos, reconozcamos la imposibilidad, como principio de honestidad científica. Tanta urgencia de respuestas, mal enfocadas, como una fotografía en movimiento, generan mayor extrañeza y alejamiento de la realidad. ¿Cómo conocer el futuro si no podemos observar convenientemente el presente? Como declaró Werner Heisenberg, en conclusión a su ‘principio de incertidumbre’: “Incluso en principio no podemos conocer el presente con todo detalle. Por esta razón, todo lo observado no es más que una selección de una plenitud de posibilidades y una limitación de lo que es posible en el futuro”. En esa ‘plenitud de posibilidades’ entra en juego una mirada necesariamente individual y selectiva del fenómeno. La causa está viva en el espacio-tiempo, no hay ningún hilo preciso que provenga de su efecto. Las posibilidades son infinitas. Y el criterio, humano, no mecánico, aunque sí racional, y con ello, creativo, tiene mucho que decir al respecto. Esperemos que así sea. Mientras tanto, pronuncio aquella estoica frase latina atribuida a Cierón en sus momentos últimos: “Causa causarum, miserere mei” (Causa de las causas, ten misericordia de mí).


Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 30 de agosto de 2009

domingo, 16 de agosto de 2009

La cultura del progreso

Pasan los días con la certeza de que mañana no será igual que ayer. Algo lo cambia todo, tal que la roca se erosiona con el choque continuo de las aguas, presentando nuevas formas para su devenir. Las formas de la vida, como la roca, cambian precipitadas a una imagen diferente, gastada por el tiempo, pero nueva, finalmente, como toda diferencia, única en su identidad. Las imágenes que las cosas nos devuelven nos transforman también a nosotros, pues el contexto de la circunstancia apela a una adaptación necesaria para mantener la armonía con el medio en que hemos de desenvolver las horas que comprenden nuestra aventura en la vida.


Queda la cultura, como sombra de lo vivido y también como viva luz del porvenir. Las modas, sucedáneos de la cultura caracterizadas por su fugacidad, ambientan frágiles escenarios para un espectáculo vacuo incapaz de arraigar identidades duraderas. Muchas veces todo queda en vulgar disfraz que ponerse y quitarse según las exigencias del guión. Otras veces, la cultura arraigada durante siglos, corre el riesgo de perderse para siempre, riesgo que puede durar otros tantos siglos, circundando esa tradición, como el equilibrista, por una fina cuerda sobre un ancho abismo.


A ese abismo también se le llama progreso, o paso rápido sin pasado ni presente, orientado únicamente al mañana, sin otra meta que la de avanzar, sin otro medio que el de los fines. He aquí una forma llamada ‘la cultura del progreso’ que prácticamente desbanca irremisible todas las culturas anteriores y hace súbditos de ella a aquellos que la avalan y consumen. Las nuevas prestaciones del teléfono móvil que, como una tarta, entra por los ojos del paseante que lo observa a través del escaparate de la tienda, cabizbajo por el precio pero entusiasmado por funciones multimedia que el día de ayer jamás hubiera podido soñar y que hoy se convierten en una realidad al alcance de su mano. Sólo habrá de esperar unas semanas o unos pocos meses para que el precio sea asequible y poseerlo, aunque posiblemente haya otros aparatos en el escaparate riéndose ya de esa antigualla casi por descatalogar. Es la tragedia cotidiana de un esclavo del progreso.


Pero nada es bueno ni malo por sí mismo. ¿Quién puede afirmar a estas alturas que el progreso es totalmente negativo? ¿Y la medicina, la comunicación, la propia cultura? ¿No se han beneficiado todas ellas de eso que llamamos progreso? Quiero citar unas palabras de Jürgen Habermas abiertas al debate: “Los éxitos de la técnica, como el dominio de la energía atómica y los viajes al espacio, las innovaciones, como el descubrimiento del código genético, y la introducción de tecnologías genéticas en la agricultura y la medicina transforman nuestra conciencia del riesgo, nuestra misma conciencia moral”. Aquí Habermas plantea la clave del debate de nuestro siglo respecto al progreso indicando que, principalmente, hablamos de una transformación moral que -como tal- necesariamente plantea un conflicto. Es, por tanto, a mi entender, un gravísimo error de conciencia crítica, declararse de primeras partidario del progreso o contrario a él. Tendríamos que saber, en primer término, de qué progreso hablamos, qué cuestión concreta es la que necesitamos dilucidar. Ya superamos el Romanticismo ideológico. Entre Todo o Nada hay infinitos matices.


Vuelvo a citar a Habermas: “El corto siglo XX termina con problemas para los que nadie tiene una solución, ni parece tenerla. Mientras los ciudadanos del fin de siglo se abrieron un camino a través de la niebla global rumbo al tercer milenio, sólo sabían con certeza que una época histórica llegaba a su fin. No sabían mucho más que esto”. Pasamos de siglo con los mismos problemas, bajando el telón de la escena para volver a subirlo urgentemente enfrentándonos al mismo argumento y tragedia. La sociedad (democracia) a un lado y los políticos al otro. Como espectadores de esa obra en la que ningún actor tiene libertad propia salvo la de interpretar correctamente el guión preestablecido. Dándonos cuenta así, de que nosotros no movemos el progreso, sino que el progreso nos mueve para bien o para mal. Hasta que los hechos nos vuelven a poner cara a cara con la Historia, esto es, con la naturaleza humana, que nos recuerda que no somos tan impredecibles como parece y que, de alguna manera, salvo las diferencias lógicas que el tiempo impregna en una sociedad, siempre volvemos a tropezar en la misma piedra y a dar vueltas por ese círculo que soñamos lineal e infinito hasta que nos reencontramos con el punto de partida del camino que anduvimos. Todos los días nacen nuevos prometeos y los mitos se suceden unos a otros siempre con idénticas moralejas.


Una vez más la cultura, no la de las modas sino esa que nunca muere, nos entrega, entre tantas cosas valiosas, esta frase para la reflexión que ahora yo rescato del tiempo y que una vez diera punto y final a una genial novela de Scott Fitzgerald (El gran Gatsby): “Y así vamos adelante, botes que reman contracorriente incesantemente arrastrados hacia el pasado”.


Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 16 de agosto de 2009

martes, 11 de agosto de 2009

Nostos

Futuro cuerpo certero el que aproxima
tanto anhelo de nostalgia sin memoria.
Solamente escondida entre las olas
vaga la noche en un vivir ausente
que sueña un lugar sin nombre,
allá donde la eternidad desprende
visiones de felicidad postergada.
Recuerdos son, acaso sueños, los paraísos
de la añoranza cálida en que despierto,
imbuido de amor, intacto de tiempo,
sereno como el mar, sin ruta y sin comienzo.

domingo, 2 de agosto de 2009

Arte y religión. Destino al infinito

Hay quienes han vivido la experiencia del sentimiento religioso en su máxima extensión a través de una obra de arte (al observar el Cristo crucificado de Goya, leyendo unos fragmentos de la Guía espiritual de Miguel de Molinos, escuchando un réquiem de Francisco Guerrero, etc.) El sentimiento de Dios puede surgir en cualquier momento, espontáneamente, de la mano de una impresión estética, o no surgir nunca. También puede ser, ha sido lo más general, la educación recibida en la infancia la que ha tatuado unas creencias ajenas que, lentamente, quizá deformadas, han llegado a inscribirse en el consciente y subconsciente nuestro.

En muchos casos, estas creencias han ido acompañadas de un profundo temor a caer en el castigo del pecado impuesto por las instituciones religiosas, en definitiva, por aquellos que niegan vivir libremente, esto es, en base a nuestra propia responsabilidad individual. Ha sido, todavía lo es, un sentimiento basado en la culpa, un amor muy terrenal hacia un falso reflejo, lo que ha movido a la enseñanza y práctica religiosa “oficial”.

El guionista de la célebre Taxi Driver, Paul Schrader, vivió una educación familiar basada en ese temor divino, que le impidió, incluso, no ver ninguna película hasta cumplida la mayoría de edad. En su libro El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer (1972), recoge la siguiente cita del filósofo holandés Gerardus van der Leeuw: “La religión y el arte son líneas paralelas que se cruzan solamente en el infinito, allí donde se encuentra a Dios”. Está claro que ese tipo de religión, a la que se refiere van der Leeuw y Schrader, no es la de las instituciones religiosas, no está auspiciada por ningún Papa, ni gurú, ni puente alguno entre Dios y el hombre. Siendo –por el contrario- el único puente, el único pontífice, el propio espíritu individual.

Tienen el arte y la religión un registro común que nivela su trascendencia: su dimensión espiritual. Un territorio que ni la mente ni otros límites pueden dominar, que se ubica en las altas esferas de la sensibilidad humana, esa sensibilidad que roza lo incomprensible, una mística más allá de la razón, un fuerza alígera por la que nuestra alma transita el mundo que rebasa sus límites comunes.

Diríamos que la experiencia mística tiene mucho de experiencia estética, y viceversa. Que en ambas circunda lo sublime con su hálito inefable. En aquello extraordinario por su grandeza, por superar nuestra limitada visión humana, reside lo sublime. Una especie de temor que seduce, que contraría y atrae, como la mirada a un abismo infinito. Así el arte puede rompernos con solo mirarlo, por la impresión que nuestros sentidos captan en la realidad material de una dimensión más allá de toda ordinaria aprehensión.

La visión clara de lo religioso, como de lo artístico, se da cuando no está fundada en previas concepciones. El fenómeno, para ser captado totalmente, ha de ser vivenciado como un nacimiento en el que no se sabe nada, desnudos frente al instante, salvo de lo que ese espontáneo instante que ocurre nos ofrece. Mística y estética se funden en un mismo sentimiento que revoluciona todo el ser desde sus entrañas y oscuridades más profundas hasta la base misma de la conciencia racional. Algo así como un caos instantáneo que ordena nuevamente la realidad vital. Quizá en un solo segundo el infinito se reconoce y ya queda integrado para siempre en el cosmos de nuestra experiencia.

Esas líneas paralelas (arte y religión), que lo son en tanto que fundaciones humanas, parecen tener un destino en común que sobrepasa lo finito. Allí, en lo infinito, se produce la unión místico-estética (espiritual), en un viaje aparentemente imposible. Pero sólo aparentemente. Pues a medida que nos vamos despojando de los equipajes inservibles, de las prendas baldías, de la memoria memorizada, del mañana previsto, el camino cobra sentido.

Un viaje que comienza como un destello de luz temible, pero que pronto comprendemos que nos es tan íntima como nosotros mismos, porque esa luz reside precisamente ahí: en el interior de uno mismo. Ahí está, siempre lo estuvo -en el centro de cada ser- la letra primera, el infinito.

Artículo publicado en el diario La Verdad el domingo 2 de agosto de 2009

jueves, 30 de julio de 2009

Ruido nocturno

Estoy -entre la multitud-
solo con mis sombras.
Camino el silencio de los límites
y me ahogo en la tempestad de la calma.

Estoy en la región de nadie
donde el aire aplasta sueños
con carnes de ceniza
y brota parálisis de asedios
en ruidos ajenos, en batallas inútiles,
en voz ahogada de vértigos pálidos,
en fuego íntimo de cementerio.

Estoy solo con mis sombras
y ya no me queda nada
salvo el valor de escribir en vano
palabras que me acallen.

Es otra forma de vivir
o de morir, ver pasar el verso
dando golpes ciegos
por la marea fugaz
de mi silencio.

domingo, 19 de julio de 2009

La palabra frente a la realidad

A través de la mirada accedemos a la observación del mundo, pero necesitamos un espejo para ver nuestra propia mirada, nuestros ojos. Un reflejo en el agua acaso, que nos muestre la borrosa imagen del rostro que nos pertenece, buscándolo desde afuera, vislumbrando luego el movimiento de los gestos, de la clausura del silencio o de las ráfagas del pensamiento expresado, precipitado a la palabra que los labios moldean, con la ayuda del aire y otros elementos físicos que anhelan lo metafísico en la ficción del símbolo verbalizado y de la significación necesaria para la comprensión ajena y propia.

El signo, esa estación de paso, abierta al encuentro con la idea, limitada por la memoria del sentido codificado, ilimitada por el segundo mágico de tiempo en que se produce la identificación de idea y forma, de sentido y referencia, será siempre lo desconocido. Un juego que necesita de dos o más participantes para que comience y se prolongue hasta que el tiempo establezca su silencio continuado, como término y reposo.

La palabra, en el tablero, inmóvil e inerte, vestigio de los siglos y actualidad vulgarizada, se dispone a encontrarse, nuevamente, con su oponente, para dar inicio a una cosmovisión de sintagmas que se encaminan por sendas cotidianas de reflejos y apariencias.

El verdadero filósofo, que detesta la palabra, se ve obligado a trabajar con ella, porque sabe que no hay sistema mejor para ir al encuentro de la verdad anhelada. Aquel que ama la sabiduría halla en el sonido significados tal que sabores que degusta como explorador de los placeres sapientes, destinados a un éxtasis silábico que si no desvela, al menos elabora hermosos disfraces del desvelamiento.

Así el poeta, otra especie de filósofo profundamente hedonista del verbo, prefiere la verdad con ritmo y apariencia. Incluso los que se alejan de los juegos retóricos, y defienden la sencillez en líneas claras, caen presos de esos lúdicos azares, por el solo hecho de tratar con la palabra.

Pero la palabra va mucho más allá de las ideas, los pensamientos, los conceptos, signos, símbolos o imágenes. El filósofo Baruch Spinoza, en su Ética demostrada según el orden geométrico (1677), apuntó algo que siglos después defienden neurólogos actuales (como Antonio Damasio, El error de Descartes, 1995) y que conviene recordar aquí: “La esencia de las palabras y de las imágenes está constituida por los solos movimientos corpóreos, que no implican en absoluto el concepto del pensamiento”. Un gesto, dijimos al principio, de nosotros, reflejado en el agua, nos revela mucho más acerca de nuestra identidad que cientos y cientos de palabras elaborando un discurso sobre lo que podemos sentir en determinado momento.

¿Piensa usted lo mismo?, ¿cree que la imagen primera supera a la imagen imaginada por la palabra, la imagen segunda o metáfora? ¿O acaso un poema, ese simulacro estético de lo real, supera a la propia realidad?

El gesto de un niño de la guerra o de la posguerra sin un trozo de pan que echarse a la boca y su mirada de terror ante la muerte cotidiana, o el gesto de aquel otro hombre segundos antes de ser ejecutado a balazos por otro hombre. El de millones de personas caminando hacia el exterminio o hacia la agonía que la vida misma provee con el paso de los años y de la salud. Sin ninguna duda todo eso no es un poema. Es la vida misma. La tragedia auténtica de la vida. Sin estética alguna. Solamente tragedia. A secas.

Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 19 de julio de 2009

http://www.laverdad.es/albacete/20090719/opinion/palabra-frente-realidad-20090719.html

jueves, 9 de julio de 2009

Con gesto sin alma

El viento desguaza la cordura

proclamando insólito desorden

con gesto sin alma hacia la muerte


Las nubes oscilan luces oscuras

que destapan frías pulsiones

de llantos, huidas, no regresos


Canto, duermo, me hago uno

con las voces interiores

para no olvidarme

entre los ecos

de mi nombre


Mi voz es la de nadie

y desaparece, inerme,

tal que reflejo o sacudida

con gesto sin alma hacia la muerte

domingo, 5 de julio de 2009

Los límites del lenguaje

Escribió Calderón de la Barca que “el silencio es retórica de amantes”. De esto mucho saben los místicos, aquellos poetas cuyo amor ha superado cualquier discurso ordinario y se cobija en lo inexpresable. La palabra, cuando es vista desde fuera, nos señala algo que precipita toda acción de sentido por un caos de necesario silencio. Cuando vemos, por ejemplo, su gran variedad de usos, de significados que arroja según el contexto, los intereses o cultura del hablante, etc. Wittgenstein se dio cuenta que en el discurso el principal problema era el medio del lenguaje, la proposición, la que podría llevar a engaños, ambigüedades y encrucijadas deviniendo en una actividad discursiva que no era más que juegos del lenguaje.

La necesidad de establecer verdades lógicas en toda actuación del discurso científico ha sido un problema que hoy día no está ni mucho menos resuelto. El uso del lenguaje, su carácter individual, la necesidad de que sea el hombre aquel que inicia todo discurso y la más compleja necesidad de que sea el otro individuo quien interprete las palabras arrojadas a lo ajeno, hace que apenas podamos ponernos de acuerdo en la aceptación de un sentido consensuado ante cualquier mensaje. Así, la filosofía ha sido una serie de acciones y reacciones sobre distintos discursos. Sin embargo, hay algo que el lenguaje muchas veces no puede encubrir o llevar a confusiones. Al propio emisor del mismo. Emerson lo entendió así: “Emplea el lenguaje que quieras y nunca podrás expresar sino lo que eres”. A fin de cuentas, si el lenguaje no puede ser un espejo del mundo en ocasiones –o siempre- es el espejo de uno mismo, su lenguaje da ese reflejo.

El ya citado Wittgenstein escribió que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo”. Los límites del mundo también son los límites de la lógica. Y acaso, nada podría tener un carácter ilógico, porque si así fuera no pertenecería al mundo. He aquí una visión de lo posible a partir de lo que es pensable. Incluso el caos puede ser expresado en lenguaje por una obra musical, un cuadro abstracto o surrealista, un poema con formas retóricas de enumeraciones caóticas, etc. Finalmente, en estos últimos ejemplos, el discursos estético ordena, da un sentido, a ese aparente caos ilógico.

Bertrand Russell llegó a definir –con cierta ironía- la matemática como “el campo en el cual en realidad nunca sabemos de lo que hablamos, ni aún en el caso de que sea cierto”. ¿Cómo hacer del lenguaje, de esa construcción humana, una forma de comprensión y reflejo de la realidad ausente de interferencias de la subjetividad humana, creadora de ese cosmos simbólico? Parece ser una tarea imposible, pero no por ello trágica. El autor del Tractatus concluye esta obra diciendo que “de lo que no se puede hablar, mejor es callarse”. Descubre Wittgenstein tras su descripción del lenguaje proposicional que hay algo que excede esa estructura, que llamará ‘lo inexpresable’, ‘lo que se muestra a si mismo’, ‘lo místico’.

El silencio de Jacques Lacan, durante los últimos años de su vida, fue una metáfora de aquella imposibilidad de delimitar lo real, lo imaginario y lo simbólico en estructuras, en discursos interpretativos, analíticos y, empíricamente comprobables. Lacan supo desde el principio que ‘lo real’ no se puede expresar en términos de lenguaje, es la esencia que subyace a todo lo demás. Así el sujeto vagó de su mundo imaginario al simbólico, y viceversa, buscando aquello a lo que no puede acceder pero que está dentro de él.

Lo inexpresable ha sido la conclusión racional de muchos pensadores que, con cierta desilusión, aceptan la imposibilidad del conocimiento. En Oriente, donde también se llega a esta misma conclusión, la actitud es muy distinta, ahí radica el feliz misterio de todo cuanto somos. El silencio, que es el ‘lenguaje’ del místico, arroja verdades que se muestran a si mismas, sin necesidad de anudarse en un discurso lógico. Lo místico es “sentir el mundo como un todo limitado”, leemos en el Tractatus. Ese sentimiento se advierte como una especie de otorgación de sentido, donde la lógica del mundo es sentida totalmente. Una totalidad limitada, pero más allá de los límites de mi mundo, una totalidad de los límites del mundo, que es casi como decir: de lo ilimitado.

Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 5 de julio de 2009

domingo, 21 de junio de 2009

Feria de vanidades

El discurrir de la vida induce al cambio, poniendo a prueba nuestra versatilidad. Una forma extraña de mirar el mundo es la que nunca varía su perspectiva. Extraña por lo que tiene de contradictoria con el propio existir. Creo que es de exagerado conservadurismo el intento de someter las cosas a nuestra doctrina interior, y cuando estas no se adaptan rechazarlas por sistema. Hay múltiples actitudes ante la vida, tantas como individuos, diría. El espíritu apasionado pudiera ser una de ellas, que quizá nos convenga probar a todos. El espíritu apolíneo sería la otra cara de la moneda, que también nos interesa intentar. Así como cambiar de ropa cada día la actitud debiera ser otro traje apropiado para la semana, la estación o el año. Una actitud previamente seleccionada, para evitar improvisaciones a destiempo.

El aspecto apolíneo, entre tanta moda actualizándose, ya no es un valor en alza. Dirán de él que le falta algo, a pesar de su elegancia. Quizá un toque de desorden en sus cabellos o unas gafas de color vivo que deslumbren a sus espectadores. El ciudadano de todos los días, aseguran los expertos en estilismo, tiene que alegrar de retoques exteriores su monótona vida interior, la cual ya no tiene remedio, a menos que le toque la lotería o fiche por un equipo de fútbol galáctico, y entonces pudiera llenarla con fragancias de Armani y veladas en locales fashion con Paris Hilton. Entonces, hablaríamos de un cambio de actitud urgentemente apasionada. Porque la pasión tiene la virtud de crecer en las ferias de vanidades.

Lo que dejó de ser ya desde hace mucho tiempo un valor en alza es la naturalidad, esa actitud vital que poco pide para sentirse feliz. Y que detesta los disfraces, la falsedad, la hipocresía, la artificiosidad, el mundo de las apariencias y todas esas cosas insanas que los más nobles llaman innobles. Tildarán la naturalidad de vulgar pobreza o mucho peor, por lo paradójico que resulta, de extravagante. Cuando la locura se convierte en norma, el cuerdo desvaría.

Miguel Espinosa entendió por pasión “la exageración de un interés”. Y el interés es un mal para la libertad. Cuando los intereses colisionan empieza la batalla, que consiste en privar de libertad al prójimo para ganar la propia. Y sólo en las guerras uno ha de tener muy claro dónde posicionarse, para que no lo maten dos veces. Pero hoy en día el interés, que suele ser personal, una especie de narcisismo necesario para la nueva forma de lucha, no de clases sino de individuos, se posiciona como un valor que, evidentemente, el consumo revaloriza. Si la realidad es contradictoria, como declaró Emil Michel Cioran, para qué buscarle lógica al pensamiento intelectual. Al final, el interés por defender una idea es igual de banal que el de defender un modelo de zapatos. Ambos se exiliarán de la cordura cuando se apasionen en la defensa de sus propuestas, que tarde o temprano se tornarán en impuestas imposturas.

“Qué descansada vida”, Fray Luis, la que nunca llega pero soñamos cierta en las regiones ideales de la metáfora y el texto imposible. Imposible por ser de nadie, y a la vez de todos. Por buscar la respuesta, y acabar escogiendo la pregunta. Por nacer del desasosiego, y acabar con el fingido sosiego de trasladar el alma herida a la letra. Una letra en un océano de letras, que claman al ojo humano un diálogo también imposible, por pertenecer al espacio la ilusión del movimiento perpetuo, que ahora jamás y siempre nunca termina.

El cambio domina al discurso recurrente y el mundo sigue siendo el gran teatro universal, que día a día nos asombra con sus espectaculares novedades y nos traslada de la tragedia a la comedia, pasando por el esperpento o el absurdo, en cuestión de segundos. Esa es la magia del asombro, la posibilidad de ser alguien distinto cada vez que asistimos a la función dulce y amarga de la fugaz existencia.

Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 20 de junio de 2009

sábado, 20 de junio de 2009

Amor sereno

Alguna vez mañana
y entre tanto, despertar.
Despertar de los días aciagos, dolorosos, del letargo.
Despertar de la muerte segura, de la ignorancia, del amor primero.
Despertar de los sueños heridos, de la levedad vacía, del rumor de tu regreso.
Despertar todavía de los imposibles que me abrasan, del nunca aprender del lamento,
del siempre encontrarte al final de los comienzos. Del tenerte entre lágrimas inútil como el tiempo, del amarte entre rosas fugaces, con este cuerpo de ceniza que te besa. Despertar
a la vida que nada pide y todo lo encuentra, amando nada más que el amor de tu abismo.
Y después, dormir, dormir con las frutas que ya nunca probamos, que ya nunca nos tientan.
Dormir, dormir con el viento, la fugaz estancia del amor eterno. Dormir entre tus brazos,
dormir bajo la luna, con la serena conciencia de quien ya nada espera.

domingo, 7 de junio de 2009

Acción y pensamiento

Es conocido el dicho popular que reclama -sobre todo en el ámbito político- más acciones y menos palabras. La facultad del buen decir no suele estar muy ligada al buen hacer; y muchas veces somos aquietados por la promesa que finalmente nunca se cumple. De ese aquietamiento solemos pasar a la inquietud, a la espera de un asomo de realidad tras las palabras dejadas en el aire.

Pero no solamente son los otros aquellos de los que esperamos el cumplimiento de la acción prometida, sino que nosotros mismos nos procuramos recetas de proyectos de acciones que postergamos ilimitadamente, sabiendo -no obstante- que hacerlas resultaría provechoso. Cabe aquí recordar aquella reflexión del filósofo francés Henri Bergson que decía lo siguiente: “Debemos obrar como hombres de pensamiento; debemos pensar como hombres de acción”.

Acción y pensamiento van unidos, se retroalimentan. Procurar que ambos sean coherentes es una prueba de fidelidad a uno mismo. Muchos de los problemas psicológicos más habituales de nuestra ajetreada sociedad actual es la incapacidad para hilvanar ambos procesos y estimular así esa casuística racional donde la voluntad se dirige firme y sin escarceos. Decir lo que se piensa, pensar (y sentir) lo que se dice, hacer lo que se piensa… son combinaciones necesarias para una adecuada salud mental, sobre todo cuando nuestra conciencia sabe que es bueno llevar a cabo lo que ha pensado que podría hacer.

Bergson supo valorar ejemplarmente ambos procesos del pensar y del hacer: “La especulación es un lujo, mientras que la acción es una necesidad”, afirmó. Parece que, en estos tiempos, sin embargo, los valores se han invertido. No se trataría, empero, de dar prevalencia a alguno de los términos, sino más bien de conciliar, unir, conjugar. Pensamiento y acción son las dos caras de una misma moneda.

El camino de la acción nos incita a buscar, con el pensamiento, la resolución adecuada, para que el resultado de nuestros actos no descarrile a causa de la precipitación irreflexiva. Chesterton nos sugirió lo siguiente: “La idea que no trata de convertirse en palabras es una mala idea. La palabra que no trata de convertirse en acción es, a su vez, una mala palabra”.

El proceso cognitivo nos conduce -con genética elocuencia- a dar un paso más hacia el camino de la concreción material de aquello que empezó divagando en el mundo de lo subjetivo. Todo camino conlleva un punto de partida y un punto de llegada. Aunque no sepamos -en términos metafísicos- ni de dónde venimos ni hacia dónde vamos, tenemos claro que ‘vamos hacia’ y ‘venimos de’. No importa el lugar, lo importante –como dijera Antonio Machado- es el trayecto, la acción que realiza el que camina. Y he ahí nuestra responsabilidad de saber sencillamente si estamos caminando de la forma adecuada y de elegir, si no es así, la acción correcta, buscando aquello que resulta mejor para nosotros y, como resultado, para los demás.

De este modo, el pensamiento encaminado a la acción se convierte en sinónimo de libertad y de progreso. Lo importante, considero, es superar la mera divagación improductiva y así avanzar para no petrificarse en las gélidas aguas de la eterna pasividad.

El progreso, como sabemos, es la “acción de ir hacia adelante” (RAE), el camino por el que avanzamos día a día, como el propio tiempo que avanza sin detenerse. No es el progreso un valor sino la descripción de un acto, un acto, de por sí, neutro, pero con un trasfondo de necesidad vital, tanto para una sociedad como para el individuo. En esa necesidad de avanzar es donde podemos ubicar el concepto de ‘libertad’, requisito previo para que ese avance se realice sin restricción alguna, con la espontaneidad que otorga la virtud, en el sentido taoísta del término; y con la nítida idea, no de un horizonte concreto sino de que allá donde miremos siempre hay un nuevo horizonte por descubrir. David Livingstone, aquel explorador incansable, dijo en una ocasión: “Iré a cualquier parte, siempre que sea hacia adelante”. Un gran pensamiento, sin duda, digno de ser llevado a la práctica.

Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 7 de junio de 2009

martes, 2 de junio de 2009

Ebriedad


Cantaré como Lieu Ling
que la eternidad es una mañana,
y que mi vida dura mucho menos
que un simple parpadeo.

¿Pero por qué entonces todo este dolor
configurando lento y eterno cada segundo que pasa?

¿Por qué nunca termina este interminable sueño
del que creo, pero nunca completamente,
alguna vez haber despertado?

Un vaso de vino no es suficiente ni cientos de ellos
para vaciar la inmensa jarra de la eternidad.

Conmovido despierto al fin de este sueño
y vuelvo a estar cansado y necesito dormir.
Y ya sólo me desvela la preocupación
de no volver a despertar.



Del libro "Concierto de esperanzas. Poesía reunida (2002-2008)", de José Manuel Martínez Sánchez.
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