lunes, 29 de enero de 2007

Dejadme la esperanza


El poeta nunca muere. Quedan sus escritos. Hay poetas de raza, de esos que no se hacen sino que nacen. Tal es el caso de Miguel Hernández, un poeta cabrero, como él mismo se definía, que un día viajó a Madrid en busca de su destino literario.

La poesía comprometida tiene en Miguel Hernández a uno de sus estandartes más vivaces. De sus viajes a Madrid aprendió que el mundo está rodeado de injusticias y de penas. Durante la Guerra Civil esa verdad se le presentó todavía más dolientemente auténtica. Así lo expresó en muchos de sus versos: “Tristes guerras / si no es amor la empresa. / Tristes. Tristes. / Tristes armas / si no son las palabras. / Tristes hombres / si no mueren de amores. / Tristes. Tristes.”

La voz de Miguel Hernández es la de un pueblo que busca la esperanza y rechaza el odio entre hermanos. Un pueblo de campesinos pobres y de soldados condenados a un triste y violento designio. Su voz es la del pueblo y, por supuesto, la de la verdadera poesía.

La palabra poética puede tener una utilidad, como posteriormente recordase Gabriel Celaya con su ya célebre composición “[La poesía es un arma cargada de futuro]”. Miguel Hernández pertenece a esa estirpe de poetas que sufren el mundo que les rodea, no son sólo poetas por y para la pura palabra (“arte por el arte”) sino que la palabra nace por y para el pueblo. Así lo reflejó en algunos de sus libros como en “Viento del pueblo” o “El hombre acecha”.

Excepcionalmente fue musicado el poeta por Joan Manuel Serrat, quien también homenajease magistralmente a otro poeta del pueblo, Antonio Machado. La poesía, como la música sólo se descifra desde el alma sensible que la bebe. Aquella conjunción de música y poesía no se ha visto envejecida por el tiempo, sino que sigue igual de viva porque el talento poético de uno y el talento musical de otro se unen a la perfección. Y es que la poesía y la música son acaso una misma cosa, y cuando ellas cantan lo eterno, como la libertad, el amor, la vida o la muerte, esas armonías brotan sublimes y cargadas siempre de futuro.

Recordar a este poeta nos sirve para preguntarnos acerca de la utilidad social de la poesía, algo por lo que se preguntaron y defendieron los poetas del 50 como el ya citado Celaya, José Hierro, Ángel González o Blas de Otero. Un tema, sin duda, complejo, que no trataré, por tanto, de resolver, por la misma imposibilidad de ello. Pero sí que cabe sacar, acaso, una conclusión que debe ser cierta. Y es que, no importa cuál sea el tema de la poesía siempre que el verso esté dotado de verdad y belleza. Siempre que la palabra sea lo que quede, en su belleza formal y léxica, en su ritmo, dimensiones de significados, etc.

Lo esencial es la palabra, y el poeta deberá luchar para no perderla, “si he perdido la voz en la maleza, / me queda la palabra”, escribió Blas de Otero. A Miguel Hernández nunca le arrebataron la palabra, a pesar de que el Obispo de Orihuela le pidió que se retractase de su obra, en cuanto a su contenido socio-político, pero él, incluso pudiendo salvarse de la cárcel, nunca se retractó de ello, muriendo enfermo, en pésimas condiciones, con tan solo 32 años.

Nos queda su poesía, ella no muere, no la pudieron matar las guerras ni la indolencia. Una poesía que canta al amor, a la naturaleza, a la vida, a la libertad… Así, nos lo dice el poeta: “Llego con tres heridas: / la del amor, / la de la muerte, / la de la vida.” Porque, posiblemente, esos sean los únicos temas de los que realmente habla siempre la poesía. Y, a pesar, de todo, de la muerte, del odio, las guerras, el dolor… la poesía nunca dejará de ser un verdadero y profundo aliento de consuelo. Y, por supuesto, nadie podrá borrar su voz, aquella que exclamó: “Dejadme la esperanza”.


(Artículo publicado en el 'Periódico El Pueblo de Albacete', el jueves 25 de enero de 2007. José Manuel Martínez Sánchez©)

jueves, 25 de enero de 2007

En el restaurante

Si a veces nos vamos es porque nunca nos dijimos adiós del todo. En el restaurante hay servilletas de oro con las que limpiamos nuestra culpa, hay vasos que ametrallan con su licor la roja pasión de nuestra locura. Hay esperanzas que se sirven en plato frío y otras que no pueden servirse porque resultan demasiado caras.

Y siempre volvemos al mismo restaurante, aunque juramos no hacerlo. La corriente de la vida nos conduce hasta aquí, una y otra noche, hasta que nuestro estómago al fin revienta y nos sentimos culpables, hastiados de venir a un lugar que, sólo por unas horas, nos libra de toda la sed y el hambre.

domingo, 21 de enero de 2007

jueves, 18 de enero de 2007

Espiritualidad



La espiritualidad es algo muy antiguo. Aunque como concepto sea un poco difuso podemos permitirnos limitarlo de alguna manera. Si definimos al hombre por lo que es, a priori, habremos de prescindir de tal concepto, ya el espíritu es un añadido al cuerpo, cuya única actividad “espiritual”, si queremos llamarla así, es la del pensamiento, lo que nos diferencia de los animales, la razón humana.

La razón, por tanto, es una entidad corpórea, material. Una cualidad del ser en tanto que existente. Pero lo espiritual “en sí”, esto es, aquello que trasciende a la razón, pero que se supone “existente” ha devenido, mayoritariamente, en el concepto de religión, o, si se quiere, de Dios. Y la idea de Dios, para Descartes, se supone intrínseca al ser humano, lo que le da una cualidad de “existente”.

La espiritualidad es una práctica, cotidiana y social, que, de alguna manera, se ha institucionalizado siempre a medida que es aceptada por un grupo social. Dirá el antropólogo Lévi Strauss que salvaje es el que llama a otro salvaje, refiriéndose a la espiritualidad de ciertas tribus cuya vía “trascendente” es el vudú, el espiritismo, los ritos de sacrificio, etc.

Toda la actividad espiritual está dirigida hacia algo trascendente, no humano, que reconoce los límites de lo humano, aceptando la “no razón” como condición para participar de la “razón espiritual”.

Reconocida la razón, existe la búsqueda de lo que se opone a ella, tal vez como intento de salvar o de dar sentido a la vida prosaica y cotidiana de la vida. Pero el origen de este sentimiento radica donde no se sabe, o, al menos, no hay ciencia que identifique los orígenes mismos de ello. Ni siquiera la psicología podrá tratar estos aspectos con la suficiente eficacia. Cualquier diagnóstico podrá ser admitido pero relegado a la causa última de la espiritualidad. La psicología surge, no lo olvidemos, para tratar las llamadas “enfermedades del espíritu”.

Me gustaría, para ejemplificar estas apreciaciones, que no dejan de ser más que meros apuntes, nada definitivos ni definitorios, aludir a la escultura de “El éxtasis de Santa Teresa” de Gianlorenzo Bernini. En esa escultura la espiritualidad queda reflejada en su cumplimiento máximo, el llamado “éxtasis”. Los místicos como Santa Teresa o San Juan de la Cruz reflejaron la religiosidad barroca concebida como unión no sólo espiritual sino físico-erótica con el Ser Supremo de Dios.

En la India Buda nos recordó que la vía suprema de “autoconocimiento” es el “nirvana”. Aquí la idea de Dios gira en torno a la idea de Hombre. El Hombre está en relación con Dios de una manera integradora, donde el Dios o la Energía Vital se manifiesta y está en el Hombre. En el budismo Dios no existe, salvo el Buda, que es quien persigue el “nirvana”. La espiritualidad es el destino del hombre, único fin de su salvación, y este es el punto en común con la mística, y si cabe, con toda la religiosidad.

¿Pero es la religión la verdadera Historia del Espíritu, o también lo es el Arte, en sus múltiples manifestaciones? Es decir, volviendo al ejemplo, ¿puede la escultura de “El éxtasis de Santa Teresa” evocar un sentimiento religioso-espiritual en quien lo ve, trasformándose la propia obra de arte en la forma del éxtasis evocado?

La Historia del Espíritu no es sino la Historia del Hombre. Las “ciencias del espíritu”, según la terminología de Dilthey, o formas espirituales del hombre, son la herramienta idónea para llegar al conocimiento del “espíritu”, esto es, descifrándolo en sus múltiples manifestaciones a lo largo de la Historia, que han podido quedar grabadas en poemas, músicas, catedrales, costumbres, emociones, y toda serie de momentos observables, que den constancia de la existencia de, al menos, la presencia objetiva del espíritu en el hombre. Sólo así la espiritualidad no será una institución, sino una realidad constatada.



(Artículo publicado en el periódico "El Pueblo de Albacete", el jueves 18 de enero de 2007, José Manuel Martínez Sánchez.)

sábado, 13 de enero de 2007

LA CULTURA POSMODERNA



I
Todavía es difícil, posiblemente por la cercanía, que no nos deja suficiente perspectiva, tratar de definir los rasgos esenciales que conforman lo que se ha venido en llamar “época posmoderna”, la cual se corresponde con la nuestra.
Comprendiendo los fisonomías particulares de esta época, incluida, y por encima de todo, su cultura, podremos, no sólo conocer el presente, sino anticipar lo que vendrá, en el momento en que esos rasgos esenciales dejen de existir y se sustituya por otra cosa, en muchas ocasiones, contradictoria en su carácter de expresión, a la anterior. No hace falta repetir aquella teoría de la Historia que afirma que al espíritu de una época se le opone el espíritu de la siguiente. En la posmodernidad las dualidades son también internas.
Para Giles Lipovetsky tres son las características, o como él las concibe, las tres paradojas que configuran el carácter de lo posmoderno. Paradojas o contradicciones en sus mismos principios, esto es, frente a la idea de mundo globalizado la idea particularista o nacionalista y, en la misma línea, frente a una sociedad laica, que olvida las identidades religiosas la existencia de una continua exaltación o fundamentalismo religioso que da origen a muchos de los conflictos de la sociedad. Frente al desapego y desinterés por la cultura la necesidad de guardarla toda y conservarla (museos, bibliotecas…), lo que Lipovetski llama “efecto patrimonio”, que finalmente, con un mundo consumista y feroz con los recursos (medios) para conseguir sus fines hay la preocupación de cuidar, salvar, e incluso vivir con, por y para los recursos naturales estableciendo una cultura ecologista y progresista.

II
La creciente producción y consumo de las sociedades industrializadas, esto es, de los países desarrollados, nos obliga a mirar este tiempo con el prisma del extrañamiento. La sociedad moderna nació con la libertad, no democrática, sino económica, o, al menos, cuando las estructuras económicas se personalizaban y ponían de relieve su importancia como estructura social a la que pertenecen unos derechos esenciales.
Uno de estos derechos es el de “consumo”, es decir, la participación, no sólo en el proceso de producción, sino en el segundo proceso que viene a construir, con el liberalismo, lo que se ha llamado “estado de bienestar”.
El estado de bienestar concede unas garantías burguesas que han cristalizado en la creciente “comunicación de masas”, la cual ha dado una “sobresignificación” de sus potenciales. Actualmente todo el consumo es un fenómeno de masas a través del cual se comunica la sociedad.
La única manera de conquistar el individualismo es transformando en mercancía la meta de los privilegios –y derechos- sociales. Crear una sociedad hedonista, de carácter consumista, e indiferente a la política, significa haber entrado en la posmodernidad. Afirma que Lipovetsky que “son sociedades arrastradas por la lógica y la temporalidad de la moda, es decir, por un presente que destruye o descalifica cada vez más rápidamente la autoridad de la tradición y del pasado”.
Entramos en el tema de “la conservación de la cultura”, una cuestión fundamental, que arranca desde el siglo XVIII, y que nos tiene todavía desconcertados. Dice Peter Bürger que la cultura podría ser simplemente “capacidad de conservación”. Esta cuestión es radical para entender nuestro presente.

III
Un presente despreocupado, pero que tiene como obligación moral emprender regresos hacia el pasado, pero de una manera fría, enlatándolo en museos, exposiciones, bibliotecas y toda serie de recursos idóneos para convertir la cultura en producto, en mercancía. También nos encontramos con el olvido e indeferencia hacia las políticas o la religión, y, paradójicamente, darse el proceso contrario, de individualismo regional o religioso. La sociedad posmoderna es consumista, pero a su vez se preocupa por sus recursos (ecologismo), y las grandes empresas reservan un espacio para su “obra social”.
La cultura posmoderna tan sólo acepta las raíces del liberalismo capitalista, cada vez más desenfrenado, siguiendo con sus remos hacia ninguna parte, remando contracorriente. Por eso su razón de ser se nos representa paradójica.


(Artículo publicado en el periódico "El Pueblo de Albacete", el jueves 11 de enero de 2007, José Manuel Martínez Sánchez.)

martes, 9 de enero de 2007

Invierno en proyección

Mañana la voy a ver
será ese destino múltiple
lleno de avenidas silenciosas
lo que destile
voluptuoso
mi deseo.

lunes, 8 de enero de 2007

Adiós Navidad!

La Navidad, como todo en la vida, depende del significado que nosotros le demos. Una puesta de sol puede ser bella o molestarnos porque nos ciega los ojos. Creo que la Navidad unos años nos resulta bella, especial, inolvidable y otros, triste, melancólica, o, lo que es peor, no significa nada, nos produce indiferencia. En fin, de nosotros depende lo que veamos, o, posiblemente, dependemos de nuestros propios sentimientos incontrolables.

martes, 2 de enero de 2007

God Is A Concept

Este es un vídeo que realicé con mi 'webcam' hace ya casi un año. La canción es de John Lennon ('God', versión acústica). Se titula 'God Is A Concept'.

lunes, 1 de enero de 2007

FLASH BACK


El pensamiento y la voluntad se dirigen juntos hacia la acción. Aunque no se mueva nuestro cuerpo.
Aunque no se materialice, y permanezca como idea, la existencia, el goce de gozar, la muerte que besa con aceros labios, el tiempo y el ser resumidos a la nada, en su absolutividad, brota, aún callada, enclavada en su esclavitud, con las cadenas en manos de aire. La voluntad se esparce en los aislados rincones del ser y lo devuelve a su materialidad, convirtiéndolo en ahora, en todo fue, en nunca ver el regreso lacónico a su estar.


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