domingo, 29 de agosto de 2010

La utopía de la felicidad

Ante la pregunta de la felicidad, de su posibilidad utópica, de esa utopía individual que cada ser humano interroga con la esperanza de hallarla realizable, cabe preguntarse también, como punto de partida, el problema de la infelicidad del hombre moderno cuando ha cubierto sus necesidades básicas, en el sentido de Maslow, y su vida se abre a la posibilidad de la autorrealización. Cuando falta algo, cuando se supone que todo se ha conseguido y todavía queda un sabor amargo en la conciencia, una sensación de no estar viviendo plenamente, es cuando alguien experimenta la desolación del vacío interior y el deseo de llenar esas carencias de plenitud. ¿Qué es lo que falla en el sistema de bienestar, si realmente el bienestar sólo se traduce en comodidad material? En los países pobres ni siquiera cabe esa pregunta y eso hace aún más responsables de su propia felicidad a aquellos que lo tienen todo pero que les falta lo más esencial: un espíritu lleno. Esa es la gran paradoja de Occidente, su gran galimatías, el haber hallado riqueza exterior en la más absoluta pobreza interior, moral y espiritual (los filósofos son ya reliquias o científicos de la escritura hermética), y el no saber cómo reparar esta situación. Ese estado de calma interior que los griegos llamaron ‘ataraxia’ parece ser la mayor utopía de nuestro tiempo, a no ser que lo encuadremos en otro paquete del bienestar que el consumo sabe garantizar: balnearios, spas, lujosos cruceros por el Caribe o un amanecer en Ibiza escuchando ‘chill out’. Y, es que, en estos tiempos, el paraíso sólo puede comprarse en las agencias de viaje. Excepto ciertos días, pagados bien caros, la mayor parte del tiempo las personas deambulan tristes por la calle, preocupadas y entre prisas torrenciales, mirando el reloj a cada paso, incluso si tienen tiempo suficiente ya es una costumbre pensar que se llega tarde, aunque sea a ninguna parte. Quizá no se puede aceptar tampoco que nos sobre tiempo, que haya momentos para no hacer nada, porque no se sabe qué hacer con ellos. Es en esos momentos cuando muchas personas descubren que no son felices, que no saben qué están haciendo con su tiempo, su vida y sus esperanzas. Buscaban la felicidad en un espejismo, en un hambre siempre insatisfecha, como un Saturno que termina devorando a sus hijos. Se ha perdido el control de la naturaleza, la sociedad se ha convertido en invasora de lo natural, de la vida real, y todo se ha fundamentado en la explotación insaciable en busca de un paraíso prefabricado.

La virtud que reivindicaron los estoicos, buscando vivir de acuerdo a la naturaleza (vivere secundum naturam), como también propuso Emerson, era simplemente decir al hombre que recuperara su cordura y mirara de frente a su mundo, a la vida. Para Boecio la felicidad consiste “en un estado, perfecto por la reunión de todos los bienes” teniendo en cuenta que “el error los desvía haciéndoles buscar bienes falsos y aparentes”. Es cuestión, por tanto, consabida, el desvarío humano en busca de su propio bien, pues no es otra cosa la felicidad, el vivir conforme al propio bien. Eso es la virtud, acertar en el uso del bien adecuado. Todo propósito ético anhela ese acierto. Y, sobre todo, que salga de sí mismo, de forma ‘natural’. Eso es vivir conforme a la naturaleza, a su virtud. Así, el hombre, siguiendo a Spinoza, puede “conservar su ser”, saber que es él mismo quien vive y hace de acuerdo a su ser, que es, en definitiva, lo que desea ser y lo que tiene que ser. La utopía individual, que no sólo busca el bien propio sino el común, pero que sabe que todo ha de partir de uno mismo y ser uno muestra o ejemplo de una verdad representada en el individuo, convendría como principio de toda felicidad social, pues no puede hacerse teoría de aquello que en su práctica resulta lo contrario (comunismo). Primero está el individuo, que sea íntegro por sí mismo. Los griegos llamaron ‘héroes’ a este tipo de hombres, pero no hace falta irse tan alto, pues de héroes y de superhombres de Nietzsche también algunos buscaron la praxis y salió lo más horrible (nazismo). No es necesario el héroe, sino únicamente alguien que aspire al bien y sepa lo que el bien es, pues seguramente el hallazgo de esa búsqueda sea la felicidad.

El hombre siempre irá al encuentro de la felicidad, es su naturaleza, así se desenvuelve su peregrinaje vital, con acierto o infortunio, anda siempre en ese camino. Como todo lo natural, pues de eso estamos hechos, las aguas terminan por volver a su cauce. Las tristezas de hoy posiblemente sean las alegrías de mañana, en esa historia de la evolución donde parece que a paso de hormigas vamos aprendiendo ciertas cosas y olvidando otras muchas. Ya sólo nos conformamos, aunque Fidel Castro no está tan seguro de que sea así, con que no se vuelva a repetir lo de Hiroshima y Nagasaki, ni cosas parecidas. Es, por tanto, una necesidad la felicidad, un imperativo, no sea que de tanta infelicidad todo esto termine en una gran tragedia nuclear, acaso por aburrimiento de los que creen que ya lo tienen todo.

Diario La Verdad, 29/08/2010

viernes, 20 de agosto de 2010

Canto de amor

Habla la voz que es clara en el deleite,
en lo amado como frontera y encuentro,
como luz no agotada del canto,
en fuerza y pasión de quimera
que avanza en la unidad prodigiosa
del turbador sentido.
Breve soy como el deseo ante el todo, acaso nada.
Me abrazo al instante desnudo
que traza el cuerpo del ahora,
el paisaje diverso
contenido en un punto insondable.
Me abrazo a la mágica presencia
que me hace certero y declara
que cualquier paso es el centro de su orbe.
Breve me abrazo, acaso siendo nada,
a la voz que canta
su frescor en lo unánime.

domingo, 15 de agosto de 2010

El alma de la ciencia


¿Podemos fiarnos de lo que ven nuestros ojos? ¿Estamos seguros de la realidad que observamos día a día? ¿Acaso vemos solamente aquello que queremos ver y pasamos por alto todo lo demás? Estas son algunas preguntas que conviene hacerse a menudo por higiene mental, interrogando todos nuestros valores y creencias nada más que con la convicción de que no sabemos nada. Esta prueba para la conciencia, que aparece sencilla en su propuesta, arroja un gran valor y compromiso al hombre, pues lo invita a despojarse de todo aquello que lo hace sentir seguro, para llegar a la más pura incertidumbre, ignorancia y también humildad. Consiste en aceptar que no sabemos nada, que la mente es una ilusión, y en atreverse a observar las cosas tal como son, sin previas concepciones de por medio. La labor científica actual necesita más que nunca de esta consigna procedimental, de este método sin principios, que arroja al observador de los fenómenos a la observación más desnuda. Es ya vieja la dicotomía ciencia-mito y esa respetabilidad tan positivista que a la ciencia se ha dado tal que único medio de llegar a la verdad. Con ello sólo se ha llegado a una paradoja más: la del mito de la ciencia. Y en nuestra sociedad se ha ido arraigando la cultura de que aquello que la ciencia no confirme -ciencia entendida ya como institución académica- no tiene ningún valor. Se ha convertido este mito incluso en una premisa para el consumo, la garantía de todo lo que consumimos ya ha de pasar por el laboratorio: una crema facial es más vendible si sus resultados han sido corroborados por la Universidad de Harvard.
Que la ciencia sabe algo es indudable. Que es necesaria, también lo es. Nadie discute eso. Dejar nuestras vidas en manos de ésta, posiblemente sí sea cuestionable, en tanto posibilidad de llegar a la verdad o, dicho menos pretenciosamente, en tanto posibilidad de hallar un cierto sentido a la vida. La experiencia, el hecho innegable del sujeto, necesita confiar en sí misma ahora más que nunca. Es seguro, a estas alturas, en que la ciencia ya necesita admitir que sólo comprende que nada comprende, que la sabiduría ha quedado demostrada en su sentido socrático, al menos. Muchos empiezan a aceptar la existencia del alma, y lo que es más sorprendente y gratificante, en la propia materia. El alma puede ser un sinónimo del cuerpo mismo, o de una flor o de todo el universo. Hay quien dijo que todas las cosas tienen alma, pero se puede ir más allá: el alma es todas las cosas en su totalidad y en su individualidad. Bellos son estos versos de Walt Whitman: “¿Alguno quiere ver el alma? / Mira tus formas y tu rostro, personas, estancias, ganados, / árboles, arroyos que corren, rocas y arenas.” Ahora hay científicos que se fijan en los poetas, que ven que los poetas vieron mucho antes lo que ahora la ciencia parece atisbar. Un ejemplo de ello es el libro “Proust y la neurociencia” de Jonah Lehrer, que indaga en los misterios de la neurociencia y en las verdades del arte; y que examina paralelamente, entre otros muchos, al genio de Walt Whitman y al excelente neurólogo Antonio Damasio, por ejemplo.
El alma es nuestra vista y nuestro tacto, nuestras sensaciones y nuestros ríos de pensamientos y palpitaciones musculares, anímicas, poéticas. Las palabras son sólo sombras de pensamientos y los pensamientos vagas sombras del alma. ¿Cómo llega el pensamiento a nosotros, aquello que creemos que somos y que pensamos que creamos? En realidad llega nada más, al igual que el frío hace temblar nuestros cuerpos o una sinfonía de Beethoven pone los pelos de punta o saca lágrimas sobrevenidas de un temblor profundo de belleza sensitiva. Dijo Heidegger, sabedor de lo inefable: “Nunca llegamos a pensamientos. Llegan ellos a nosotros”. Al igual que llega todo lo demás, la vida y sus fenómenos, el ruido o el silencio, las nubes o la sombra de nosotros caminando nuestros pasos. La ciencia, ahora más que nunca, sabe que puede avanzar olvidando lo que sabe, yendo a la esencia de la experiencia sin arrastrar esos prejuicios que paralizan la mirada inocente capaz de descubrir el mundo en un parpadeo. Labor valerosa, sincera, que requiere cuerpo y alma enlazados, totalmente fundidos. Pero que puede abrazar los más bellos milagros: los de la vida misma sucediendo, siendo lo que es, y ver en ello la obra de arte que sustenta cada aparición. Dejemos que lo diga mejor el científico poeta Walt Whitman: “Todas las cosas del universo son profundos milagros, / cada uno más profundo que otro cualquiera”.
Diario La Verdad, 15/08/2010

viernes, 6 de agosto de 2010

Viaje interior

Eclipsó un susurro el rumor habitual. Un aire leve de sílabas movió el cuerpo hacia el silencio y lo tomó con sus brazos quietos de paz instantánea, dejando atrás todo el temor, todo el ruido que habitual vierte sus lágrimas en el desasosiego. Llegó sin poder verse, tan sólo quedó sentido, hallado, el inocente espejo que paró el tiempo, que hizo muda la búsqueda.

"Ya no hay más búsquedas", dijo. "Ya no más noches glaciales, del estar sin ser con los huesos temblando." Mi voz quiso tocar su cuerpo, sus alturas, y dejó de habitar como verbo anhelante, para callar, sólo callar en lo llegado, en la brisa repleta del silencio unánime. Hubo miedo antes del sol, temor a la noche, temor al no más ser. Pero el frío ya no regresó. Era cálido el llamar de lo hondo.

domingo, 1 de agosto de 2010

El gen del capitalismo

Si aceptamos que vivimos en un sistema llamado ‘capitalismo’, que todo orden responde a ese plan, no es suficiente con asumir un papel victimista respecto a esta realidad, ni afirmar que “el infierno son los otros”. Declarar que hay un poder superior que condiciona y configura nuestro estar en el mundo, no ha de implicar que nos olvidemos, en un sentido humanista, que formamos parte de ese mundo y que lo que sucede, en todo ámbito, nos hace responsables de ello. Cabe aquí una responsabilidad de entendimiento, es decir, de ser capaces de atisbar el verdadero problema que atañe a una sociedad cuyos genes delatan el vislumbre de un estado de cosas que se ha apoderado de la libertad. ¿Es suficiente con culpar a otros del dislate capitalista? Cuando decimos que unos cuantos son las personas más poderosas del mundo, las que lo dirigen en la sombra, como si todo correspondiese a una conspiración entretejida desde el origen de los tiempos, no estamos diciendo nada, pues, al margen del poder de aquellos, planea un contagio o incluso una cualidad atribuible a todos. Que unos pocos puedan ejercer ese poder no significa que unos muchos, si lograsen tal poder, no lo usarían del mismo modo. Esto es, se da la hipótesis de que aquellos que culpan lo hagan por impotencia y que si cambiaran los puestos, posiblemente los que culpan serían los culpables. No es que el hombre sea un lobo para el hombre, sino que a partir de esa frase y de otras muchas, el hombre ha asumido que ha de ser un lobo para sus semejantes, que no le queda otro camino si quiere hacerse camino. Los problemas están ahí, puestos para solucionarse. Entre ellos, quizá el más importante, la superpoblación mundial en relación con la falta de recursos para todos, también el llamado cambio climático, fruto del abuso ejercido sobre la naturaleza, significando un progresivo deterioro del medio ambiente y, no cabe olvidar, el gran problema de la violencia humana, el armamento nuclear, el fundamentalismo religioso, político, económico, etc. Cuestiones todas ellas, como se ha de suponer, derivadas del sistema capitalista, de la eclosión de la producción, el consumo, la explotación, el afán de enriquecimiento como realización de un mal llamado individualismo: que no es más que un aislamiento de los intereses de la comunidad, quiero decir, de una humanidad sensible como grupo unido en una labor común de compromiso ético y cooperación.

El gen del capitalismo –sinónimo de egoísmo- es ya el espejo de la insostenibilidad, del cansancio de una sociedad desesperanzada, de una sociedad jerarquizada según el volumen de capital que posean sus individuos: y cuyo único afán, fin existencial, es el aumento de ese volumen de capital como justificación del esfuerzo humano. Quiero recordar aquí un pensamiento amargo pero veraz de Henry David Thoreau: “Los caminos por los que se consigue dinero, casi sin excepción, nos empequeñecen. […] Se te paga para que seas menos que un hombre”. Thoreau denunció ese afán espiritualmente ingrato que supone la búsqueda del oro, primitiva metáfora americana del capitalismo, luego vendría el petróleo. Uno es menos esclavo del patrón que del propio dinero. ¿Y la política? ¿Qué papel tiene en todo esto? Sinceramente, la política es una gran broma. La broma del uso del disfraz de unas ideologías para satisfacer intereses varios y oscuros. La broma del juego retórico sin contenido ninguno. El otro espejo de una sociedad que no ha sabido encontrar la voz que le refleje. No hay ninguna conspiración ni juego de altas esferas en todo esto, hay un problema en que todos participamos como planteamiento o como solución, pero que se ha evitado mediante una aquiescencia e indiferencia frente a una tarea que concierne a todo individuo, no desde el individualismo, sino a través de la conciliación fructífera de individualidades. Aún estamos a tiempo, al margen de las voces de ciertos milenaristas tópicos y turbados, para enraizar este íntimo destino del sendero global. El gen del capitalismo nos hace responsables biológicamente de todo suceder y nos invita a trascenderlo observando el potencial de cambio y evolución que todo pensar colectivo, desde cada punto de luz, posee, reconociendo, como primer paso, aquello que obstaculiza el caminar. En conclusión, todo ello invita a protegernos de aquello que nos limita y a engrandecer aquello que nos ensancha. Dejemos una frase del sabio libro Tao Te King para meditar: sólo hay que “usar la luz para volver a la claridad”.

Diario La Verdad, 01/08/2010

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