miércoles, 30 de enero de 2013

El mito de Sísifo


Condenado por los dioses a empujar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde ésta caería rodando al punto de partida, y vuelta a empezar. Así se sintetiza el mito griego de Sísifo, que Albert Camus trataría en un ensayo con el mismo nombre, arrojando inquietantes valoraciones existenciales que ponen a prueba la capacidad del ser humano para encontrar un sentido a la vida. Sísifo, el héroe absurdo, para Camus, ha de aceptar irremediablemente tanto sus pasiones como su desdicha, la búsqueda del placer como la inquebrantable realidad del dolor. El destino circular marca un proceso, un mismo recorrido que ha de repetirse cada vez que la roca es llevada a la cima. La roca cae rodando y hay que bajar de nuevo para volver a subirla. Acaso, entre viaje y viaje, asegura Camus, hay un descanso, un alivio, una toma de conciencia, un silencio. Y es acertado no compadecer a Sísifo, quien ha aceptado su destino y lo asume con puntual fidelidad, con esperanza, con coraje y dignidad. Quizá, con su actitud, ha vuelto a desafiar a los dioses. Afirma Camus: “La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”.

La historia aquí contada es absurda. Absurdo siempre es pensar en el castigo que procuran los dioses. El castigo a Lucifer, Adán y Eva, Prometeo… Pero, sin embargo, la cultura occidental se ha encomendado al castigo como medio de salvación o de redención. Sísifo porta la roca de su desobediencia, arrastra la culpa de su rebeldía. El sometimiento a la ley de Dios es la vía para la redención en la religión judeocristiana, pero hemos pasado por alto que no existe tal sometimiento a Dios, pues estaríamos hablando de una paradoja muy extraña: la paradoja de someterse a la libertad, de someterse a aquello que carece de sometimiento. Sísifo era ciego y también imaginaba que un día vería el paisaje por el que continuamente arrastraba su roca. Sísifo, para Camus, aparte de ciego, no tenía elección. Tampoco eligió su ceguera. Pero Camus lo imaginaba feliz. Es posible que desde este momento la filosofía se encuentre en un callejón sin salida, el callejón racional del absurdo, el callejón que hace irracional lo aparentemente racional, el castigo se asumir la razón como la roca que hemos de trasportar hasta la cima de la montaña, esperanzados por la llegada y el descanso placentero de un deseo en tensión aspirando realizarse, consumarse.

Occidente, sin duda, porta la roca de Sísifo, como la cruz de Jesús. Pero es posible que el fin no sea el de repetir a la manera de Nietzsche el juego del nunca acabar, del eterno retorno, sino el de darse cuenta de que no hay roca, ni ceguera, ni castigo. Jesús tomó la roca de Sísifo en la forma de su cruz asegurando así la redención final: “Ahora, Padre, glorifícame al lado de ti mismo. Dame la misma gloria que tenía contigo antes de que el mundo existiera. (Juan, 17:5)”. Para el existencialismo la roca es llevada a ninguna parte y de ahí el derrumbe posterior. El sentido es lo que cae al no encontrarse, tras largo esfuerzo buscándolo. No hay remedio para Sísifo pero sí para Jesús, pues sabe, siente, a dónde apunta su cruz. Es la verdad del corazón la que emerge, aunque el cuerpo se derrumbe y gima de dolor. Si Camus se imagina a Sísifo feliz, no ha de ser –por ello- una felicidad absurda. No hay por qué llevar al corazón a lo absurdo cuando la razón se ha derrumbado, salvo que estimemos que todo lo que tenemos es eso; la roca inerte, la palabra lógica, el discurso interminable, la paradoja del incomunicable lenguaje. Aún queda, después, citando a Wittgenstein, lo místico. Y si acaso hablar o pensar se torna absurdo, balbuceante, no hay que olvidar que todo sonido es música, canto y amor en su trasfondo. Y así dejamos descansar a Sísifo, le permitimos que sueñe e imagine el sentido de su recorrido. Quizá la roca siga cayendo, quizá baje incontables veces más a recogerla, y quizá un día se dé cuenta de que lleva a Dios en sus brazos.   

Diario La Verdad, 30-01-2013

domingo, 13 de enero de 2013

El progreso ante el siglo XXI

La idea de progreso desde hace unos cien años hasta ahora es vertiginosa, produce el vértigo de una velocidad acaso difícil de asumir, en medio de un movimiento que ya no se puede detener y que nos va llevando por rutas que parecen incontrolables. Con la era tecnológica, el ordenador, los teléfonos móviles, Internet y todas las máquinas que envuelven nuestro mundo cotidiano (televisión, coches, aviones, etc.) la percepción del tiempo se ha acelerado hasta extremos preocupantes, lo cual se hace visible en muchas patologías que afectan a la salud y que, por agentes contaminantes o por condicionamientos psicológicos necesarios para la adaptabilidad a los medios del progreso, es cada vez más mayoritario el espectro de males que afectan a nuestra sociedad, como la ansiedad o el estrés, la depresión y otros trastornos nerviosos que, en muchos casos, son fundamento no sólo de problemas psicológicos sino de enfermedades de todo tipo que tienen un motivo psicosomático. Parece que quisiéramos alcanzar la misma velocidad que lleva la Tierra en su movimiento en torno al Sol, unos cien mil kilómetros por hora. No sabemos por qué pero tendemos a ir cada vez más rápido y esto configura el símbolo de esta sociedad que corre sin saber a dónde, que no tiene tiempo para establecer contacto con el ahora, la única realidad del tiempo, y que camina en un desenfreno propulsado inexorablemente por las exigencias del sistema. 

Ante todo esto, ¿cómo replantear nuestro modo de vida?, ¿dónde queda el tiempo para ejercer la libertad de la mutua construcción del sistema que queremos realmente? Somos propulsados por la fuerza de un sistema que no nos representa ni nos expresa, únicamente nos lanza hacia un abismo de consumo y producción masiva. Y las preguntas quedan en el aire, los sueños se evaporan a la velocidad del rayo y un nuevo día nos exige seguir atados a este sistema que parece diseñado por autómatas y para autómatas. Son necesarias preguntas y respuestas que exigen tiempo, receptividad, escucha atenta. La sociedad como ente (en concreto la civilización occidental) es un cuerpo en crisis que requiere un tratamiento capaz de asegurar cierta supervivencia saludable. Piotr Kropotkin, nacido en 1842, sentó unas bases teóricas sobre el anarquismo que a día de hoy apuntarían hacia un camino muy provechoso para conservar la salud de nuestro sistema. Más allá de cómo llamemos al sistema lo importante es su contenido y si éste va a favor del ser humano, si busca desarrollar valores de convivencia sensatos, igualitarios, solidarios, civilizados. Más allá de que un sistema sea utópico, siempre nos da la oportunidad de considerarlo y de aplicarlo si no perfectamente (sólo el tiempo tiene la última palabra) sí de una manera intencionada a la consecución de sus propuestas. 

El anarquismo, en su práctica, sería el ‘sistema’ más perfecto, pues funcionaria por sí sólo, de manera natural, sin necesidad de que sea un sistema, esto es, una imposición estructurada y limitada. El anarquismo cree en el ser humano y en su posibilidad de convivencia pacífica y saludable, de progreso sostenible y de entendimiento global. Para ello la sociedad, no el sistema, ha de estar preparada. El único camino de libertad real ha de ser andado por todos en el legítimo ejercicio de su libertad. Una utopía no requiere grandes sueños (aunque todos los sueños son grandes). Como declaró Kropotkin: “Somos utopistas, tanto que llegamos a creer que la revolución debe y puede garantizar a todos alojamiento, vestido y pan”. Creo que con esto está dicho todo. 

El anarquismo propugna la soberanía individual, la libertad entendida como orden justo que todos los individuos tienen el derecho de practicar sin ninguna imposición externa; y el progreso puede beneficiarse de esta sencilla máxima que apela a la lógica y al sentido común humano, en el que nuestra responsabilidad social ha de ser ejercida completamente, sin tutelas ni adoctrinamientos masivos. El individuo tiene el derecho de expresarse, de realizar su trabajo, de ser creativo, de ejercer, en definitiva, su libertad. ¿Es utopía? Es necesaria utopía, pues en un mundo donde los sueños son absorbidos por una realidad frenética y materialista, soñar es ahora el único antídoto para la demencia racional. Sólo con proyectar un sueño el hombre ha arrojado una semilla que, si la nutre y protege, dará, seguro, sus frutos. Soñar es gratis, como el aire, y sin ambos no podríamos respirar, no podríamos vivir. Un sueño da vida y siempre florece. Hagamos la prueba.

Diario La Verdad, 13-01-2013

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