domingo, 25 de marzo de 2012

La actitud ante la crisis


En los momentos decisivos, esos que llamamos de crisis (palabra tan consabida hoy día) sucede que la actitud humana y el modo en que encara los acontecimientos -la emoción que la inspira- es el factor determinante ante la encrucijada. La actitud, esa forma de ver las cosas y de comunicarnos con ellas, de entenderlas, tratarlas, sopesarlas y respirarlas, marca –dicen- un destino. Resultado de un carácter, de un hábito de pensamientos y de humores con que interpretamos el mundo, es difícil comprender a veces que el camino que seguimos –casi siempre por inercia- no es el más adecuado. Cada día, a pesar de que aparentemente el racionalismo es tan respetable, sabemos –y la ciencia incluso lo confirma, es decir la razón- que somos movidos fundamentalmente por las emociones. La mente sigue su paso, imagina que lleva el control (como el auriga de Platón) pero lo cierto es que solamente interpreta una sinfonía que ya está sonando y de la que además se considera autor. El papel de la mente, pues, es el de determinar el mundo desde el punto de vista de alguien que lo habita, de un yo protagonista y autor. Como digo, la ciencia ya va corroborando estas apreciaciones de cierto tono metafísico. El neurocientífico y premio Príncipe de Asturias Antonio Damasio ha podido concluir lo siguiente: “Aun en su versión más tenue y sutil el sí mismo es una presencia necesaria en la mente”. Entiéndase “sí mismo” como conciencia de sí (de uno mismo). Recordemos que Buda ya expresó lo mismo añadiendo que esa era la causa de todo sufrimiento, es decir, el creer en una ilusión. Ilusión de ser algo, de poseer, de contener en nosotros lo que no es de nadie. Ilusión que es deseo, insatisfacción permanente, insaciable búsqueda de perfección, de, en definitiva, serlo todo.

El tema que abordamos comporta cierta complejidad pues trata del ser humano, de su naturaleza más esencial, y, como veremos ahora, también de la relación de éste (como individuo) con el mundo y los demás individuos. Si, como decimos, el deseo es pulsión de movimiento de la individualidad, todo en la vida está impregnado de él. Desde este punto de vista hablamos únicamente de energía, de lo que nos mueve como materia con autoconciencia. Por tanto, pragmáticamente podríamos afirmar –aceptando lo anterior- que lo que importa es si esta energía nos reporta beneficios, si es completamente vital o saludable. Es decir, si el barco en el que navegamos es –irremediablemente- el que es, lo que nos importa es que nos lleve a buen puerto, e incluso que viajemos cómodos en él. De lo que hablamos pues es de la vida y de cómo vivirla bien. Y para ello, concretando en el punto de partida, esto es, en la crisis y en nuestra actitud hacia ella, muchos dicen que cabe la esperanza o la resignación. El creer que todo puede cambiar a mejor y navegar en esa dirección, o en entregarse a la voluntad de lo que tenga que ser. No es cuestión señalar cuál de ambas actitudes es la correcta, si bien muchas veces la resignación permite un despojamiento mayor de nuestras expectativas y una consiguiente liberación; la esperanza añade un deseo de cambio, un impulso capaz de construir sueños más “sostenibles” o simplemente de confiar completamente en el mañana. Ambas son formas de fe, pues es la resignación un abandono, quizá el más sincero, a la voluntad divina. En la esperanza amanece el pálpito, la mirada hacia el cielo sostenida por un dulce presentimiento. Tal vez no se trate de escoger, sino de aceptar aquello en lo que el cuerpo nos pide creer. 

La crisis ha de llevarnos a la reflexión “sentida”, a un profundo cuestionamiento de todo lo que hasta ahora hemos construido, para ver las fallas, las grietas por donde supura la herida. Incluso, más allá de la reflexión, se trata de comprender que lo que sucede no es más que un espejo de nosotros mismos, que aquello que tememos, negamos y queremos evitar es nuestra sombra proyectada. Ortega y Gasset recalcó lúcidamente que “vivir es anhelar”, y sobre ese anhelo se construye –o simplemente aparece- todo lo demás: la vida. Y es este anhelo la oportunidad de remontar el vuelo, de dar un salto definitivo y sincero. Toda crisis conlleva una oportunidad, la de conocerse mejor, la de salir más reforzado del proceso, pero para ello hay que mirar hacia dentro, muy hacia dentro: y ver con llana franqueza que lo que uno es, lo más auténtico suyo, es también lo que mueve el mundo. Y, en conclusión, todavía es posible la esperanza, porque este anhelo benigno que late con fuerza de vida es sin duda el impulso primigenio y más puro que puede ofrecerse para un cambio.

Diario La Verdad, 25/03/2012

domingo, 11 de marzo de 2012

Naturaleza y sociedad



A esa naturaleza que todas las cosas ordena (“natura daedala rerum”) y que rige el mundo conforme a ella, parece faltarle en ocasiones una pieza en su engranaje, un motivo superior totalmente estructurado y coherente que incluya al hombre y sus acciones. No obstante, ese caos, esa conducta tan pasional y desastrosa que el ser humano adopta ante el mundo -generando un constante conflicto en su constitución como sociedad- por mal que nos pese corresponde también a la naturaleza, al igual que frente al armonioso río o al inofensivo pájaro cantor coexiste en oposición el tigre amenazante y sin piedad acechando a su presa. En la naturaleza, sin embargo, todo es como es, todo fluye integrándose, aceptándose, incluso la muerte. Pero el hombre sufre, se apega a aquello que le produce dolor –se resiste a lo que ha de ser- y ese rechazo genera sus males. La muerte es el primer trauma de la consciencia, aquello cuya aceptación supone la sabiduría (alcanzada por pocos) y su resistencia a ella el sufrimiento, el inevitable sufrimiento. Toda una vida en torno a este tema, el aprendizaje fundamental que plantea cualquier biografía.

Si observamos al hombre en perspectiva tenemos la visión de la sociedad, esa conjunción de identidades, de problemas aislados y en intercomunicación constante, así como células o neuronas de un sistema complejo y enérgico, en continuo movimiento. Esta complejidad se revela –por ejemplo- en la imposibilidad de la predicción (tal que la “incertidumbre” de Heisenberg). Ni la ciencia, tan exacta en sus dominios lógicos, puede avistar qué será del hombre, hacia dónde va, o lo que es más difícil de contestar: y para qué su viaje. Preguntas más propias de la metafísica o de la teleología, pero que imponen una necesidad de exactitud, de claridad y de verdad, de ciencia (en su sentido más propio: saber). Este saber es la gran empresa humana, y su campo de actuación es la vida misma: el incesante segundo que la vida entrega a nuestros sentidos y cogniciones. La vida es sentida, observada, interpretada; pero nunca podremos decir que es sabida totalmente, descubierta, tal que una obra terminada. Pues todo instante abre una puerta de posibilidades y nuevos desafíos a la intuición y a la inteligencia. Destino o providencia, la vida nos va llevando por sus cauces a través del tiempo que nunca se para y que -existencialmente- de este modo nos condena. Pero la condena del tiempo en el fondo siempre es dulce, pues frente al segundo quitado aparece otro segundo regalado. Regalado, sin hacer nada.

En definitiva, la contradicción es un ingrediente más de la condición humana, acaso su sino o su fatum. La sociedad, hoy día, parece estar viviendo un mal sueño, parece estar luchando contra un gigante sin rostro, contra una criatura demente de la que todos hablan y que nadie puede detener. Y, a lo mejor, ese ser, ese fantasma patético y sangriento, no tiene entidad propia, no es localizable, pues: es todos. Cuando un mal afecta de lleno a una sociedad cabe concluir que es la sociedad la que está enferma, en su conjunto. A esto se le llama crisis sistémica. Es decir, que el problema es el sistema. Y más en el fondo, en sus raíces, sólo hay miedo, esa es la causa, el origen de los  males. El miedo que genera la dependencia total del dios mercado. El miedo continuo que genera un sistema que nada hace sino que favorece las desigualdades, el poder como instrumento egoísta de dominio, la competencia deshonesta, el consumismo frenético, el capitalismo irresponsable y contaminante, etc. Cuando una sociedad funda una religión cuyo dios es su enfermedad, sus ritos serán siempre un ejercicio de banal y mecánico sufrimiento. Y ante ello sólo cabe la rebeldía, la rebeldía moral y de conciencia como único recurso e impulso para cambiar y mejorar las cosas. Como expresó Krishnamurti: “No es saludable estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”. Es decir, la rebeldía es la causa de este malestar que instiga a un hacer algo, lo que sea, pero hacia un horizonte de coherente y sensible voluntad común. El no hacer nada, el sentirse conforme, indica claramente la patología. Para que haya un cambio real, los agentes del cambio han de ser sin excepción los  implicados, una sociedad unida, una democracia verdadera inspirada por su propia vocación humanista. Tan sólo hay que desenmascarar al monstruo y darse cuenta de que era una ilusión, un fantasma; y lo único real será entonces una sociedad ya liberada de sus cadenas autoimpuestas, construyendo de nuevo su destino.

Diario La Verdad, 11-03-2012

Compartir esta entrada:

Bookmark and Share

Entradas relacionadas:

Related Posts with Thumbnails