domingo, 17 de junio de 2012

El rapto de Europa


Cuenta el mito que Europa fue raptada por Zeus tomando la forma de un toro blanco. La forma de un dios no era suficiente para seducirla, tal vez se asustaría ante semejante figura olímpica. Un toro, sí, un toro, era algo menos peligroso de acercarse; así que quedó tumbada sobre él. Y él se la llevó. ¿Está sucediendo lo mismo ahora? ¿Alguien que no sabemos, quizá un dios disfrazado está secuestrando a Europa? Más allá del mito, Europa atraviesa un período donde su unidad, quizá forzada desde la caída del muro de Berlín, está siendo puesta en peligro. Unidad cuyo lazo es monetario, algo que por otro lado suena a construir castillos sobre un puente. Cabe plantearse, entonces, qué une verdaderamente a Europa, y, más allá de las fronteras, pues realmente no es el tema Europa, qué nos une como pueblo, como sociedad? Una de las cuestiones fundamentales es ver dónde y a quién hemos delegado nuestro destino individual y social. Darse cuenta hasta qué punto somos gobernados por una voluntad que, incluso, parece ser ajena a nosotros. La pérdida de libertad ocurre también cuando quien la tiene no hace uso de ella. La individualidad es la gran responsabilidad de la libertad moderna y hemos convertido esa herencia en un lastre casi insoportable.

El filósofo español José Ortega y Gasset, en su obra todavía moderna “La rebelión de las masas” define al Estado de la siguiente manera: “una creación humana inventada por ciertos hombres y sostenida por ciertas virtudes y supuestos que hubo ayer en los hombres y que puede evaporarse mañana”. De esto, además, señala Ortega, es de lo que no nos damos cuenta. De la fragilidad de algo que damos por inquebrantable. Un Estado que nos tutela y nos quita la posibilidad de un verdadero crecimiento cívico. El Estado, hoy en día, simplemente nos ahorra el derecho de ser responsables y comprometidos con nosotros mismos y con la comunidad. La tutela del Estado nos incapacita para pensar por nosotros mismos; y cada vez estamos más absorbidos por ese mundo de apariencias consumibles. El “hombre-masa” de Ortega también se puede llamar mejor ahora “homo consumericus” de Lipovetsky, donde, a mi entender, la cultura del consumo ya no es sólo de bienes materiales, sino de tiempo. El verdadero problema es que hemos vendido el tiempo como quien vende su alma al diablo. Hemos dejado que el tiempo se consuma banalmente. La fiesta del fútbol –por ejemplo- es una de tantas tragedias de la razón y del espíritu. No el deporte en sí, no el disfrute del juego, sino la importancia que le damos, el valor trascendente que otorgamos a un espectáculo, a fin de cuentas.

Los valores de una sociedad se miden por sus acciones. Allí donde ella participa activamente es donde tiene puesta su atención. Los valores puestos del revés, la religión del consumo frente al desinterés humano por lo verdaderamente importante resulta una evidencia histórica. Frente al relativismo de los valores nada se puede decir, nadie tiene la verdad en cuanto a la consideración de qué es lo importante. Y, por tanto, sólo queda pagar las consecuencias de nuestra propia libertad. Esta es la responsabilidad que antes o después nos exhorta a reaccionar. Si la crisis tiene un significado, de nada nos sirve el mirar para otro lado. El Estado, creo, sin embargo, aunque lo obviemos y nos obvie, no deja de ser un reflejo de la sociedad. La gente no quiere saber nada de él, ni él de la gente. El hombre desea consumir su tiempo y un país cada día se parece más a un enorme supermercado. Y creo que sólo hay un camino adecuado actualmente, nadar contracorriente. Sólo así pueden surgir nuevos valores, no dejándonos arrastrar por la corriente de la indiferencia. Una rebelión, una verdadera revolución, la que quizá todavía no ha sucedido nunca y tengo la esperanza de que pronto llegará, no podrá ser violenta, no propiciará ningún conflicto hiriente. Una verdadera revolución, nacida primero en el interior de cada hombre, será de conciencia, de lucidez, de auténtica claridad mental y espiritual. Sólo así estaremos preparados para enfrentar nuestros destinos, no desde la confusión o el caos, sino desde un profundo convencimiento de que cualquier paso que demos será el correcto, de que reflejará nuestras voluntades, sembrando las semillas que hemos decidido poner, recogiendo los frutos que esperamos ver crecer. Siendo partícipes y creadores responsables de nuestra realidad en todo momento.

Diario La Verdad, 17/06/2012

domingo, 3 de junio de 2012

Los límites del progreso


El progreso ha sido, desde la modernidad, el paradigma de nuestras aspiraciones, ese espejismo en el desierto en forma de oasis magnánimo y reconfortante. La idea del progreso, a mi entender, ha supuesto una de las causas de las grandes crisis de nuestra civilización, teniendo su cenit más trágico en la II Guerra Mundial. Si el progreso, en sí, entendemos que no es bueno ni malo, sin embargo olvidamos replantearnos la cuestión de si realmente esta idea existe realmente o es solo un constructo teórico, psicológico, que de alguna manera ha condicionado, de forma negativa y paradójica, nuestra evolución. No es coincidencia que en esa modernidad, a partir de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX, hablemos de teorías que cambian radicalmente la concepción de la naturaleza o de la sociedad humana, como son la "teoría de la evolución" de Darwin o el comunismo (materialismo dialéctico) de Marx. No es coincidencia que el desarrollo de la ciencia, con la revolución atómica, asuma ese papel de demiurgo y de sostenedor de nuestros destinos. Hablamos, en cualquier caso, del desarrollo de una conciencia humana, de una mente relacionada con su entorno y en constante comprensión del mismo, que va asumiendo una interpretación aparentemente causal de la realidad. Digo aparente porque la causalidad, operación racional, no es observable sin un motivo lógico que la abarque desde su propia visión conceptual. Por tanto, nos hallamos ante el paradigma de una razón que creíamos que era nuestra conquista y sin embargo vamos comprendiendo que es ella la que nos domina y limita, la que nos ha conquistado.

Si nos adentrásemos en territorios más metafísicos la cuestión del progreso iría unida al concepto del tiempo, germen de toda mirada racional, y que está siendo ya puesto en tela de juicio no ya sólo desde la filosofía incluso hace más de dos mil años, sino también desde la misma ciencia contemporánea, que observa fenómenos que parecen no responder a procesos causa-efecto ni a una continuidad o linealidad temporal. Pero, como digo, sin entrar en esta metafísica del tiempo de la que Ortega o Heidegger podrían bien ilustrarnos, volvamos a llevar la mirada al progreso desde un punto de vista social y humano. No cabe duda que nuestros derroteros han girado en torno a él, en una constante lucha por alcanzar algo más, por asumir que este planeta, que esta vida, tiene una finalidad evolutiva en la que lo mejor está siempre por llegar. El progreso se convierte así en una aspiración vital, en un valor, que nos ha llevado a un punto en el que al menos, merece la pena reflexionar. Reflexionar si realmente este constante crecimiento tiene un límite, si los miles de millones de habitantes que ocupamos el planeta podemos aspirar a un mismo bienestar material para todos. Pues si buscamos la igualdad material tal y como hoy la concebimos, como la buscó el comunismo, ¿podría realmente este planeta soportarlo? Miles de millones de coches, teléfonos móviles, ordenadores, microondas, televisiones, etc. ¿Puede concebirse un progreso materialmente exponencial en un planeta físicamente finito?


Creo que la reflexión no alude directamente al progreso como tal sino al perturbador materialismo asociado a él. Y es ahí donde posiblemente está el origen de toda crisis moderna, por mal que nos pese reconocerlo. Espero que llegue pronto el día en que algún político sincero se atreva a hablar abiertamente de ello. Quizá ese día, pues los políticos no son más que un espejo de la sociedad que tenemos, por mal que nos pese también reconocerlo, si llega, es porque algo importante habrá cambiado en nosotros. La naturaleza, frente a la idea del progreso, nos da su respuesta cíclica. La noche y el día en continua repetición, así como las estaciones climáticas. El tiempo circular, que ya evocaba Nietzsche a través del eterno retorno o en el hinduismo con los yugas o ciclos cósmicos, nos hablan de un a concepción de la realidad más primitiva, más sagrada incluso como advierte también el teólogo Mircea Elíade. Una comprensión del tiempo en consonancia con la naturaleza, desligada de esa búsqueda ilimitada de bienes que sólo nos llevan hacia un rascacielos sin sentido y babilónico. Cuando nos paramos a reflexionar sobre este asunto, pues las circunstancias imponen que lo hagamos, la razón advierte las paradojas de sus impulsos y se ve obligada a advertir la situación crítica en que nos encontramos, el ahogo de la civilización en su propia piscina. Ese no querer mirar directamente la realidad agrava más el problema. Sin embargo, algo nos dice que nosotros, mortales, formamos parte de esta misma naturaleza que habitamos, y, pesar de que mejorar, comprender, sea achacado al progreso, es incluso mucho más esperanzador pensar que siempre todo cambia para que vuelva a ser como antes, como apunta aquel libro tan sabio, "El gatopardo". Y es esa misma sabiduría la que hemos de volver a rescatar, la que llevamos dentro, la que un día expresaron Confucio, Sócrates, Heráclito, Lao Tse, Buda, Jesús... hace miles de años. Porque nosotros, a pesar de las apariencias, seguimos siendo los mismos.



Diario La Verdad, 3 de junio de 2012 

viernes, 1 de junio de 2012

Alma de amante



Eres la medianoche: la sombra culminante
donde culmina el sueño, donde el amor culmina.
Miguel Hernández

Todo el dolor contenido fue forjando
el más bello amor. Inexplicable concebir la herida
como una luz que brilla enamorada, sanada,
entregada al resplandor de una verdad eterna.

Todo el amor interior, sentido, me fue hablando
de mí mismo, de las sombras que me acechaban
al mirarte, al suspirar la potestad de tus alturas.

Como un amanecer que canta en la noche de mis sentidos
-calurosos e incontenibles como el sol más potente, como
cascadas deseantes- la verdad del amor fue apareciendo, entre tanto,
calmada, aparcando su pasión del comienzo, entrelazando silencios.

Una vez morí por tu amor, tú que eres yo, espejo deseante.

Una vez no fui yo en el amor por ti… y morí de no amarte
viviendo en el deseo, en el amor ausente, en la herida
de un alma separada de sí misma.

Hoy te amo como me amo.
Hoy te amo como he amado mis luces y mis sombras.

De luz y sombra está hecha mi alma de amante.
De luz a la luz y de sombra a la sombra.
De noche al día buscando entre sueños el camino mágico del encuentro.
De oscura pasión que se mece en los abismos sagrados de la luz
está hecha mi alma de amante.




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