jueves, 26 de septiembre de 2013

Educación y nuevos valores


Para que una sociedad pueda cambiar desde sus propias raíces, entendiendo que urge un cambio necesario como respuesta a una crisis sistémica creciente, hay que poner en tela de juicio los valores predominantes y considerar si realmente esa base de adaptación social y aprendizaje que llamamos educación sigue unas pautas adecuadas o está orientada a que transite un sendero que es alimentado por el mismo motor fallido que está ocasionando el estado crítico actual de nuestra civilización. Varias preguntas emergen. ¿Para qué está diseñada la educación actual? ¿Cuáles son sus metas y de qué forma las está llevando a cabo? Hoy día observamos unos valores materialistas que impregnan todo modo de progreso social. Unos valores que se enfocan en instruir para ser elementos activos de un sistema de fines productivos, maquinariamente eficientes y predeterminados por un complejo orden capitalista de producción y consumo exponencial.

El psiquiatra y humanista Claudio Naranjo, quien trabajó en Harvard sobre estudios de la personalidad, ha tratado este tema arrojando clara luz al respecto, señalando que: “Debemos volver a las raíces de la educación como autoconocimiento, en la búsqueda de ese conócete a ti mismo de Sócrates.” Es de vital importancia procurar que la educación sea un fin en sí mismo y consiga independizarse de las necesidades que el sistema impone, para así instruir en valores verdaderos, que motiven una educación humanista, considerando ésta como el medio idóneo para que la persona adquiera sólidas capacidades de libre pensamiento y no caer en el adoctrinamiento colectivo. Dejar de considerar la educación como un medio que procure el fin de obtener un certificado aceptado por el mercado para servir a los intereses económicos, convirtiéndonos en maquinas de ganar dinero, de producción y de esclavos de ese mercado que juega con las vidas de las personas a cambio de salarios precarios, de vivir en la ansiosa competitividad y en el continuo miedo de ganar más o de ascender en los trabajos para ser más, obtener un mayor estatus, etcétera. Volvemos a Claudio Naranjo: “Los padres aspiran a que sus hijos triunfen en este mundo de competencia económica, no importa que también sea un mundo de pobreza creciente mientras que no les toque a ellos. Prefieren la educación que sirve como una máquina de certificación. No les interesa educar sino servir al mundo del trabajo. Insisten en que desean el bien de los hijos, pero en realidad no les interesa el bien de los hijos más que como eficacia en los negocios. Tenemos el mundo que tenemos por el tipo de conciencia que se desarrolla a través de la educación, que es una educación implícitamente explotadora.” Palabras claras, sinceras, lúcidas y duras, ya que señalan una realidad presente que evitamos cambiar, mirando para otro lado, eludiendo una conciencia social y solidaria a cambio de un individualismo competitivo y egoísta.

Sin duda, no es ese el camino, y se hace patente la necesidad del cambio, de hallar nuevos valores, que no son más que los genuinos valores humanos que han quedado perdidos por el miedo y la batalla liberalista. Urgen nuevos valores que transformen desde la raíz y consigan sembrar las semillas de una humanidad que se reconozca en un destino común realmente humano,  realmente espejo de lo que somos, realmente fieles y solidarios con nuestra especie.


"La Tribuna" de Albacete, 25-09-2013

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Días felices


Es a menudo el vivir cotidiano, cuando las prisas empujan nuestro paso y el tiempo nos aleja del aquí y ahora, un modo de existencia que nos va restando verdaderos placeres y sumando necesidades internas de sosiego, ocio o simple reposo, lejos de todas nuestras preocupaciones mundanas, buscando ese instante, ese lugar perdido y anhelado, que llamamos felicidad. Escribió Nietzsche en un bello libro de aforismos, El viajero y su sombra, que “Casi todos los estados del alma y todas las etapas de la vida poseen un solo instante auténticamente feliz”. Un pensamiento muy romántico, que convierte un momento concreto del tiempo en un bello paisaje idealizado, capaz de aunar el estado más sublime del alma en un instante de dicha inolvidable. Con frecuencia anhelamos ese instante completo, ése por el que muchos serían capaces de vender su alma a la manera del Fausto de Goethe, un momento que muchos ya atesoran como una reliquia del pasado que recordar para siempre o como una búsqueda vital proyectada en el futuro, que encamina los pasos hacia nuevos senderos y destinos soñados. La búsqueda de El Dorado del alma, una embarcación hacia el interior de uno mismo para encontrarse definitivamente en el corazón de la vida y poder así acariciar, descubrir, esa palabra tan grandiosa y capaz de producir recelo en ocasiones por su utopismo semántico, la felicidad.

Sin duda la felicidad va unida al amor, a la experiencia más subjetiva y conmovedora del hombre, esa experiencia de unión con el otro o con el todo. Pues la experiencia del amor siempre significa una unión con el todo, con el todo desde el otro, o con el todo desde el todo. Un instante de amor que, como pronunciase Dante en el Canto V de la Divina Comedia: “Infundió en mí placer tan fuerte que, como ves, ya nunca me abandona”. Tras esa sensación intensa, donde el amor se presenta, éste es buscado ya para siempre, como un paraíso perdido que esperanzados pidiéramos su regreso. Y, hoy más que nunca, necesitamos de esa motivación por abrazar instantes únicos, para no dejar que nos arrastre un tiempo presente que siembra desesperanzas, pesimismos, negatividades crónicas -en definitiva- que sólo sirven para infundir mayor pesadez de ánimo y acidez de espíritu. Pues no es el futuro más que una proyección que dependerá de cómo la representemos y afrontemos, de cómo la interioricemos y decidamos vivir, en busca de la felicidad o asumiendo la derrota y el fatalismo de las circunstancias. El hombre puede cambiar su destino, puede remontar tempestades y aligerar y salvar su aflicción si así lo quisiera. Solamente necesita creerlo y quererlo, y hacerlo. Es necesario confiar en las posibilidades que son eso, posibles siempre, realizables. No hay otro camino para el cambio que verdaderos actores dispuestos a llevar a cabo ese cambio, no hay otra manera de conquistar nuevas formas de vida deseables que un deseo certero de reformar la convivencia en auténtica vivencia con el otro. Y así, el instante de felicidad, de amor compartido y convertido, no será solamente uno en exclusiva, aislado y resguardado en la memoria de los días, sino que se convertirá en un aroma ilimitado, derramándose con frescura en todos los instantes del día.

"La Tribuna" de Albacete, 11-09-2013

jueves, 5 de septiembre de 2013

Por la igualdad social


Unos datos de actualidad, basados en la estadística, son capaces de darnos una información crucial sobre nuestro mundo, mostrándonos las profundas desigualdades económicas que se dan a día de hoy, como consecuencia de un neoliberalismo insaciable consistente en amasar capital sin límites ni control real por parte de los Estados. Me refiero a unos datos que nos informaban de que el 20 por ciento de la población posee el 82 por ciento de la riqueza mundial, según Naciones Unidas. Otro dato era que los más pobres, unos mil millones de personas, han de sobrevivir con solamente el 1,4 por ciento de la riqueza mundial. Y, en contraste, una élite de 29 millones de personas (0,6 por ciento de la población adulta) posee el 39,3 por ciento de la riqueza en el mundo. Estos datos no dejan de ser alarmantes, aunque aparentemente pasen desapercibidos para la opinión pública. Exponen una situación de riesgo para el sistema y la mayoría de sus habitantes, pues parece que hay una tendencia hacia la desigualdad, ocupada por una minoría de privilegiados que, como antes de la Revolución Francesa, indica una clase social muy reducida que ostenta, dicho claramente, el poder y control económico del mundo. Esta minoría poderosa no sólo posee dinero sino todo lo que se puede comprar con él, esto es, el sistema armamentístico, petrolero, financiero, político… En definitiva, todo es lo mismo hoy día, poder monetario que equivale a poder absoluto. Sin duda, estos datos, para cualquiera que conozca la Historia y sepa prever su dinámica evolutiva, nos habla de posibles revoluciones, es decir, de posibles movimientos sociales que, no motu proprio sino por imperativa necesidad de supervivencia, busquen y exijan un nuevo orden, un nuevo cosmos social algo más coherente, solidario y equitativo.

Quizá el Estado también se vea en la necesidad de esa búsqueda igualitaria y sepa responder a las exigencias de un pueblo que únicamente anhela que la mayoría no sea esclavizada y explotada cada día. El miedo que imponen las estructuras de poder neoliberales por medio de su control del capital, pues de ellos depende y dependerá dar o quitar: trabajos, dinero, educación, seguridad social… hace que el silencio y el conformismo se impongan, acrecentando una situación que sólo da alas a los poderosos para continuar con sus planes de dominación. Y, esa máxima del filósofo Spinoza que decía que: “El fin del Estado es verdaderamente la libertad”, nos hace soñar –sin caer en mero utopismo- en un Estado capaz de procurarnos, no un privilegio sino un derecho, no una inalcanzable meta, sino una garantía que sea una premisa continua para un mundo nuevo que pueda ser habitado dignamente. El libre pensamiento es necesario, tanto en los políticos como en todos los ciudadanos, más allá de estructuras ideológicas inflexibles, para que cada persona sea capaz de expresar su opinión y así contribuir a nuevos modelos que sustituyan los viejos paradigmas. Si nuestra voz sigue el guión del poder para pronunciarse, del miedo a la libertad, no habrá conquista de verdaderos derechos humanos. Es necesario impulsarse decididamente a expresar nuestros ideales cuando sentimos que son justos, nobles, que siguen el bien común… que, en definitiva, pueden ser amados por todos los hombres.

"La Tribuna" de Albacete, 04-09-.2013

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