domingo, 22 de abril de 2012

Crisis y rebelión


Nada como el viento surrealista para reconciliarnos de vez en cuando con la realidad, nada como un sueño para poner en evidencia este otro sueño de la vigilia que tanto amamos y que tanto sufrimos en su verdad. Esa palabra, “surrealismo”, que traspone los sentidos, que confunde toda configuración preestablecida, está ahí para devolvernos a la inocencia, para evocar un amor que no sigue ninguna ruta, que se presenta tal cual, aportando la perplejidad de la belleza en un instante total. Todo arte está hecho de este enigma surreal, pues todo arte sueña imitar la realidad. Es la imposibilidad metafísica de abrazar lo real lo que nos arroja al símbolo, al lenguaje, en definitiva. Pero lo que todo ello esconde, o desvela mejor, es que el verdadero nombre de la realidad, como apuntó Octavio Paz, es “inocencia y maravilla”. Y en ese punto tiene lugar, sigo con el poeta mexicano, toda revolución y rebelión, toda revelación. Esta cualidad de la inocencia es el germen del hombre, su posibilidad de nacimiento, su rastro original parido del orbe creativo en su apasionada danza de reproductividad. La mirada surreal confiere al paisaje cotidiano un destello mágico, un hondonada poética que ilumina y vivifica toda contemplación (sólo hay que recordar los insólitos paisajes dalinianos o las metáforas  deslumbrantes de Breton). Hoy en día necesitamos beber de esa fuente de asombro ante la vida, de ese contemplar las cosas como nunca las vimos, prescindiendo de los viejos esquemas.
Cada suceso, cada hecho que se presenta goza de la cualidad sagrada de la novedad: y sólo esta virtud puede devolver al corazón su latido vibrante y apasionado. La crisis que vivimos es producto del aferramiento a lo viejo, del haber aprendido a vivir de un único modo, buscando lo seguro, lo estable, lo previsible, atándonos a ya caducos esquemas impuestos que sólo nos aportan temor, inseguridad, un miedo estremecedor. La ética capitalista (eco atronador de la moral protestante) ha sembrado este pánico entre sus mismos súbditos. El egoísmo, la competitividad, la explotación y expoliación salvaje de los recursos, la voluntad de dominio, el pensamiento del “cada uno tiene lo que se merece”, todo ello se ha impuesto paralizando nuestra libertad. La democracia ha dejado de significar esa ideal etimología griega de gobierno del pueblo para ser, como siempre, el gobierno del poder y la subyugación de los demás a él. Poder de unos pocos que solamente quieren más poder (porque están convencidos de que sólo ellos lo merecen), dentro de un mercado diseñado para ello, cuya moneda de cambio es lo que, nosotros, el pueblo, le generamos a cambio de unas pocas sobras cargadas de más miedo, de recortes vendidos –e impuestos- como necesarios…  Pero cada día menos se creen esas grandes mentiras, cuando vemos que las grandes empresas, los grandes bancos, son mimados y reflotados por los gobiernos, mientras la sanidad o la educación es amenazada bajo la política democrática más eficaz: la siembra del temor.
Sin embargo, no hemos de añadir más desesperanza a la que nos quieren imponer para mantenernos callados y temblando. Es el momento de reafirmar la posibilidad humana de crecer en sus valores más verdaderos: esos que no se conforman con aceptar el horror sino que lo trascienden mirando más allá de él. La rebelión no empieza en las calles, sino en el corazón de cada uno, en esa inocencia, jamás contaminada, que es capaz de visualizar, a pesar de que pretendan ponernos una enorme venda en los ojos, la verdadera justicia, la verdadera ideología humana, el verdadero camino hacia el bien común. Cuando esa chispa hace luz, cuando esa semilla brota, el corazón colectivo es imparable, pues, la verdad, como afirma el dicho bíblico, no se puede ocultar. Y la mentira, por consiguiente, no se puede mantener por más tiempo. El ser humano ha de reconocer que no es lo que le han hecho creer, ha de ver claramente lo que no es. Pues lo que es siempre está por ser, por nacer, por concebirse desde ese milagro poético que es la vida, manantial inagotable y espontáneo de todo nacimiento. Ese espíritu joven, puro y creativo es el necesario para reavivar un espíritu colectivo que sólo unido puede prosperar, unificando voluntades en una misma seña de identidad que deje de lado, a su vez, afanes egoístas de cualquier índole. Nadie es más que nadie; ese es el supuesto lema de la democracia que toca hoy defender. Nadie está por encima de otro en sus derechos. El individualismo carece de sentido sin un fin colectivo, por lo tanto esto no es una lucha, sino una inagotable comunión de destinos. Guardemos silencio ahora por unos momentos, dejando que brote esa inocencia tan nuestra que nos permita ver desde este instante, y a cada segundo, un mundo nuevo, hecho de nosotros.

Diario La Verdad, 22-04-2012

domingo, 8 de abril de 2012

Las trampas de la fe

Se dice que la religión es un opio, pero también es un alimento, una necesidad impetuosa del hombre desde sus orígenes en busca de un sentido de trascendencia a su vagar por el mundo. Una forma de llenar la soledad empequeñecedora que le produce saberse acaso una insignificante gota en el gran océano del universo, una minúscula partícula (“polvo al polvo”) que apenas representa una nada en el cosmos. El hombre necesita de un alter ego proverbial, fulminante, que atemorice pensarle o nombrarle, necesita elevar hasta el dolor su imagen por las calles, necesita llorarle y atribuirle un llanto ominoso. Este valle de lágrimas, que llamamos mundo, lo será por siempre hasta que no se eleve la visión humana por encima del dolor, construyendo de una vez el tan anunciado paraíso aquí en la tierra. Como escribiera Lope, “siempre mañana y nunca amañanamos”, absortos en las trampas de la fe, en la fiel ironía del cántico tremendista, afirmando cabizbajos, como San Agustín, que “el creyente debe creer lo que todavía no ve, pero esperando y amando la futura visión”. No hay futuro para un Dios, la historia nos lo ha demostrado, que se ignora siempre en el presente, pues el futuro es en esencia inalcanzable. Y, sólo es posible, por tanto, creer en el presente.

En el “Salmo 4” leemos: “Me acuesto en paz y enseguida me duermo, porque sólo tú, Señor, aseguras mi descanso”. Posiblemente, a mi entender, sea uno de los más bellos colofones espirituales, una maravillosa forma de sintetizar lo que la religión significa, o busca significar, en el hombre. Una paz, un descanso, un alivio al tormento mundano, una mano desde el cielo tendida sin condición alguna, amorosa y compasiva, hacia todos los hombres. Es la religión la esfera donde la conciencia es capaz de reconciliarse consigo misma, de silenciarse y de descansar en paz, recostada en el regazo del que todo lo sabe y todo lo perdona. Pero más allá de la conciencia moral, de la dualidad del pecador y el pecado, hay y ha habido siempre una conciencia mística, en todas las religiones, que ha representado la parte más profunda de la espiritualidad, aquella que se rinde, sin condiciones, amorosamente, a lo divino. Esta modalidad espiritual es pura, ascética, livianamente sincera en su canto. Es la de San Juan de la Cruz, Miguel de Molinos, Santa Teresa de Jesús, Sor Juana Inés de la Cruz, Ramón Llull… Es la que lo dará todo por el encuentro sereno y unitivo, la que pasará “por fuertes y fronteras” y no temerá las fieras que salgan a su paso. Es la que, al final de todo, sabe no saber, “todo ciencia trascendiendo”. Es, usando palabras de José Ángel Valente, “una experiencia abisal”, un romance callado con la verdad.

En estos tiempos de crisis y lamentos, de via crucis y nubarrones, merece la pena hacer un recorrido por nuestra mística cristiana, por los autores citados o por aquel inglés anónimo que escribiera “La nube del no saber”, y, por supuesto, por el místico de los místicos, el Maestro Eckhart. En ellos siempre se desprende la más bella esperanza salida de la noche más oscura, viendo, como escribiera San Juan, que “su claridad nunca es oscurecida” […] “aunque es de noche”. No ha de ser la religión un territorio ajeno a la vida, para quien realmente desea aprender a vivirla, esto es, para quien desea experimentar sin restricciones la hondura divina.

La religión no se experimenta en el templo solamente, sino incluso más aún fuera de él, en el vivir cotidiano, en el trato con los semejantes. Nadie puede poner el cartel de “Ocupado” cuando no le interese llevar a la práctica lo que su corazón reconoce como correcto. Se habla de compartir, de amar al prójimo como a uno mismo, de unidad en la diversidad, y este mundo nunca ha experimentado tanto la división, el egoísmo, la búsqueda atormentada del beneficio propio a costa del empobrecimiento de otros. Hay quien habló (Montesquieu, entre otros) de la separación del estado y de la religión, pero lo que no se puede separar es la conciencia religiosa de la conciencia cívica, política, económica o ética. Todo es una misma cosa. Si reconocemos al ser humano como parte del Espíritu, encarnación dotada de alma, no queda otro remedio que actuar de acuerdo a eso. Y si así fuera, nadie podría tener nada en contra de cualquier religión, porque el ser humano simplemente actuaría desde sus convicciones más puras, ya que uno mismo representa lo trascendente, no es diferente de ello. Entonces estaríamos hablando de una verdadera y nueva religión, aquella capaz de hermanar a todos los seres humanos, de unificarlos bajo una misma naturaleza y proyecto común, y de encaminar, de ese modo, esa paz perfecta que cuando está en uno es capaz de resonar en todos y de conciliar, acaso definitivamente, este dolor que produce la incansable cruz que llevamos a cuestas.

Diario La Verdad, 08/04/2012

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