domingo, 18 de diciembre de 2011

El espíritu del rebelde


En esta época nuestra en que la cultura de la imagen prima sobre todas las cosas, donde la publicidad es un estudiado método para convertir en objeto de deseo cualquier producto, la revista americana Time –como viene haciendo desde hace décadas- ha retratado en la portada de este mes de diciembre a su personaje del año. Este retrato, o manufacturación de un nuevo producto, no ha sido alguien en concreto, sino un personaje anónimo: “The protester”, esto es, “el manifestante”, o traducido un poco más: “el indignado”. Es propio de la juventud, en la mía lo fue, y en la de muchos otros, sentir un especial atractivo por ese personaje romántico y rebelde, luchador hasta la muerte por una buena causa, que personalizó el “Che” Guevara, cuya fotografía ya vemos impresa en la camiseta de muchos jóvenes como un diseño más de vestimenta. Cuando un símbolo auténtico, vivo, temblando aún en la pasión de su sentido, es capitalizado, convertido en mercancía, se le esteriliza, castra, vulgariza. Ahí reside el peligro de tomar “iconos”, de convertir en vulgar lo que brilló por ser único y original. Cuando vemos una imagen repetida por todos lados, el significado de lo que representa se va desvaneciendo, haciéndose cada vez más abreviado hasta el punto de perder el interés, llegando a pasar por mera anécdota o referencia descontextualizada. 

Sin embargo, lo que no podrá morir nunca es el espíritu del rebelde, ese que nace y vuelve a renacer, durante los siglos, allí donde una sociedad o grupo ha de proclamar el derecho de lo que es suyo, su libertad. Ningún rebelde, ni James Dean, lo es sin causa. La rebeldía es en sí la causa, la necesidad siempre imperante en todo tiempo y lugar, pues las sociedades están estrictamente fijadas por prejuicios, normas sociales y de comportamiento, clases, estatus, tabúes, mandatos implícitos y explícitos, obligaciones éticas, morales, etc. No quiere esto decir que cierto orden social y moral no sea necesario. Lo es. Vivir en grupo requiere ciertos preceptos de convivencia. Pero eso no significa que una sociedad se escude temerosa en esos preceptos negando todo atisbo de espontaneidad, creatividad y renovación. Y ha sido el rebelde quien ha encarnado esa función social, desde el rebelde artista (Oscar Wilde, Dalí, The Beatles…) al rebelde político, como el citado Guevara. Filósofos como Sócrates, Marx, o Nietzsche también lo fueron. La rebeldía no es sólo una causa, ni una moda, sino una forma de ser, necesaria y vital inclusive.

El rebelde nos muestra una alternativa, nos hace ver que hay otro camino. En este sentido es una figura optimista y positiva. Nietzsche hace hablar a Zaratustra mostrándonos el camino del nuevo hombre. Dios nos lo explicó mediante Jesucristo. Marx con “El Capital”. Hoy en día somos manejados por el “dios mercado” y el rebelde está ahí para hacérnoslo saber abiertamente. Escribe Michel Onfray, un intelectual indignado, que es necesario “terminar con esta religión de la economía que hace del capital su Dios y de los hombres sus simples devotos, objetos de expoliación a voluntad”. Hemos regresado a una nueva Edad Media, pero por suerte sabemos que después llegó una luz rejuvenecedora llamada Renacimiento. Hoy día la economía tal y como la entendemos ya no nos sirve, ha dejado de ser un instrumento de convivencia y organización; ahora la servimos a ella, nos organizamos y convivimos según sus exigencias. Esta economía que hemos creado y que se llama capitalismo está devorando un mundo al que debería servir. Ese es el mensaje que hoy día necesitamos escuchar, que necesitamos saber. Añadiendo siempre una esperanza, una alternativa. 

El rebelde, pues, sólo procura que despertemos del sueño de la razón, de la razón demente que subyuga a este sistema. El rebelde no es un “icono”, ni una imagen que llevar en la camiseta hasta que olvidemos lo que significaba o la lavadora la destiña y definitivamente borre su silueta. Este año, sin duda, y para nuestra fortuna, ha sido el año del manifestante, en Túnez, Egipto, EE.UU., España…, se ha oído o, mejor dicho, se ha hecho oír su voz. El mensaje que precisa recordarse más que nunca es que tenemos derecho a vivir dignamente, todos. Y no perder la esperanza al difundir este mensaje. Porque, como escribió el gran poeta lituano Czestaw Mitosz: “La esperanza existe si alguien cree / que la tierra no es un sueño, sino un cuerpo vivo.” Y este cuerpo es el nuestro, es de los árboles y ríos, ciudades, océanos, pájaros y mesetas… La tierra nos pertenece porque somos esa tierra, porque estamos hechos de la misma materia que el mundo. Justo es reivindicar la justicia. Necesario es pedir lo necesario. Y ser rebelde es proclamar el derecho de poder ser uno mismo. Digna y libremente. Hoy, más que nunca, todos necesitamos ser rebeldes.

Diario La Verdad, 18/12/2011

domingo, 4 de diciembre de 2011

Paradojas de la felicidad


Ser feliz es el gran objetivo humano, la razón de ser y el impulso con el que se mueven todas las emociones. Felicidad, entendámosla así, como un deseo o motivación hacia la consecución del placer. Toda acción, incluso una altruista que parezca que en nada beneficia al que la comete, es el resultado de una expectativa de logro de algo. El altruista sentirá su deseo de dar satisfecho, y el egoísta su deseo de recibir. Hasta aquí parece que la cuestión de la felicidad se ha resumido en algo muy sencillo: una sensación de satisfacción. Vemos, según este punto de vista, que ser feliz es entonces una consecuencia, pues si fuera un fin –como en la paradoja de Aquiles y la tortuga, partiríamos siempre de la desventaja de una insatisfacción ‘que desea’ ser satisfecha: donde la ilusión de esa necesidad  impediría –por su condición deficitaria- el vislumbre de una ausencia real de necesidad. Partiendo de estos postulados concluimos que la felicidad de ningún modo puede ser un fin y que, precisamente, cualquier estado de felicidad consistiría en no necesitar de ella (como ya concluyó Séneca).

Un lúcido filósofo y economista francés, Serge Latouche, ha realizado una afirmación que, tal y como hemos visto, no dejaría de sorprendernos según cualquier precepto de sabiduría clásico; pero sí a la luz de nuestro antagónico mundo capitalista. El citado filósofo –entre otras cosas- ha afirmado que “la gente feliz no suele consumir”. Por esta razón nos invita a ‘vivir con menos’ y ha considerado el “decrecimiento” como una alternativa al capitalismo. Ir hacia atrás de algún modo en contra del engañoso “desarrollo sostenible” que no deja de ser otra forma de referirnos a un consumo imparable. La ansiedad colectiva del desarrollo puede apreciarse con los aparatos electrónicos, cuya obsolescencia es cada vez más veloz. Casi todo lo que consumimos viene ya con fecha de caducidad inmediata. El masivo consumo no es el mal en sí, lo es la causa de éste: la creciente insatisfacción patológica que sufre el ser humano.

El referido Séneca y otros estoicos, empezando por su fundador Zenón, afirmaron que una persona feliz es quien acepta completamente lo que es y, en ningún modo, desea ser lo que no es. Sin embargo, pasados los siglos, hemos constatado que nuestra sociedad ha preferido jugar a ser lo que no es, a alejarse de la naturaleza, de la vida espontánea y sencilla, escogiendo un escenario de artificialidades fútiles. Hemos ido adquiriendo necesidades cada vez más antihumanas, hasta el punto de que muchas enfermedades son el resultado de este modo de vida (contaminado). La raíz de este problema es que realmente uno no sabe ya lo que quiere, que la sociedad ha establecido un modo de vida, autodestructivo, del que es inevitable participar. Por eso, la aseveración de Latouche así como cualquier otra que nos haga tomar una pausa para respirar y pensar detenidamente acerca del modo de vida que llevamos, es de agradecer en estos tiempos de absentismo moral. Hoy en día cualquier postulado moral serio y decente parece ir en contra de los intereses del mercado y del sistema, lo que es razón de más para estimar la gravedad del asunto, para reflexionar sobre el laberinto en que nos hemos metido. Cito de nuevo a Latuoche: "Vivimos fagocitados por la economía de la acumulación que conlleva a la frustración y a querer lo que no tenemos y ni necesitamos".

El deseo es el pecado original de la falsa felicidad. El autoengaño en que más incurrimos los humanos en nuestra búsqueda común e innata de la felicidad. Orientar esta búsqueda hacia dentro en vez de hacia fuera sería el primer paso hacia un encuentro real con nosotros mismos. De no ser así, es probable que vaguemos todo el tiempo por la vida en busca de una sombra que nunca conseguiremos atrapar o a través de un sueño del que jamás despertaremos. Aterrizar en la verdad supone concluir un imaginario vuelo a los abismos de un deseo infinitamente insatisfecho. “Despertar (ha escrito el Premio Nobel de Literatura Tomas Tranströmer) es un salto en paracaídas del sueño”. Una vez que se despierta el sueño ha quedado atrás para siempre, comprendiendo su ilusoriedad. Aterrizar en la verdad, tomar tierra en uno mismo, es ya presenciar la felicidad. Comienza así el camino no hacia la felicidad, sino del hombre feliz.


Diario La Verdad, 4-12-2011

domingo, 20 de noviembre de 2011

Salir de la crisis



Una crisis sistémica. Así se ha definido el tipo de crisis que –a nivel global- estamos sufriendo. Todos los días la mayoría de las noticias en portada de los medios de comunicación se refieren, directa o indirectamente, al panorama crítico que nos acontece. Imposible lograr un respiro ante tanto acoso informativo. Convertimos el entorno en que vivimos en una especie de territorio hostil en el que todo suena a crisis, riesgo, deuda, quiebra… Mientras tanto, la publicidad nos sigue vendiendo ese mundo feliz de consumo sin pausa exhortándonos -sin excusa- a comprarlo todo. Pero el doble juego del sistema ya se está quedando obsoleto. La mayoría de las personas comienzan a comprender que no son felices consumiendo más y, sobre todo, haciéndolo a costa de entrampar sus vidas, tiempo y esperanzas  reales. Pues nos han acostumbrado a proyectar esperanzas ficticias, que sólo han añadido más estrés e incomodidad (haciéndonos comulgar a fe ciega con eso de: a mayor consumo, mayor calidad de vida). Muchas personas se preguntan si la vida es realmente eso, si merece la pena enfocar un recorrido vital (limitado por otra parte) de este modo. Hay quienes pronostican, por ello, que el éxodo urbano a las ciudades será una de las grandes alternativas de vida en el futuro. Lejos del ruido infernal de las masas urbanas, allí donde el canto del gallo marque el único y primer sonido reconocible del alba. ¿Quién no ha soñado con despertar cada día lejos del ajetreo cotidiano en bucólicos hogares de chimenea o con tardes interminables en que sólo acontece el resbalar de la nieve tras la ventana? Hoy día, que el tiempo nos absorbe y apenas sacamos un par de horas a la semana para nosotros.

Lo que sí va quedando claro es que no todo el mundo quiere seguir viviendo así. Y que, además, el sistema no lo soporta. Albert Einstein, que también habló de la crisis, pues antes, durante y después de la II Guerra Mundial todo era crisis, nos dio muy buenos consejos, de esos que provienen no de la docta y hueca erudición sino de la llana sabiduría, que merecen ser tenidos en cuenta. Nos dijo que no podemos pretender que las cosas cambien si hacemos siempre lo mismo y que no es adecuado ver la crisis de un modo pesimista y derrotista porque de esa manera sólo dejamos patente nuestra propia incompetencia. El físico alemán nos asegura, por el contrario, que los tiempos de crisis son tiempos de oportunidad, de nuevos retos, de espacios donde dejar aflorar la creatividad. Cito ahora sus palabras textuales: “Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora que es la tragedia de no querer luchar por superarla”. Aquí Einstein apunta al centro de la diana y da de lleno.

Hoy en día oímos por todos lados hablar de la crisis (como si interesara a alguien que nos convenzamos de ello por algún extraño motivo) al tiempo que nos piden también por todos los frentes que vivamos como si nada pasara, consumiendo y construyendo ese proyecto de vida feliz basado en un omnipresente materialismo existencial. Sin embargo, ese “trabajo duro” al que alude Einstein no puede ser en la misma dirección poco fructífera de siempre. He aquí el reto que se nos plantea: mirar más allá de las viejas fronteras que hasta hoy nos cegaban y limitaban, haciendo uso –por el contrario- de la inventiva y creatividad humanas para construir el mundo que verdaderamente queremos. Como entonara un célebre cantautor: “No sé qué quiero, pero sé lo que no quiero”. Esta es una buena opción constructiva para empezar, eliminando aquello que, por experiencia, sabemos nos perjudica. Una sociedad enferma, insana, no es una causa sino una consecuencia. La causa somos nosotros, afortunadamente; pues esto indica que tenemos el timón de nuestro destino y la posibilidad aún de cambiar el rumbo, antes de que sea demasiado tarde. Afirma la sabiduría popular que el pesimista maldice el viento, que el optimista espera a que mejore pero que, el realista, dispone correctamente las velas, tomando así este último la decisión adecuada. No es otra cosa lo que la historia espera de nosotros,  que miremos en la dirección acertada, que no rememos contracorriente y que sepamos enderezar el barco a tiempo cuando la tempestad venga de frente. 

Diario La Verdad, 20/11/2011

domingo, 6 de noviembre de 2011

Conciencia ética



Fue el premio Nobel de Literatura José Saramago quien dijo en una ocasión que “la alternativa al neoliberalismo se llama conciencia”. Esta sería una adecuada forma de introducir la cuestión que nos ocupa: la toma ética de conciencia a un nivel global. Uno de los malos hábitos que el liberalismo ha sembrado consiste en pasar a un segundo plano los criterios éticos y poner en lugar preferente una serie de valores tan cuestionables como son la competitividad y la voluntad de poder a cualquier coste. A día de hoy el sistema neoliberal nos está mostrando que su imperfección reside en la enorme desigualdad en la distribución de riquezas y consiguiente poder que viene generando, produciendo una alta descompensación no ya solamente en las personas individuales sino en países diferentes que apenas logran sobrevivir, apurados por las deudas que les consumen día tras día. Los mercados gobiernan el mundo y muchos gobiernos se han convertido ya en sus deudores. La táctica de los mercados y del sistema financiero es sencilla, más para los que más tienen y menos para los que menos tienen. A esto se le llama crisis en la actualidad: a la problemática que genera un continuo empobrecimiento de la clase media, esto es, el empobrecimiento de la mayoría que menos tiene. Mayoría que, a su vez, depende exclusivamente de esa minoría poderosa formada por quienes controlan el mercado financiero y las grandes empresas: verdaderos gobernantes del mundo que no cesan de buscar por encima de todo un mayor enriquecimiento propio a costa de abusar, empequeñecer y controlar aún más a quienes menos tienen: esa, volviendo al punto de partida, gran mayoría de individuos.

Ante este panorama desolador, ¿dónde podemos colocar ese término casi metafísico que llamamos “conciencia ética”? Sin duda no queda otra opción que el colocarlo en un primer lugar, en el escalafón más alto. No queda otra alternativa si esperamos ‘evolucionar’ ante un desastre producido por la alienación de unos valores fundamentales para la convivencia que deberían consistir en la supervivencia ‘saludable’ de nuestra especie. Pero esa alienación consiste en convertir algo dañino y reprobable (como es un excesivo y competitivo materialismo) en bueno y necesario. Procurar que el tan anhelado bienestar humano sea posible para todos y pueda mantenerse sin necesidad de hipotecar la vida y el tiempo en pos de unos faltos y fatales valores es, por tanto, una misión urgente. De otro modo, el bienestar pasa a llamarse malestar. Y ese malestar genera violencia y todo tipo de problemas de convivencia. Convivencia que, por otro lado, ha de estar movida por un fuerte sentimiento ético que cohesione a los individuos a través de una protección mutua definida por lo que todos han de llamar ‘lo que está bien’, es decir, aquello que es ‘bueno’ para todos.

No sólo es función de la política el procurar el bien de todos los individuos, que de hecho lo es, sino que los mismos individuos como sociedad han de tener el compromiso moral, nunca sobreimpuesto, sino sembrado por su cultura y educación generacional, de mirar por sus semejantes y procurar el mismo bien que procuran para sí mismos. Compromiso este que fue la premisa fundamental del cristianismo, que a su vez es el caldo de cultivo de nuestra sociedad occidental. ¿Por qué, entonces, parece que el neoliberalismo nos lleva como grupo motivado por unos determinados intereses económicos a una continua dicotomía con el territorio ético, incluso religioso, del que también formamos parte? La respuesta, creo, pone en tela de juicio el sistema que nos sustenta. Y es por esta razón que sólo cabe una salida a este laberinto: la rebeldía, el compromiso de conciencia ética, el resistirse a aceptar que la lucha indigna por el poder es nuestro rasgo distintivo como humanos y denunciar todos los casos en que esta indignidad es puesta de manifiesto. Denunciar nuestra falta de moral como sociedad esclavizada por un sistema inhumano es recordar que somos seres éticos y que podemos ser gobernados por unas fuertes y auténticas convicciones morales donde libertad y dignidad componen esa piedra angular de esa forma de vivir que supone la única coherente y natural alternativa; y que se llama conciencia.

Diario La Verdad, 06/11/2011

lunes, 24 de octubre de 2011

Fractales y misterios de la vida



La salud de una mente podría medirse por la capacidad de sorpresa ante los hechos cotidianos. Para un filósofo con cierta pasión por el saber, el hecho de que deje de ser sorprendente que el sol salga todos los días equivale a la muerte del intelecto, al encefalograma plano de la inquietud existencial. Uno de los síntomas de una mente distraída -endeudada con su presente- es su incapacidad de enfocarse plenamente en el ahora. Una de las consecuencias de esta situación es el creciente desinterés ante los fenómenos trascendentes de la vida, esos sucesos que evidencian el milagro de la luz, del mundo, del tiempo, etc. Dejar pasar un día sin observar detenidamente los misterios de la naturaleza equivale a haber perdido el día por completo. Sé que estas palabras suenan extrañas, precisamente en estos tiempos de utilitarismo en que se vive para el mañana, en que el día de hoy no sirve nada más que para acumular, indefinidamente, una identidad proyectada en el tiempo de las quimeras teatrales de la vanidad y la ambición. Vivimos tiempos de absoluta apariencia y debido a estas sombras sufrimos el impedimento de ver lo directamente manifiesto. El método científico se ha hecho portador de este don de visión autorizada de los fenómenos, pero no ha hecho más que deslegitimar a cada individuo de la oportunidad de investigar por sí mismo. Cada ojo tiene el método de conocimiento propio de su conciencia, de su capacidad de comprender, y nadie nos puede dar esa visión última e íntima de la realidad. La ciencia está a nuestro servicio, no al revés.

Un cambio profundo en la comprensión de los hechos del mundo –lo que los griegos llamarían ‘metanoia’- pasará por ver con claridad que todo lo que sucede no es una consecuencia de nuestra capacidad de pensar, sino que el pensamiento es uno de los efectos de la realidad primera e inmediata. De este modo es aceptable la observación científica de que un átomo es en su mayoría espacio vacío, e incluso -a modo fractal- uno deduce poéticamente que el universo es también un gran vacío que nos contiene. Es decir, la materia, como lo es el pensamiento, viene después, mucho después de su origen y fuente, el vacío. El concepto de “fractal”, palabra inventada por un matemático francés, B. Mandelbrot, sugiere multitud de teorías e interpretaciones. Más allá de las conclusiones estrictamente geométricas al respecto, cabe una mirada más filosófica, a la manera de Borges, para estimar ciertas cuestiones. Una de ellas es la de aquel principio hermético que afirma aquello de que “como es arriba, es abajo” y viceversa. En este sentido todas las cosas del mundo tienen su correspondencia con estructuras superiores. Es decir, y esto es algo también muy democrático, más allá de una estructura o jerarquía superior – como pueda ser el tamaño- lo que prevalece es el concepto de similitud, o lo que es lo mismo, identidad. Un rey y en esclavo siempre fueron lo mismo –un ser humano-. Aunque eso, por suerte, ya lo sabíamos (al menos en la teoría). Recordemos las coplas de Jorge Manrique: “Esos reyes poderosos / 
que vemos por escripturas 
/ ya passadas 
con casos tristes, llorosos, / 
fueron sus buenas venturas /
 trastornadas; /
 assí, que no hay cosa fuerte, / 
que a papas y emperadores 
/ e perlados, / 
assí los trata la muerte / 
como a los pobres pastores / de ganados”.

El hecho físico, a menudo objetivable por la ciencia, otras veces lleno de incertidumbre subatómica (Heisenberg) y cuántica (Planck), convive además con el hecho moral, estético, cultural, etc. Si queremos conocer la realidad, pues, sólo podemos fiarnos de lo que ven nuestros ojos y comprende nuestra mente o conciencia. Incluso un instrumento científico está limitado por su capacidad, nunca total, de visión. O quizá, como sugiere el pensamiento sobre los fractales, cualquier visión está legitimada por su correspondencia con un todo unánime. Puede que este sea el paso fundamental que nos lleve del relativismo al totalismo (no totalitarismo). De este modo no habría más discusión ni dialéctica en confrontación. Todo sería válido, correcto, apropiado. Todo es imagen de la imagen de todo. Sería un principio para la paz, un espejo dispuesto para el consenso y el mutuo entendimiento. Un mundo feliz que, probablemente, se hastiaría de sí mismo. Pues pronto hallaríamos otro “concepto” para ponernos en desacuerdo. La insatisfacción genuina del hombre, muchos dirán que lo que le ha hecho crecer y evolucionar, buscaría razones para estar en desacuerdo. Nunca un gran banquete nos quitó el hambre para siempre. O como escribiera el poeta mexicano José Emilio Pacheco: “El mar que es agua pura ante los peces / jamás ha de saciar la sed del hombre.” Y es por ello que la vida -con sus constantes misterios- nunca dejará de sorprendernos.


Diario La Verdad, 23/10/2011

domingo, 9 de octubre de 2011

Las fronteras del lenguaje



Goethe sentenció en algún momento –variando el Evangelio de San Juan- que en el principio era la acción. Cambio sustancial en la proposición supone ese paso del verbo a la acción; ese verbo que la cultura judeocristiana siempre entendió como el  origen (‘bereshit’) de todo. La importancia de las ‘sagradas’ escrituras, del documento textual como huella casi presencial de la palabra de Dios, ha sido un germen de identidad que ha inscrito en nuestras mentes una realidad determinada. Y aunque Goethe, tomando impulso romántico, proclamase a la acción como ese principio genuino del hombre, más han sido los indicios que nos han llevado a pensar que no, que fue la palabra, el logos, el pensamiento… El psicoanalista Jacques Lacan corrigió de esta forma al genio alemán: “Era ciertamente el verbo el que estaba en el principio y vivimos en su creación. […] La ley del hombre es la ley del lenguaje desde que las primeras palabras de reconocimiento presidieron los primeros dones”. Las fronteras del lenguaje encierran nuestro mundo, más allá de él sólo está el misterio, el sol fuera de la caverna platónica, una realidad que nos sobrepasa. ¿Hay algo más allá de las fronteras del lenguaje?

Conviene que el hombre se haga de vez en cuando esta pregunta y trate de investigarla. El pez nunca se pregunta si hay otro mundo fuera de la pecera, da por hecho que su realidad es la que tiene delante de él. No conoce límites porque no explora la posibilidad de que los haya. Algo así nos pasa a nosotros. Solamente, muy de vez en cuando, alguien descubre algo nuevo –alguien que se atrevió a explorar esos límites- y ocurre un salto ‘cuántico’. Pero todavía hoy el ser humano es reticente a dar pasos demasiado largos, quizá el temor a que tras esas fronteras se esconda un precipicio le mantiene alerta y desconfiado. Y por todo ello damos por sentado que el lenguaje es nuestra única patria, y que más allá de eso –lo dedujimos de Heidegger- no somos nada; pura inmanencia. (“El lenguaje es la casa del ser”, escribió.)
 
Toda palabra es metáfora, una referencia a la cosa. Pero nunca una palabra fue la cosa ni tampoco la rosa de Umberto Eco. Una palabra es una mano que señala. Uno puede quedarse mirando a la mano, pero difícilmente verá así a lo que apunta. Podríamos ver el lenguaje como una metáfora de la libertad humana. El lenguaje nos da la autonomía, la virtud y el don del pensamiento: creación de mundos y realidades, posibilidad de inventiva e imaginación. Lenguaje son los sueños, las matemáticas, los cuentos de misterio, cualquier partitura de Chopin, el ajedrez, una metáfora de Manrique, las campanas de la Iglesia o ese reloj de arena que marca el comienzo y el final de nuestros actos. De lenguaje están hechas todas las acciones que llevamos a cabo, su propósito, sus expectativas. De lenguaje están hechas las ciudades y sus calles, los nombres de sus calles, las señales de tráfico, la numeración de los portales y los letreros de las tiendas. De lenguaje están hechos los periódicos, Internet, la publicidad, la televisión, las cuentas corrientes, la previsión de gastos y de ingresos. ¿Qué hay –para resumir- que no sea lenguaje? El color del lenguaje, además, es el de la percepción. La palabra es lo que señala, pero aquello a lo que señala recibe el tinte del observador, que dará un color y apreciación determinada. Este paisaje será más bonito que este otro, no hay ley para ello, puesto que el origen del lenguaje es -sin duda- emocional. Y aquí se complica todo un poco más. 

Todo lenguaje nos permite la comunicación, ser cuerdos y cordiales unos con otros, palabras éstas que comparten una misma etimología, (‘cordis’, corazón). La cordialidad es una forma de cordura compartida, un mutuo entendimiento. Toda palabra es también recuerdo, una recurrencia. Al mirar la nube automáticamente conectamos con la palabra ‘nube’. Recordamos que eso que vemos es una nube. ‘Recordar’ también viene del latín ‘cordis’, esto es, que significa “volver a pasar por el corazón”. Así es que toda palabra tiene –como decimos- un origen emocional. Así que para hablar o para pensar hemos de pasar por el corazón algo -¿el qué?, ¿el alma?-, para recrear el lenguaje, el mundo, la realidad y la cordura. He aquí la pregunta inicial. La duda existencial. El pez que quiere explorar más allá de la pecera. Entonces: ¿Hay algo más allá de las fronteras del lenguaje? No hay mayor esclavitud, como afirmase Goethe, que quien falsamente piensa que es libre. El lenguaje –probablemente- no es la libertad, aunque constantemente apunte hacia ella.

Diario La Verdad, 09/10/2011

jueves, 6 de octubre de 2011

domingo, 25 de septiembre de 2011

Ruido



Nunca ha sido más urgente una revisión y actualización del concepto de libertad en estos tiempos de confusión, división, donde todo es difuso y virtual. Para descubrir la verdad, nos han dicho siempre los sabios, sólo es necesario quitar el velo que la recubre: rastrojos que ocultan las esterilidad y frescura de su suelo. Como el oro, metal que, apreció Octavio Paz, materializa la luz solar, residiendo ahí su espiritual valor, su belleza no terrenal y de ansiada posesión, la libertad goza de cualidades parecidas, cuasi no humanas, siendo ejemplos de ésta una paloma blanca, esto es, el vuelo sobre el aire inmaterial y abierto al espacio, ocupándolo sin tocarlo, haciéndose omnipresente y uno con él, cualidad a la que el ser humano aspira (pues el hombre anhela -por encima de todo- a aquello que estima más inalcanzable y que en su deseo sueña en forma de paraíso). Libertad no comparable, dijera Lope de Vega, “ni al bien mayor de la espaciosa tierra”. Ecos nos llegan de un espacio virgen en que residir al oír la palabra libertad. Ecos que acaso se corresponden con el secreto anhelo del alma, todavía inconsciente, pero palpitando hacia la razón, del sueño a la materia. Así ha sido siempre, de la esclavitud a los derechos universales, de la Inquisición a la libertad de credo… Valores que han ido conquistándose, aunque no de forma universal –sólo hace falta ver los telediarios- pero que han podido florecer sobre la tierra.

En lo relativo de las miradas que del mundo pueden darse –una por cabeza que lo habita- se atisba ese legado que es la conquista de la libertad a partir de la forja del individuo y al tiempo la raíz de la complejidad de un sistema lleno de contradicciones debido a la imposibilidad de divisar una verdad común que no sea el conflicto y la división. Un sistema malévolo en su funcionamiento –hemos diseñado- que consiste en engrasar sus piezas a costa de la aflicción y de la contradicción interna, a costa de una insatisfacción crónica que será la causa del consumo y la producción. Una torre ya muy alta, como la de Babel, cuya grandeza origina su propio derrumbe, cuyo peso denuncia lo insoportable de su sostenimiento, cuya maravilla y creatividad hace patente la monstruosidad de sus posibilidades imaginativas. Lenguaje sofisticado esparciendo la incomunicación. Artilugios milagrosos de la tecnología que a la vez que patentan la genialidad pensativa también nos hacen temblar de frío ante la falta de carne y aliento en lo robotizado dominando nuestras vidas. Eso que llamamos Internet no es otra cosa que una metáfora más de la mente humana, del gran robot de la información aspirando a unir en un espacio todos los espacios y saberes, sin distancia, a través de una pantalla, de un ojo conectado a una luz de tres dimensiones. Un punto, como en el “El Aleph” borgiano, desde donde divisar el todo.

Sin embargo, algo nos dice que la idea del robot –gran distopía-  puede estallar en cualquier momento, así como el sistema que lo crea, una entelequia de la que nos cuesta afirmar su existencia, un mundo virtual, como el del mercado financiero, que no sabemos si existe o esas cifras son sólo números de boletos jugando en rifas hiperbólicas.

El ruido del mundo actual nos impide ver lo esencial, el silencio, la desnudez de las cosas que ya están aquí. El mundo actual nos exige luchar por algo que tener mañana, desear, consumir, avivando constantemente el ansia de posesión, en la publicidad, en los anuncios que estimulan la inquietud de comprar y gastar, pero, realmente, sin saber por qué. Hemos dirigido nuestra libertad hacia una tendencia que nunca debió de ser un fin, sino un medio. Hemos hecho de la existencia una tendencia hacia el consumo –o dicho más gravemente- hemos hecho de esa tendencia hacia el consumo nuestro devenir existencial. ¿Y después qué? La libertad no era eso, no era tener la posibilidad de hacer mucho ruido y hacerlo, sino de aún teniendo la posibilidad de hacerlo comprender con la inteligencia la no necesidad del ruido, pues, lo dijo Thoureau, “hay muchas cosas hermosas que no podemos decir si tenemos que gritar”, y hoy muchos gritan, siguen la tendencia pero no la pueden soportar en el fondo. Nadie tiene la culpa, pues todo esto ya funciona solo. Sin embargo, todos podemos cambiar algo. No se trata de dejar de consumir, ni de huir literalmente del “mundanal ruido”, sino de aprender a navegar en él sin que nos lleve la corriente, de aceptar el medio pero aprendiendo que el fin, la vida misma, es ahora y sólo puede ser descubierta y gozada en este instante. Todos los seres humanos, al llegar a la noche, abandonan el ruido y duermen plácidamente su sueño profundo, regenerándose. ¿Por qué no despertarse y permanecer despiertos también plácidamente? ¿Por qué no dejar de hacer ruido y prestar atención al silencio del que surge y lo hace posible? ¿Por qué no lo hacemos ahora? Es sólo una sugerencia. Una invitación sincera.


Diario La Verdad, 25/09/2011

domingo, 11 de septiembre de 2011

El gran colapso



Hace una década un suceso trágico acaecido en Nueva York marcó el rezagado comienzo del siglo XXI. Las Torres Gemelas, con todas las televisiones del mundo retransmitiéndolo en directo, se vinieron abajo. El caos fue el nuevo orden impuesto durante las horas y días posteriores. Muchos analistas han afirmado que ese fue el inicio de la decadencia del “imperio norteamericano”. Comenzaron los ataques por sinécdoque contra los talibanes en Afganistán, abriendo una guerra contra una civilización, o la parte más radical de ella, pero, en definitiva, contra un enemigo “genérico”. Había que atacar a alguien al desconocer el paradero del principal responsable, Bin Laden, hallado y asesinado casi diez años después. El terror creó la división y todavía hoy en Estados Unidos el odio racial –que es otra forma de terror- contra los musulmanes queda patente, por ejemplo, en el movimiento de los Tea Party. Esto es, un extremismo contra otro, pues todo odio es una forma radical de temor que da lugar a ataques extremos como es el terrorismo, ya sea legal o ilegal, arropado y financiado por un gobierno o no. Los gobiernos no dejan de ser una forma de legitimidad impuesta por el modelo mismo, pero que casi nunca cumplen un modelo “ético” de lo legítimo. No sólo pasó antaño con Mussolini o Franco, sino que lo seguimos viendo hoy con Gadafi, Mubarak, Castro, Chávez, Hu Jintao, Kim Jong-II y un larguísimo etcétera de líderes que rozan o sobrepasan con creces lo legítimo. Hay quienes han incluido en este grupo a George W. Bush, país de las contradicciones democráticas, de la Estatua de la Libertad y de la pena de muerte, de las simpáticas barbacoas familiares y de los revólveres de gatillo blando yaciendo alerta en las casas.

El orden del mundo está cambiando con China como país que puede proclamarse primera potencia económica, aunque hoy en día no podrá ser nunca una potencia “democrática” o referente moral del mundo, cargo que –a duras penas- sigue ocupando Estados Unidos y que gracias al “buen talante” de Obama, todavía mantiene. Entre medias, la Unión Europea, soportando el peso de la historia, tiene mucho que decir como balanza que ayude a mantener el equilibrio e incluso a ser la voz dominante. Sin olvidar a Rusia o India, países fuertes que no van a quedarse atrás. Todo un entramado de poder y aspiraciones económicas que hace dudar de los recursos de un planeta ante la ferocidad de sus conquistadores. El siglo XXI, cuya inauguración, como decíamos, fue una inmensa nube negra de polvo, la reducción a escombros de dos torres gigantes, pudo ser una triste pero patente metáfora del empeño vano por querer tocar el cielo sumando billetes de dólar. Como advirtió Einstein, a estas alturas no es posible pensar en una III Guerra Mundial, cualquier vorágine destructiva a gran escala sería el fin de la especie humana. Un rasgo del nihilismo que Nietzsche vaticinó quedó reflejado en lo sucedido tras la II Guerra Mundial, en el existencialismo, en la desolación metafísica que supuso reconstruir una Europa de sus cenizas morales y cívicas tras las corrosivas sacudidas del nazismo y del estalinismo. 

Esta época que nos ha tocado vivir, este “posnihilismo”, una especie de mundo feliz brutalmente herido en sus cimientos, queriendo perdurar a través de un sórdido hedonismo consumista en un camino hacia ninguna parte sino acaso hacia el vacío de su sentido, tiene hoy día el apelativo de “crítico” endosado a su porvenir de una manera acuciante; y aunque la evasiva mirada a la publicidad, ese mirar a otro lado para no ver de cara el problema, parezca ser la firma del carácter de nuestra sociedad, cada día, el problema, como un fantasma de película japonesa, se nos aparece en todos lados. Todo momento crítico exige un afrontar de cara el problema. Se dice que dos nuevas torres serán elevadas en la “zona cero”, como si no hubiera pasado nada. Posiblemente hasta que lleguen dos nuevos aviones, puede que no visibles, sino sobrevolando la conciencia, derrumbando de nuevo el ya sempiterno sueño americano extendido al mundo entero, ese error de la felicidad maquillada, del éxito fácil y obscenamente materialista. La crisis económica, que ya muchos reconocen como crisis de valores, realmente no está fuera de nosotros, sino que funciona como una voz de la conciencia. Una voz que nos reclama –si escuchamos con cierto silencio- examinar con responsabilidad el propósito de nuestras vidas. Más allá del dinero, del vivir para tener más y más, del éxito o del estatus, del inconformismo, de la ansiedad crónica por la apariencia. A un propósito latente –aspiramos- con valores seguros, que justifiquen una vida, su sentido, incluso aunque hoy fuera el fin del mundo. Unos valores que nos protejan del pánico y del vacío interior. Unos valores que no puedan ser arrebatados ni amenazados por la trayectoria suicida de dos aviones. Sin embargo, hoy día, diez años después del gran colapso, podemos decir, con pesar, que esos aviones sí hicieron tambalear los cimientos de nuestra civilización. Y que todavía hoy sentimos sus temblores.


Diario La Verdad, 11-09-2011

domingo, 28 de agosto de 2011

Pensar el futuro

Tal como hoy está el mundo, pensar en el futuro -en uno muy lejano- puede sonar a ironía; pues si es evidente lo difícil que resulta convivir en el presente, cuánto no lo será dentro de unas décadas o siglos. Esta sociedad del día de hoy, regida de modo demente por la economía, por esa ley del ‘máximo beneficio’ que ha precipitado al hombre a desocupar las tierras de la cordura, apenas tiene perspectiva desde la que divisar un horizonte distinto al que hoy amenaza la posibilidad de un futuro sostenible para la humanidad. Pensar en el futuro es, como decimos, una extraña ironía que pone en tela de juicio los valores y estructura organizativa de nuestro presente. Por tanto, se ve que no hay otro modo de imaginar el paraíso de mañana que no sea el desterrar de él las causas que han dado lugar al infierno de hoy, lo que conllevaría a borrar toda la historia del tirón. Eduardo Galeano, en memorable artículo, escribe lo siguiente: “El 12 de octubre de 1492 América descubrió el capitalismo. Cristóbal Colón, financiado por los reyes de España y los banqueros de Génova, trajo la novedad a las islas del mar Caribe. En su diario del Descubrimiento, el almirante escribió 139 veces la palabra ‘oro’ y 51 veces la palabra ‘Dios’ o ‘Nuestro Señor’. Él no podía cansar los ojos de ver tanta lindeza en aquellas playas y el 27 de noviembre profetizó: "Tendrá toda la cristiandad negocio en ellas". Y en eso no se equivocó.” Probablemente a partir de entonces las cosas fueron muy deprisa. España conquistó, explotó y aniquiló lo indecible y aquel continente ya nunca volvió a ser el mismo. Todo el mundo ya ha sentido los colmillos del capitalismo, de ese lobo para el hombre que nunca se queda satisfecho, de ese valor al que tanta sacra importancia se le da: el dinero. Un invento para la convivencia que ya es el eje y motor, sentido y referencia, de la misma.

Una forma sostenible de mirar al futuro –como hacemos notar- pasaría por plantearlo como algo tajantemente distinto al presente. Estaríamos ante un ejercicio no tan difícil -en el fondo- que consistiría en hacer exactamente lo contrario de lo que siempre se ha hecho. Ciertamente, este planteamiento es exagerado, pues muchos dirían que han quedado numerosos ejemplos que ayudarían a elaborar un mundo mejor, como la Declaración Universal de los Derechos Humanos o las obras de Platón. Y no cabe duda de que esas semillas han levantado algunas buenas flores. Pero, viendo los resultados que han dado, que sí, han sido, si lo miramos bien: muchos; sin embargo, suponiendo que el tiempo no jugase a nuestro favor y la posibilidad de un futuro para la humanidad fuera inminente, harían falta planteamientos mucho más eficaces, prácticos, en definitiva. Y una carta con buenas intenciones no es garantía de nada hoy en día. A esta sociedad nuestra le ha faltado siempre algo que ha sido su talón de Aquiles, el vivir de acuerdo a los principios, muy loables en ocasiones, por los que ha luchado, como han sido el cristianismo o el comunismo, en sus raíces más genuinas (no confundir –claro está- con la Inquisición o con la dictadura estalinista, respectivamente). Debiera grabarse en el frontispicio de la memoria de Occidente, para no olvidarlo en la forja de su futuro, aquella frase solemne de Alfred Adler: “Es más fácil luchar por unos principios que vivir de acuerdo con ellos”. Esta proclama a la coherencia llega incluso a producir escalofríos cuando examinamos los momentos en la historia en los que el hombre –siempre animado para la lucha- iba dejando de lado los principios por los que luchaba hasta eliminarlos completamente: sirviéndose el banquete de la victoria, llenándose el estómago y dejando el espíritu vacío de valores.

No es pesimismo sino realismo esta visión crítica de la historia, como tampoco lo es la visión crítica del futuro. Si solamente dos condiciones necesarias se dieran. Primera: luchar por unos principios que supongan siempre el bien común de todos. Segunda: vivir de acuerdo con ellos. Nada más que esto, de cumplirse al pie de la letra, sin excepciones ni excusas, el futuro sería sencillamente ‘la edad del esplendor’. Cualquier utopía basada en principios por y para la dignidad del ser humano y su medio natural sería aceptable como lugar concreto de realidad. El futuro no existe, es únicamente una forma de proyectar realidades en la dimensión ilusoria del tiempo, pero –al menos- hacerlo, nos sirve para escandalizarnos un poco al mirar lo que se nos puede venir encima de seguir así. El futuro, en verdad, ya está aquí, pues todo depende de lo que hagamos ahora. ¿Cuáles son los principios por los que estamos dispuestos a luchar por considerar justos y necesarios para todos? Y lo que es más importante: ¿Estamos dispuestos –con total honestidad- a vivir de acuerdo con esos principios? De ser así, el futuro estará asegurado.
Diario La Verdad, 28/08/2011

domingo, 14 de agosto de 2011

Los tiempos están cambiando

Dicen que los tiempos están cambiando, que últimamente las cosas no van bien y que es hora de empezar a cambiar con los tiempos, pues no es otro nuestro cometido que fluir con la naturaleza y aprender a seguir su curso sin entorpecer el justo devenir de la sapiente vida. “Si creéis que vuestro tiempo / merece ser salvado, / entonces empezar a nadar / u os hundiréis como una piedra, / porque los tiempos están cambiando”. Estos versos, cantados por Bob Dylan hace unos cincuenta años, siguen todavía vigentes pues apuntan a la máxima vital más permanente: el cambio. La mutación que anunció el profético Dylan iba destinada a una joven generación que necesitaba más que nunca oír la frescura de una voz que era espejo de la suya. Millares de voces silenciadas por los tabúes de una sociedad dominada por unos valores conservadores que eran impuestos impidiendo que la juventud, los nuevos hijos de su tiempo, no tuvieran la oportunidad de hallar su propia voz con el consecuente peligro de verse obligados a aceptar y seguir unos destinos dictados por sus antecesores mediante reglas sociales rigurosamente escritas. Unos dirán que muchas cosas cambiaron y otros que pronto la marea se calmó. En cualquier caso, ningún tiempo pasado fue mejor y el presente exige una transformación sustancial, -no violenta, ni siquiera forzada- sino acorde a los nuevos susurros del ahora. Toda una mentalidad ha cambiado sin saber cómo, este es el milagro de lo vivo.

Todo evoluciona y esta nueva forma de pensar que hoy día se materializa entiende que las cosas, para que mejoren, no pueden seguir funcionando ya de la misma manera. Con el movimiento del 15-M ha habido multitud de controversia, empezando por justificar su existencia debido a la ‘gracia’ que los medios le confieren, y tratando de ridiculizar el movimiento designándolo como un “fenómeno mediático”, algo que suena a ‘boutade’ cuando no se está hablando de un partido de fútbol o de una actuación de Madonna, sino de un hecho social de necesario afloramiento que los medios habrían de considerar, con seriedad, un acto de “responsabilidad mediática” el servir como altavoz informativo. Las viejas maneras de pensar exigen a todo movimiento social unos líderes, unos claros objetivos programáticos, una estructura establecida… pero la virtud de lo nuevo trasciende lo que en directa comparación llámase ‘viejo’. No son necesarios los líderes, ni las grandes estructuras ‘políticas’, sino el único afán por una colaboración mutua y espontánea hacia la consecución diaria del bien común. La naturaleza renovadora de este movimiento y de cualquier otro verdaderamente transformador, se congelaría y moriría de súbito si se institucionalizara. Las cosas no están bien, pero depende de todos y de cada uno cambiarla. La historia nos ha demostrado que dejar ese trabajo a unos pocos no favorece lo más mínimo al conjunto y se forma una élite que, debido a sus privilegios de poder y decisión, por mero egoísmo, terminan haciéndose dueños y señores de lo que es de todos. ¡Parece que esto nos suena de algo! ¿Hablamos de la democracia actual? ¿De Occidente? ¿Del mundo capitalista e industrializado? ¿De las élites políticas, financieras, empresariales…? Creo que sí. Por esto el cambio ha de ser radical para no caer en los mismo errores del pasado. Y la única forma de cambiar hoy es resistir, no permitir que nuestras vidas sean meros “objetivos de ganancias” a ojos del gigante capitalista. Nosotros, por omisión, hemos entregado el poder a quien –en vez de usarlo para todos- lo ha hecho suyo, convirtiéndolo en un mero recurso de interés propio. Muchas ventajas obtenidas (como el ‘estado de bienestar’) se pueden venir abajo por la mala gestión de la confianza que dimos a esa élite egoísta.

Nos dicen que hay crisis, nos meten mucho miedo, pero los culpables siguen especulando en bolsa y no asumen su culpa. “Crear y recrear, transformar la situación, participar activamente en el proceso, eso es resistir.” (Foucault). Nuestro es el derecho y el deber de decir que las cosas no están bien y empezar a actuar. No es necesario saber exactamente qué hacer, sólo hacer algo ya es actuar. Participar en el proceso. Ganar conciencia social, atención verdadera hacia el otro y hacia la comunidad. Reconocer lo que es justo e injusto por nosotros mismos. Demostrar que a una sociedad no se la puede adormecer perpetuamente y que su naturaleza es estar viva, despierta para actuar, para declarar su indignación, para abogar por una libertad real, para entender la paz como el mejor medio con que hacer llegar un mensaje a lo más hondo de la conciencia y trabajar conjuntamente, solidariamente, honestamente, en definitiva, fiel a sí misma, a sus valores más legítimos y genuinos. Una sociedad es formada por individuos. Y el individuo se hace uno con la sociedad cuando se da cuenta de que el otro –en esencia y en definitiva- no es distinto a él. Si a todo esto, a esta declaración de cambio lo llamamos ‘rebeldía’ estaremos incurriendo en un gran error, en una paradoja. Pues la verdadera rebeldía es la de un sistema que carga diariamente contra sus individuos. Una sociedad rebelde es aquella que va contra su propia naturaleza y –por tanto- dirigirse hacia un cambio social justo no es rebeldía sino sentido común, razón y corazón, humanidad. Todo fluye, no hay necesidad de remar contracorriente; las aguas del río de la vida siempre se abren paso hacia delante.

(Diario "La Verdad", 14-08-2011)

domingo, 31 de julio de 2011

Cultura y naturaleza humana

Nada nos haría imaginar que en Noruega podría ocurrir una masacre en la que morirían varias decenas de personas a manos de un asesino demente. No es que la noticia sea extraña, solamente lo es la ubicación, ya que si cambiásemos Noruega por Estados Unidos, el hecho incluso tendría rasgos de cotidianidad. En verdad, la tragedia y el dolor son cotidianos desde el punto de vista de la información internacional, al resumir y sintetizar los hechos relevantes que acontecen en el mundo a través de un programa televisivo cualquiera de noticias. No hay día que pase sin asesinatos, violaciones, terribles injusticias e infamias, robos, etc. Es una obviedad que en un planeta con casi siete mil millones de personas, cada hora, incluso cada minuto, podría llenarse un noticiario a base de grandes historias turbulentas. La naturaleza humana tiene esa doble cara que la hace capaz de lo mejor y de lo peor, convirtiendo al hombre en un ser contradictorio, difuso e indefinible. Nunca podremos prever con certeza los actos que los hombres pueden llegar a cometer, no existe ciencia capaz de ver el futuro en este mundo azaroso que habitamos. Es a través de la cultura que hemos ido conociendo lo que somos, a través del rastro que hemos ido dejando en las cosas y de los actos que repetimos sin cesar forjando un símbolo de identidad. Es más, quizá la cultura sea, esa costumbre de guardar lo que amamos y de recordarnos una y otra vez, una necesidad para llegar en algún momento a tener una idea aproximada de quiénes somos, bien al contemplar las piezas de un museo, al representar las tradiciones de nuestros pueblos, las obras dramáticas que mimetizan dotando de estética nuestros comportamientos, al leer los libros que han ido llenando las estanterías de las bibliotecas… en fin, huellas y pistas que nos informen de cómo vemos el mundo y qué hacemos en él. Huellas y pistas que toquen nuestro pecho llegando al corazón haciéndonos sentir la comunión entre uno mismo y todo lo demás.

En el Museo del Prado tiene lugar una interesante exposición llamada “Roma. Naturaleza e Ideal (Paisajes 1600-1650)”. El título en sí, muy descriptivo de lo que podemos encontrar, incluye una palabra interesante que nos ubica en la clave y semilla de todo arte o cultura: ideal. Una imagen, un concepto, en definitiva, una idea, que nos lleva a plasmarla fuera y que –en efecto- hace referencia a lo que está fuera, pero pasando por un proceso interior –el del artista- que devuelve al mundo esa realidad “idealizada”. Incluso la belleza natural y majestuosidad de un paisaje puede ser agrandada o modificada, transformada a la medida del soñador artista, para dar a luz en el cuadro la imagen misma, en proporciones y belleza, que nació primero dentro: el ideal. Podemos pensar, como dijera Schopenhauer, que la vida en sí no es bella sino sus cuadros, pero no es verdad; sus cuadros también son bellos porque la vida lo es. La mayoría de las veces somos nosotros, los habitantes de la vida, los que nos esforzamos en quitarle la belleza a este mundo que de por sí tiene. Somos nosotros quienes inventamos la ciudad, los coches y las prisas, entre otras demencias, para vivir encerrados en nosotros mismos, ajenos a la naturaleza, como en una especie de prisión sin rejas que nos sujeta como un imán a una realidad paralela: la del ego y sus vanidades cotidianas.

Se ha idealizado tanto a la naturaleza porque el ser humano no ha cesado de alejarse de ella, de alienarse día tras día, no quedándole más remedio que recordar en ensoñaciones románticas aquello que tanto anhela: su identidad perdida, difuminada ya y acaso enterrada en un museo. La cultura nunca está viva, vive de su pasado, y los museos, teatros o bibliotecas, son sus cementerios. Cuando presenciamos la cultura –sin embargo- ocurre algo que la transmuta por completo y se vuelve eterna. Presenciar la cultura es presenciar la vida. La cultura no existe en el presente, es siempre el recuerdo de lo vivo a través del tiempo. Sin embargo, este recuerdo permanece porque tiene algo de eterno, de realidad que no muere y que forma el rasgo más íntimo de nosotros. Por esto, como dijimos al principio, el hombre es algo contradictorio, porque al final muere pero no muere, porque parece un hecho transitorio e insignificante, y es, al mismo tiempo, el reflejo más vivo y fiel de lo eterno y lo divino.

La Verdad, 31/07/2011

domingo, 17 de julio de 2011

Cruzando puentes

La actualidad siempre depara hechos y la historia acontecimientos, grandes sucesos que quedan para siempre encerrados en las páginas de un libro, en entradas de enciclopedias o en artículos académicos que analizan los motivos y las consecuencias de lo sucedido. Una guerra, un tratado entre países, una constitución, grandes atentados, el reparto del mundo entre los poderosos... Mientras tanto, ocurren cientos de cosas todos los días que los medios pasan por alto o apenas reflejan y aún más de cerca se halla el libro de historia de nuestras vidas, aquel que a través de la memoria o de las fotografías, ese espejo en píxeles del recuerdo, queda impreso como tatuaje en el alma. En la sección de necrológicas quedará grabado el lamentable suceso del asesinato del cantautor y escritor argentino Facundo Cabral, quien fue amigo de Borges y le cantaba en secreto, y que dijo: “Vive de instante en instante, porque eso es la vida”. Las necrológicas nos recuerdan que incluso los más grandes han de despedirse –a veces sin saber ellos que han de irse- dejando un mundo tal vez un poco mejor, pero muy maltrecho todavía. Cabral diría que, a pesar de todo, hay que continuar plantando semillas, con la esperanza de que las semillas serán un día bellas flores que justificarán el laborioso esfuerzo. Cantó Johnny Cash -en magistral versión (“Hurt”) y como testamento musical- las vanidades del mundo, el castillo que construimos con el ego para verlo al final desmoronarse y reconocer que no valió la pena, que siempre el arrepentimiento lleva un adagio de fondo: no haber amado más, no haber sido feliz, no haber disfrutado el momento. Lo demás poco vale. “¿En qué me he convertido, mi querido amigo? Todos los que he conocido se van lejos al final”, canta ese ídolo americano, con un gesto de dolor que no lo compensa el formar parte de los “salones de la fama”, es más, quizá sea eso lo que mueve su dolor, pues lo banal agita heridas con sórdidas punzadas.

Así va pasando la vida, bajo la apariencia de conquistas y ganancias, que como un traje nuevo, tampoco durarán mucho y –parafraseando a Machado- cuando la nave está a punto de partir siempre quedamos desnudos, cristalinos, siendo ahí cuando vemos realmente quiénes somos. Ni siquiera para un artista su obra le justifica, seguramente la cambiaría por unos instantes de prórroga para la dicha, por la posibilidad de un momento sublime y que guardar para toda la eternidad, como soñase Fausto. Cuando a Borges le pregunta Soler Serrano en una memorable entrevista por su pecado o remordimiento mayor, él dice con dulce sonrisa y gesto de humilde fatalidad, “no haber sido feliz”. Remordimiento que creció en él cuando murió su madre, pues hubiera querido –al menos- fingir ser feliz por la felicidad de ella. Para mí ha sido una de las cosas más bellas que ha dicho y que nos muestra al Borges más humano y sincero. Lo escribe también en su soneto “El remordimiento”: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz”. En esta breve nota sobre Borges se refleja una de las cuestiones más espinosas para el ser humano, el no saber ser feliz. El gran remordimiento, quizá el único verdadero, que alguien pueda tener. Posiblemente la vida impulse a ello, esa barrera de apariencias que nos fuerza a atravesarla día a día, reconociendo que siempre vemos que no hay nada tras ella. Nuestra sociedad, en su conjunto, goza del mismo pecado, su infelicidad, pues muy a pesar de todos sus esfuerzos, de inventar objetos de consumo de todo tipo dirigidos a la consecución de múltiples placeres, nada material nunca puede satisfacer por completo al ser humano. Todo es caduco, sustituible, reciclable, insustancial, perecedero; y es precisamente aquello que posee alguna de esas cualidades lo que erróneamente juzgamos necesario, vital, trascendente. El oasis del desierto y su eterno espejismo. El paso del tiempo nos va dando esas claves para ver lo esencial allí donde los sentidos primarios no alcanzan a verlo. Esas claves son la puerta de entrada al misterio de la vida, a ver que la respuesta, como cantase Dylan, “está flotando en el viento”, y que hemos de pararnos un instante, sólo un instante, para verla. La vida se nos puede escapar de las manos, pero no la eternidad. Crucemos el puente -no nos empeñemos en construir castillos sobre él- y contemplemos el paisaje que a su alrededor se cierne. Probablemente hondear este misterio sea lo más parecido a la felicidad.

Diario La Verdad, 17/07/2011

sábado, 16 de julio de 2011

Subir a las montañas


Dedicado a Christopher McCandless


Quise subir a las montañas, perderme lejos de aquí, dejar esta otra selva de edificios y coches ansiosos. Quise viajar muy lejos, ir hacia rutas salvajes, allí donde las flores meditan a cualquier hora del día al compás del viento y de los rayos de sol, donde las rocas van lentamente eternizando su quietud, donde los ríos fluyen y rugen y refrescan el paso de caminantes exhaustos y solitarios buscando un lugar en el mundo que los cobije sin pedirles nada a cambio. En la naturaleza todo es recibir: olores, imágenes, cuadros de vida y de verdor que nos concilian acaso con la infancia, con lo más inocente que fuimos y que la ciudad violó, día tras día. El mundo está lleno de silencios sin explorar; la mayoría perecemos en unos pocos metros cuadrados contaminados de polvo, envidias, dinero y alquitrán. Pero hoy no quiero pensar en ello, solamente deseo imaginar las montañas que sé visitaré pronto y serán mi nuevo y tranquilo hogar.
Tengo espacio en mi mochila para unas pocas cosas, unos pantalones viejos y algunas camisetas, una libreta moleskine y un par de bolígrafos, poco más. Mi viaje será largo, pero mi equipaje muy breve, cuanto menos lleve más ligero viajaré y más pronto me olvidaré del peso que siempre trasladé a cuestas. No hay razón para seguir portando un peso así, para cargar con más culpas, responsabilidades, deseos que nunca fueron míos (que me enseñaron a querer, he incluso me engañaron, pues llegué a sentir que los deseaba de veras). El viaje será largo, lo suficiente como para olvidarme de quién fui, de ese extraño que llevé conmigo tantos años y que también pesaba demasiado.
Dicen que no hay meta en el camino, que el camino es la meta, y eso es lo que pienso aprender de este viaje. No me marcaré ningún objetivo. Tan sólo quiero subir a las montañas y respirar un poco de aire puro. Nada más.

Dentro del mar

Yo te miré despacio y con dulzura, tú me devolviste la mirada y con ella la vida. Mi corazón parecía querer salir de mi pecho para unirse con el tuyo entre el calor de los silencios. Imaginé tomar tu mano suavemente. Entretanto las olas de la playa marcaban el ritmo de nuestra interminable canción de enamorados. Entramos juntos en el mar, de nuevo a la vida, al movimiento de las almas, al fluir de las aguas sobre los cuerpos inundados. Yo buscaba tu mirada de nuevo, ese gesto tuyo que -como estrella fugaz- hacía detenerse infinito el instante. Y llegó, aconteció el soplo de encuentro iluminado. Por unos segundos nos quedamos así para siempre, en medio de la más completa eternidad.

lunes, 4 de julio de 2011

Un Dios tecnológico

Vivimos en un planeta exhausto, al que apenas dejamos que respire, que se reequilibre y trabaje a su ritmo. Estamos en el tiempo de la manipulación masiva de los medios naturales y parece que desestimamos el coste desastroso que todo ello provoca. Un ejemplo de ello es el artificio chino de provocar la lluvia lanzando contra las nubes cartuchos con yoduro de plata para acelerar su condensación. Un ejemplo de muchos que podríamos citar. En las antiguas culturas primitivas se oraba al sol para pedir la lluvia o se realizaban respetuosos rituales para que la madre tierra, protectora de sus hijos, escuchase el llamamiento temeroso y también amoroso que le hacía su pueblo. A esos pueblos, que todavía quedan hoy día, aunque desde Occidente queramos convertirlos en actividad turística, les sonaría descabellado aquello que ocurre en China, esa declaración de guerra al cielo y a las nubes, esa agresiva súplica, propia de la enajenación, que consiste en cargar contra el éter para conseguir humanos propósitos. Muy pronto el hombre jugó a suplantar a Dios, a pensar que con su tecnología usurparía su papel e incluso, que lo perfeccionaría.

Hemos inventado a un Dios tecnológico, creemos que su poder reside en su capacidad de multiplicar el pan y los peces, pero seguramente no era eso lo que los evangelios nos quisieron decir. El hombre ha soñado con suplantar la identidad de un Dios que realmente él ha inventado, ha matado cuando le convenía y ha revivido cuando era necesario. Sin embargo, el poder tecnológico, a pesar de que en sólo setenta años apareció el primer avión (de los hermanos Wright) y el primer vuelo espacial a la Luna, no puede más que cruzarse de brazos o bajar la cabeza ante un fenómeno que sigue teniendo lugar todos los días y que nos iguala a todos los habitantes de este planeta: la muerte. Los sabios griegos nos recomendaban no olvidar nunca la muerte, esa condición carnal que aquí nos ubica, pues no olvidar eso nos hará ser más humanos, humildes, compasivos. El poder tecnológico, efecto de una causa positiva: la inteligencia humana, constituye un reto fundamental relacionado con la canalización de nuestras posibilidades, es decir, en la forma en que desarrollamos esa inmensa capacidad, bien a modo destructivo o constructivo. Hay una frase, dicha por un gran científico, que señala con exactitud esa tendencia tan humana que va contra sí misma, en la manera en que las paradojas siembran el abismo de lo que podría ser más allá de sus límites, me refiero a Newton cuando afirmó que: “Los hombres construimos demasiados muros y no suficientes puentes”. Aquí la paradoja reside en la libre elección que hace el hombre de sus capacidades y en que, aún siendo capaz de saber lo que es bueno para él, hace aquello que le perjudica.

Nunca ese Prometeo, que Shelley reinventó en una apuesta campestre, ha tenido más actualidad que ahora, pues robar el fuego a los dioses viene a ser lo mismo que pegar tiros a las nubes para que llueva. El ritmo de la vida corre más a prisa que la vida misma y hemos dado a la mente el bastón de mando de un mundo que desde el primero de los días apareció ante nuestros ojos para que lo viéramos y sintiéramos en la intimidad de la conciencia, esa que nos hace darnos cuenta de nuestro simple e inocente estar en el mundo. Con eso sólo bastaría, pero no nos conformamos con ello y modificamos cada día la naturaleza con una fuerza inconsciente y autodestructiva incapaz de pararse a pensar las consecuencias de sus actos, o aún conociéndolas, prefiriendo adoptar la hipocresía de mirar para otro lado. Hemos sido espectadores, frente a la pantalla de nuestros televisores, de las consecuencias devastadoras de la energía atómica, de epidemias bacteriológicas que surgen como consecuencia de la manipulación genética de los alimentos, de los fuertes tsunamis y terremotos a su vez –probablemente- efecto de un cambio climático progresivo y considerable… Posiblemente ya queda poco de esa naturaleza virgen que soñaran Kliping o Rousseau, ahora que cualquier alimento que tomamos puede ser una amenaza de cáncer e incluso el aire que respiramos. En el cielo ya no sólo hay nubes sino incontables ondas electromagnéticas irradiando no se sabe qué sobre nuestros cuerpos y mientras tanto la industria de la ‘salud’ especula en los laboratorios sospechosos medicamentos que son bombas contra el cuerpo y que, como en todas las guerras, los daños colaterales no pueden justificar el fin que las promovió.

La era tecnológica no toma pausa ni siquiera para coger impulso y cada día nos despertamos con un hallazgo nuevo, con una fórmula especial que nos hace –dicen- la vida más fácil siempre con la premisa de invitarnos a su consumo voraz. Este Dios que inventamos o que actualizamos para el siglo XXI tiene poco de simpático y se parece más a ese lobo feroz que muestra su sonrisa y que tras ella se esconden sus afilados colmillos amenazantes. No obstante, sabemos que podemos elegir, acaso en la medida que nos toca, dejar de creer en ese Dios tecnológico y mirar de frente a ese otro más humano, a la vez que sagrado y verdadero, que no nos exige el estéril sacrificio de inmolarnos para alcanzarlo.

Diario La Verdad, 3/7/2011

viernes, 1 de julio de 2011

El río bajo la luna

El azul de ese río es el más bello jamás contemplado. No puede haber un río igual. El agua suena a silencio paseante, a brisa sonámbula que trepa incesante el sendero mágico por el que ocurre su lejanía. El agua parece irse a alguna parte cuando la sigo con mi vista, hasta que ya no alcanzo a advertir su curso, pero entonces me sorprendo revivido al verla de nuevo aquí, pasando, siempre la misma agua, bajo los mismos pies que la rozan suavemente. Es el agua que pasa y se queda conmigo sin embargo, el agua que me acaricia, que resopla mi tacto y mi olfato y todo mi sentir. Está conmigo, bajo mis pies, me habla a la luz de la noche, me dice que se va pero se queda, juega conmigo y yo sonrío de alegría por ello, y la tomo en una mano y me la llevo a la nuca y cae sobre mi espalda, imprimiendo un lúcido frescor que hace estremecer mis huesos y mis músculos. Me la llevo a mi rostro, a mi nuevo rostro ahora, un rostro húmedo e inocente, limpio y claro, un rostro renacido para siempre. Bebo de ella, la bebo a ella o ella me bebe, nos bebemos mutuamente, somos el mismo espacio y mi sed se reconforta al penetrar el cristalino líquido entre mis labios. Empiezo a balancear mis piernas porque las he recordado, el tacto del agua ha llamado a mis piernas a balancearse, a buscar el movimiento imitando acaso el fluir del río, imitando acaso al agua, al agua clara, cristalina, en que me adentro.

Todo mi cuerpo se balancea con el agua, giro mis brazos y me dejo llevar por la corriente que corre, por el soplar líquido en que bailo, por el azul profundo que cálidamente me empuja para que sigamos jugando a encontrarnos. Sólo soy este río que está conmigo, no hay otra cosa en el mundo, incluso la luna parece un poco extraña, tan lejana y elegante, tan suya y de nadie. Pero hasta ella parece sonreír al vernos, al agua y a mí, en comunión sagrada. La luna también juega con las nubes, blancas pasan sobre lo blanco redondo, contornos blancos de rocas de espuma parecen esas nubes que ahora se marchan, dejando inmenso el círculo de la lunar blancura, religiosa y excelsa, para hacer más azul el agua y más luminosa la noche. Una estrella también parece vernos, pero es fugaz; y pronto se despide de nosotros.

domingo, 19 de junio de 2011

Posibilidades humanas

Un debate apropiado para nuestro tiempo es de las posibilidades de futuro que posee una sociedad agotada como la nuestra, y si tiene sentido seguir con el sistema actual en que vivimos o necesita urgente una transformación radical. Los cambios suelen ser lentos, se van digiriendo poco a poco y cuando ello no es así se habla de revolución. La historia nos ha mostrado que las revoluciones violentas –la mayoría, por no decir todas- han sido traumáticas en alto grado. Una revolución pacífica es el gran reto que una sociedad como la nuestra tiene ante sus manos, un cambio más interior que exterior, que ha de germinar por igual en la inteligencia y en el corazón de los hombres. Entender que el radicalismo no lleva a ninguna parte ha llevado siglos de dolor y masacre. Hoy día el radicalismo sigue siendo común como medio de planteamiento de las ideas. La propensión humana a la dualidad, que biológicamente viene inserta en el organismo (hemisferios cerebrales…) resulta un estigma acaso natural de ardua superación. Si estamos hechos de conceptos polares, si la razón piensa e imagina de este modo, (bien y mal, sombra y luz, blanco y negro) la oposición se presentará a cada paso que demos. Por ello, se ha de empezar por el principio, por poner en tela de juicio los viejos valores (algo que Nietzsche ya hizo en “Genealogía de la moral”) y dejar a la mente que investigue sus ilimitadas posibilidades, más que desconocidas por el momento.

El artista crea en lo ilimitado y nos muestra lo eterno. Para ello ha tenido que superar el terreno cercado que oprime su genio. Pero hemos de ser optimistas al darnos cuenta de las carencias actuales de la mente, pues como dice el filósofo francés Régis Debray, “toda delimitación exige una apertura a algo más global”. Lo limitado no es más que el punto de partida, nunca el destino. Del mismo modo el concepto de libertad (volvemos a la dualidad) no podría pensarse sin el de esclavitud u opresión. Darnos cuenta, por tanto, del sistema limitado en que vivimos es el primer paso para poder vislumbrar y conquistar territorios más amplios. Hemos de ver qué es aquello que cerca nuestras fronteras de futuro y trabajar en la posibilidad real de construir un mundo mejor. Como escribiera Baudelaire: “La Creación es un templo de pilares vivientes” y no hemos de aceptar en ningún modo la muerte de lo vivo, suprema paradoja del conformismo.

¿Cuál será el legado de nuestra civilización? Vivimos ordenados bajo el sistema de otra, la griega, que -en su esplendor- pensó la democracia. Bajo este sistema, llamado el menos malo entre los conocidos, se constituye una sociedad que en realidad vive bajo etiquetas y conceptos, figuras jurídicas y tratados, que poco tienen que ver con lo que en verdad se materializa y experimenta. El estado de derecho solamente garantiza la momificación de las libertades, pero los derechos se conquistan cada día y se ponen a prueba más allá de una constitución modélica con décadas de existencia y que sólo es un escaparate de buenas intenciones. Aquel que aún vive explotado, extorsionado por su banco, estrangulado por los créditos o por un trabajo que apenas le deja tiempo para vivir, leerá la constitución de su país como el mayor desprecio y broma de mal gusto que un Estado, su Estado, le puede hacer. Mientras tanto los políticos se reparten sus feudos, olfatean el poder -que los ciudadanos resignados le otorgan- como un león olfatea a su presa rendida ante el temor que produce el complejo de inferioridad.

Las posibilidades de futuro han de revertir a quienes son realmente el futuro –la sociedad- y no a quienes gestionan su miseria y congelación, el poder financiero y político. Puede que desde abajo, sin necesidad de quemar templos o palacios, la voz de los indignados sea como esa voz de la conciencia, a veces persistente e incómoda, pero necesaria, para hacer despertar de su sueño de vanidades a aquellos que han de descubrir verdaderamente que todos somos iguales. El valor del dinero es irrisorio frente a los verdaderos valores humanos, enterrados hoy día, pero vivos en la simiente auténtica de los hombres. Sólo hace falta creer de verdad en nuestra posibilidades y ver, retirando máscaras y espejos deformes, que todos viajamos en el mismo barco. El cambio es inevitable, llega sin demora cuando se le necesita, renovando el color del paisaje de nuestros sueños. El futuro nos habla en primera persona y nos anuncia algo que hemos de tener presente al embarcar nuevamente. El futuro no se ve nunca pero su venida anunciada nos mueve siempre, impulsando lo que somos y conteniendo lo nuevo que seremos. El futuro, sutil espíritu como el silfo, que sin llegar está siempre aquí cantando, nos dice, en palabras de Paul Valéry: “Ni visto ni oído. / Yo soy el aroma / vivo y fallecido / que en el viento asoma.”

Diario La Verdad, 19/06/2011

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