miércoles, 1 de mayo de 2013

Dentro del mar


Yo te miré despacio y con dulzura, tú me devolviste la mirada y con ella la vida. Mi corazón parecía querer salir de mi pecho para unirse con el tuyo entre el calor de los silencios. Imaginé tomar tu mano suavemente. Entretanto las olas de la playa marcaban el ritmo de nuestra interminable canción de enamorados. Entramos juntos en el mar, de nuevo a la vida, al movimiento de las almas, al fluir de las aguas sobre los cuerpos inundados. Yo buscaba tu mirada de nuevo, ese gesto tuyo que -como estrella fugaz- hacía detenerse infinito el instante. Y llegó, aconteció el soplo de encuentro iluminado. Por unos segundos nos quedamos así para siempre, en medio de la más completa eternidad.

lunes, 1 de abril de 2013

Atmosférica (Alo)



El próximo día 1 de abril y hasta el 30 del mismo mes, Alejandro González López (Alo) expondrá en el Bar Raíces de Albacete (Calle Cristóbal Colón, 7) una serie de pinturas realizadas en carboncillo sobre papel algodón, titulada “Atmosférica”. Alejandro González vive y trabaja en Albacete, fotógrafo y pintor de formación autodidacta, nacido en esta misma ciudad el año 1979. En esta exposición encontramos un tema central: la naturaleza y el paisaje, tema que ocupa parte fundamental de su obra. Con esta muestra Alo nos ofrece su último trabajo, el cual estamos invitados a visitar en este mes de abril. A continuación les dejo mi impresión personal sobre estas pinturas y les animo a visitar la exposición estos días; visita que, sin duda, les será provechosa y llena de interés.

Contemplemos la desnudez sin ornamento, la visión clara que trasciende los contrastes, jugando con ellos, unificando una mirada conjuntiva y reproductiva de belleza: la belleza asombrada de la luz de los instantes, del paisaje revelador de una atemporal sincronía con la naturaleza y con el sueño, con la tierra y con el espíritu, con la piedra y con el poder que la encarna, poder que otorga alma y presencia, vida en la inercia, quietud en lo más hondo del latido de lo vivo.

Los paisajes de Alo, embebidos de una atmósfera ingrávida y envolvente, aluden a una conciencia sutilmente matizada, expresada en su esencia más primitiva, dejando al espectador la oportunidad de completarla para añadir la verdad propia a lo insinuado, para explorar y configurar por sí mismo un escenario interior que emergerá de la mágica transmutación de los polos opuestos, del yin y del yang, del blanco y del negro, dejándonos formas tan abiertas como el Tao, tan inexpresables como claras y visibles en lo profundo de nosotros.

En la contemplación sin artificios el alma se muestra original, siempre sin concluir, continuamente naciendo en la inocencia de una honesta virginidad de trazos, visiones y símbolos eternos. Se siente la forma antes de la forma, se huele la tierra en su traslúcido aroma de éter, húmedo y eclipsado; y se saborea, se toca, ante todo, un silencio, un sentido de no temporalidad, una hermandad con los elementos nacida de un abrazo íntimo y esencial con la naturaleza y con su misterio.

La montaña y la roca, la nube, la nieve y la niebla, el horizonte y su atmósfera de vapor y luz, el abismo del agua, la oscura huella de lo desconocido, el movimiento del aire trayendo certezas de lúcidas visiones arraigadas en la cima de piedra, en el cénit de los cielos, en la palpitación y en los torbellinos del alma, comunicada y en comunión con los elementos de la materia y con su impulso sagrado, el éter. Éter hecho arte, armonía estremecida, belleza incontenible, organismo ascendido y espiritualizado, vivificado, como raíces brotando, como llamaradas callando, como brumas amándose y consumando destellos sagrados.

La naturaleza vibra, como un mantra, concibiendo un paisaje, un eco, una imagen que resuena en nosotros -reflejos de esa misma naturaleza- atravesando la conciencia de los elementos, las capas gaseosas de los cielos, las mareas de oxígeno y de hidrógeno, desde el aire atmosférico, desde el helio de las estrellas, para ver que todo está aquí, que la fuerza y misterio del universo desemboca en una montaña desde la cual podemos escalar al Big Bang, pues la cumbre de la Tierra es la cumbre del espíritu, la intuición y la realización del vuelo, más allá de la materia, hacia los inexplorados confines del éter. Contemplemos pues, la desnudez sin ornamento, la mirada fiel de unos paisajes que nos contienen y nos desalojan de toda superficialidad, alojándonos así en la consumación de una materia espiritual tan íntima como sublime y misteriosa.

Diario La Verdad, 31-03-2013

Enlace a la web de Alo: http://www.mundoalo.com/

martes, 26 de marzo de 2013

El Dorado


Afirmaba Darwin que la supervivencia de las especies depende de su capacidad de adaptación al medio en el que viven. El mundo está en un constante cambio y por ello es puesta cada día a prueba nuestra capacidad de adaptación. Si no sabemos integrar en nuestro organismo los nuevos ritmos de la vida, la salud puede verse puesta en peligro sobre todo cuando creamos una resistencia en vez de una apertura y receptividad tanto a los estímulos internos como a los externos. La sociedad necesita esta apertura para poder progresar. Una mente limitada restringe nuestras propias capacidades. Toda creencia ha de ser revaluada cada cierto tiempo, en busca de nuevos paradigmas que nos aporten una visión más amplia del fenómeno. Por ejemplo, la teoría de la gravedad describe una realidad observada que puede comprobarse cada vez que dejamos o vemos caer una manzana al suelo, como observó Newton. Pero hemos de tener en cuenta también que una creencia influye en la observación y en cierta medida en la realidad, esto es, contribuye a crear la realidad. Una creencia rígida e inalterable sobre la ley de la gravedad implica que añadamos más ‘gravedad’ al fenómeno. Quizá, si olvidamos esta ley y miramos por vez primera el fenómeno, adaptándonos a los cambios de la naturaleza, es posible que la manzana en vez de caer al suelo, flote o suba a los cielos. En muchas ocasiones, por no decir siempre, es la mente la que dirige el fenómeno, y ha de ser una labor necesaria para todos aprender a desaprender, a no condicionar ni manipular la realidad si de verdad queremos ver la realidad tal cual es. Este es el primer deber que la ciencia tiene que ir aceptando de una manera absoluta, si quiere adaptarse al medio que pretende conocer. 

La sociedad está intrínsecamente implicada en toda esta fluctuación de la vida, porque como especie que habita y se desarrolla históricamente en su medio, tiene una doble labor. Por un lado ser capaz de fluir con el ambiente en que vive de la manera más natural posible y, por otro, que viene a ser lo mismo, tratar de tomar conciencia de su función en el mundo y evaluar hasta qué punto se ha separado de unas leyes de la naturaleza que rigen a todos los seres vivos del planeta y que parece que, en nuestro caso, no es así. Realmente la función principal sería la de tomar conciencia, la de investigar sinceramente qué estamos haciendo como especie en el mundo, qué papel estamos jugando verdaderamente. ¿Estamos contribuyendo a mejorar el planeta o a destruirlo sin dilación? ¿Estamos colaborando globalmente o estamos jugando a mejorarnos individualmente, generando de esta manera un egoísmo desmesurado que pone en peligro las leyes de la naturaleza, sus recursos y energías? ¿Es esta lucha materialista de los individuos una actitud acertada o, de lo contrario, un comportamiento autodestructivo para no sólo nuestra especie, sino para todas las que pueblan el planeta y para el planeta en sí mismo? ¿Somos amigos o enemigos de nuestro propio medio y hogar que nos acoge? Y, finalmente, ¿tenemos un plan de ruta marcado para mejorar la situación o ni siquiera consideramos que haya una situación que mejorar, más allá de una crisis económica que esperemos pase y vuelta a empezar? Es decir, ¿consideramos que el problema es que el materialismo no es el camino o simplemente estamos esperando nuevas maneras de apretar los tornillos a la maquinaria para seguir sacando lingotes de oro de un planeta extenuado y asfixiado? ¿Somos verdaderamente conscientes de todo esto o jugamos a no adaptarnos a los cambios y a mirar para otro lado mientras podamos sacar algún partido a la mina de oro de la tierra? 

El oro se parece al sol, por eso nos gusta tanto. Creemos que es luz hecha materia, como el dinero, y que esta luz nos da poder infinito. Pero el reflejo no es la realidad. Y lo que el sol refleja, la materia, tiene un mensaje mucho mayor que ofrecernos que simplemente usarlo como moneda de cambio de deseos y ambiciones mundanas. La vida es una fuente inagotable de riqueza. Nadie necesita acumular monedas de oro cuando puede ver el sol directamente, nadie necesita soñar con poseer estrellas o pasarse el día contándolas cuando simplemente puede mirarlas y sonreír por su belleza y misterio, por su fugacidad inocente y eterna. Quizá hoy sólo sea necesaria una cosa, o, más que necesaria, vital. Necesariamente vital. Y creo que vendría muy bien hacerlo. Veamos, al caer la tarde, la puesta de sol.


Diario La Verdad, 24-03-2013

lunes, 25 de febrero de 2013

El poder del pueblo

Además de la importancia de palabras tan en uso como ‘sistema’, ‘sociedad’, ‘democracia’, etc., no podemos olvidar nunca el origen y la razón de las mismas, más allá de lo genérico, apuntando a lo particular. Así, se desvelan las palabras esenciales: ser humano, individuo, persona… El número o la estadística abre numerosos informativos, la sociedad se engloba en grupos diversos y ésta a su vez es regida por un sistema que traza los caminos a seguir, el movimiento y sus pautas. Pero, debido a esta selva de conceptos abstractos nos perdemos y deshumanizamos, olvidando el sentido de una sociedad, de un sistema, que son los individuos que lo forman. La palabra ‘democracia’ también conlleva la trampa de un lenguaje desvinculado de su propio significado, entrando en ese grupo de palabras que ya nombran difusas realidades, cada vez más gélidas y ásperas. El ‘poder del pueblo’, el verdadero, suena ya a utopía, a sueño desmantelado, pues muy pocos están convencidos de la posibilidad de alcanzar esta necesaria realidad humana. Pero no hay mayor acción a favor de este movimiento del pueblo hacia la conquista de su libertad, que la de los individuos que lo forman, unidos, reclamando justicia social, igualdad, solidaridad con sus semejantes. 

La única manera de salir de este egoísmo masivo en que se ha convertido el funcionamiento del sistema capitalista es a través de la acción popular, del apoyo incondicional a los desfavorecidos por este sistema que, como una tempestad, está dispuesto a arrasar con todo y con todos si no lo paramos a tiempo. Desahucios, familias sin alimentos, sin empleos dignos, individuos explotados, esclavizados con trabajos de horas interminables y mínimos salarios. Y ante todo esto sólo nos puede quedar una convicción firme: el sistema no puede salvar al sistema. El sistema está diseñado para arrasar, para devorar, para saquear a los pobres. El sistema, tramado por el poder, está al servicio del poder. Y el movimiento, la acción real y firme ha de ser del pueblo. Cada vez cuesta más reclamar, exigir un derecho. Las evidencias nos muestran que hay oídos sordos, que el sistema nació con una venda en los ojos. Ahora sabemos que el movimiento ciudadano lo es todo, el movimiento desde dentro y desde fuera, pues también quienes están dentro son individuos atrapados en el engranaje maquiavélico del poder. Si el sistema te obliga a actuar en contra de lo que consideras justo, la mejor forma de rebeldía es no actuar, parar, negarse a alimentar al monstruo. 

Las fuerzas de seguridad no pueden olvidar que sirven a los ciudadanos, que velan por la seguridad de su pueblo. La justicia, la sanidad, la educación… todo ello está al servicio nuestro; no son aparatos de intimidación, de saqueo ni de alienación. Y una sociedad no puede luchar contra sí misma, son aquellos quienes componen las piezas de este sistema, en sus distintas vertientes, los que han de cambiar las cosas, radicalmente, sin temor, con la firme convicción de que la acción rebelde va en defensa del bien común, de forma pacífica pero valiente, como decididos aliados de la libertad: aquello a lo único que realmente podemos servir con dignidad. Ser libre exige realizar sacrificios, pero es la única manera de ser fiel al mandato de la conciencia interior: aquella que ve la desigualdad en el prójimo como propia. Y la única manera de luchar contra el egoísmo es el altruismo y la solidaridad, así de sencillo. No esperemos ganar nada para restaurar un equilibrio, pues esa propia restauración es la ganancia, verdadera ganancia colectiva que repercute a todos, en la que ganan todos, pues lo que es justo, lo es para todos. Como escribiera Nietzsche: “Quien poco posee, tanto menos es poseído”. Y cuanto menos es poseído uno por el sistema y sus chantajes consumistas, mayor libertad tendrá para actuar, menos cohibido se verá, menos impedido por lo que pueda perder en el camino, sobre todo si esa pérdida es material y superficial. No hay mayor riqueza que la libertad, no hay mejor forma de aplicarla que entregarla más allá de los límites de nosotros mismos; dejándola dispuesta y visible a quien quiera que se la encuentre. 

Cada individuo lleva consigo una acción prodigiosa que entregar a sus semejantes. El poder del pueblo parte de su movimiento constante, sin pausa, sin tiempos muertos, por la senda de la justicia social. Una acción ciudadana, individual y concreta, como la de un bombero que se niega a desahuciar a una anciana de su casa, es una de tantas mechas capaces de encender la llama de la libertad conquistada, retomada, de nosotros mismos. Pues, ya lo dijo Whitman, “una hoja de hierba no es menos que el camino recorrido por las estrellas”. Y todos somos hojas de hierba, capaces de poblar campos y bosques sin límites, y universos de estrellas que iluminen como flores los días y las noches, las horas y los siglos del hombre. Del hombre nuevo: el hombre libre.

Diario La Verdad, 24-02-2013

domingo, 10 de febrero de 2013

Inteligencia y libertad


Una famosa ley hermética, recogida en el Kybalión, afirma que como es arriba, es abajo; el cielo como la tierra, el hombre como Dios. Fuimos hechos a su imagen y semejanza, y el universo que concebimos, también lo declara el Kybalión, es mental. Recordemos que Tales, en el mundo griego, presuponía algo parecido, esto es, una visión antropocéntrica por medio de la cual -basándose en este principio de semejanza entre el universo y los hombres- sería imposible no conocer un universo que está, a priori,  contenido en nosotros. Es, por tanto, innegable, que el conocimiento del universo se debe a una ampliación de las fronteras mentales, a una mayor capacidad de comprensión de la realidad que, desde una física mecánica newtoniana es renovado el paradigma casi en su totalidad, por medio de la física cuántica, imprevisible y azarosa por definición, al menos hasta ahora. La ciencia, en general, ha tenido que renunciar a lo puramente objetivo, expresando su imposibilidad, desde el momento en que toda observación se torna subjetiva por el mero hecho de que el observador modifica el campo de lo observado. La subjetividad está servida y no puede desligarse del hecho científico.

La ciencia se enfrenta, con esto, a un reto aún mayor: el estudio de lo subjetivo. La física se convierte en metafísica, pues no podemos afirmar con certeza la naturaleza constante de la materia; la luz puede ser onda o partícula. Y ante todo esto los filósofos, que han de atender a todo avance científico, pero sin negar la oportunidad de “filosofar” como método de aproximación a la verdad confiando en la luz de la inteligencia, tienen ante ellos una tarea decididamente ardua, pero inquietante y atractiva: buscar las cualidades que definen la esencia de la vida, para así aunar certezas en nuestras cosmovisiones. Entendamos que en nosotros, y en el universo, operan dos fuerzas o facultades definitorias: inteligencia y libertad. La primera, la inteligencia, establece el orden, el cosmos, el organismo y la vida que le circula. La segunda, la libertad, origina el movimiento natural, un movimiento que ha de ser metafísicamente libre. En esto último, la física cuántica, con su cualidad azarosa, siempre caminando en la incertidumbre, estructura esta libertad sin estructura.

Bajando del universo a la tierra, de las estrellas y de las partículas y ondas de luz al hombre, ese espejo del cosmos que mira atónito su propio reflejo allí, más allá de las nubes, hemos de definirlo también con estas dos características apuntadas. La inteligencia, que está en todas las cosas, pues todas las cosas son por ellas mismas un resultado inteligente, un brillo de vida creada, una luz ideada. La libertad, causa o resultado de lo anterior, permitiendo la expresión espontánea y siempre original, en cada individuo, objeto, elemento, en definitiva, de la naturaleza. La inteligencia porta la luz, la libertad señala el camino. Ambas van unidas, en cooperación integrada, permitiendo que todo, como el agua del río, siga su curso. Y, aunque toda luz conlleva una sombra, en este mundo de dualidades, es inevitable presentir en ocasiones el fracaso de la inteligencia y la libertad: en las guerras, en el egoísmo desmesurado de un ser humano esclavizado por un capitalismo salvaje, en la falta de cooperación entre nuestra propia especie para desarrollarnos de una manera equilibrada y más natural. Sin duda, no se puede obviar esta realidad, esta otra cara de una misma moneda, esa sombra necesaria para identificar la luz. En el cielo, iluminado por el sol en el día, la claridad esconde el misterio infinito de otras luces profundas que sólo la noche nos permite ver: la luz de los astros, de la Vía Láctea, de las constelaciones, de la luna, de los abismos con que convive el hombre desde la distancia, pero respirándolos desde el corazón, sintiendo el universo, en fin, desde dentro. Y algo nos lleva a deducir, tal vez desde la honda intuición, desde el presentimiento avivado, que lo que somos es inabordable, inexpresable, pero colmado de infinitas certezas que, como el amor, revolotean entre misterios y fragancias más allá del tiempo. Permitamos que la creación se cree a sí misma y seamos testigos de su libertad y de su inteligencia sin límites. Porque comprender esto, es comprenderse a uno mismo.

Diario La Verdad, 10-02-2013

miércoles, 30 de enero de 2013

El mito de Sísifo


Condenado por los dioses a empujar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde ésta caería rodando al punto de partida, y vuelta a empezar. Así se sintetiza el mito griego de Sísifo, que Albert Camus trataría en un ensayo con el mismo nombre, arrojando inquietantes valoraciones existenciales que ponen a prueba la capacidad del ser humano para encontrar un sentido a la vida. Sísifo, el héroe absurdo, para Camus, ha de aceptar irremediablemente tanto sus pasiones como su desdicha, la búsqueda del placer como la inquebrantable realidad del dolor. El destino circular marca un proceso, un mismo recorrido que ha de repetirse cada vez que la roca es llevada a la cima. La roca cae rodando y hay que bajar de nuevo para volver a subirla. Acaso, entre viaje y viaje, asegura Camus, hay un descanso, un alivio, una toma de conciencia, un silencio. Y es acertado no compadecer a Sísifo, quien ha aceptado su destino y lo asume con puntual fidelidad, con esperanza, con coraje y dignidad. Quizá, con su actitud, ha vuelto a desafiar a los dioses. Afirma Camus: “La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”.

La historia aquí contada es absurda. Absurdo siempre es pensar en el castigo que procuran los dioses. El castigo a Lucifer, Adán y Eva, Prometeo… Pero, sin embargo, la cultura occidental se ha encomendado al castigo como medio de salvación o de redención. Sísifo porta la roca de su desobediencia, arrastra la culpa de su rebeldía. El sometimiento a la ley de Dios es la vía para la redención en la religión judeocristiana, pero hemos pasado por alto que no existe tal sometimiento a Dios, pues estaríamos hablando de una paradoja muy extraña: la paradoja de someterse a la libertad, de someterse a aquello que carece de sometimiento. Sísifo era ciego y también imaginaba que un día vería el paisaje por el que continuamente arrastraba su roca. Sísifo, para Camus, aparte de ciego, no tenía elección. Tampoco eligió su ceguera. Pero Camus lo imaginaba feliz. Es posible que desde este momento la filosofía se encuentre en un callejón sin salida, el callejón racional del absurdo, el callejón que hace irracional lo aparentemente racional, el castigo se asumir la razón como la roca que hemos de trasportar hasta la cima de la montaña, esperanzados por la llegada y el descanso placentero de un deseo en tensión aspirando realizarse, consumarse.

Occidente, sin duda, porta la roca de Sísifo, como la cruz de Jesús. Pero es posible que el fin no sea el de repetir a la manera de Nietzsche el juego del nunca acabar, del eterno retorno, sino el de darse cuenta de que no hay roca, ni ceguera, ni castigo. Jesús tomó la roca de Sísifo en la forma de su cruz asegurando así la redención final: “Ahora, Padre, glorifícame al lado de ti mismo. Dame la misma gloria que tenía contigo antes de que el mundo existiera. (Juan, 17:5)”. Para el existencialismo la roca es llevada a ninguna parte y de ahí el derrumbe posterior. El sentido es lo que cae al no encontrarse, tras largo esfuerzo buscándolo. No hay remedio para Sísifo pero sí para Jesús, pues sabe, siente, a dónde apunta su cruz. Es la verdad del corazón la que emerge, aunque el cuerpo se derrumbe y gima de dolor. Si Camus se imagina a Sísifo feliz, no ha de ser –por ello- una felicidad absurda. No hay por qué llevar al corazón a lo absurdo cuando la razón se ha derrumbado, salvo que estimemos que todo lo que tenemos es eso; la roca inerte, la palabra lógica, el discurso interminable, la paradoja del incomunicable lenguaje. Aún queda, después, citando a Wittgenstein, lo místico. Y si acaso hablar o pensar se torna absurdo, balbuceante, no hay que olvidar que todo sonido es música, canto y amor en su trasfondo. Y así dejamos descansar a Sísifo, le permitimos que sueñe e imagine el sentido de su recorrido. Quizá la roca siga cayendo, quizá baje incontables veces más a recogerla, y quizá un día se dé cuenta de que lleva a Dios en sus brazos.   

Diario La Verdad, 30-01-2013

domingo, 13 de enero de 2013

El progreso ante el siglo XXI

La idea de progreso desde hace unos cien años hasta ahora es vertiginosa, produce el vértigo de una velocidad acaso difícil de asumir, en medio de un movimiento que ya no se puede detener y que nos va llevando por rutas que parecen incontrolables. Con la era tecnológica, el ordenador, los teléfonos móviles, Internet y todas las máquinas que envuelven nuestro mundo cotidiano (televisión, coches, aviones, etc.) la percepción del tiempo se ha acelerado hasta extremos preocupantes, lo cual se hace visible en muchas patologías que afectan a la salud y que, por agentes contaminantes o por condicionamientos psicológicos necesarios para la adaptabilidad a los medios del progreso, es cada vez más mayoritario el espectro de males que afectan a nuestra sociedad, como la ansiedad o el estrés, la depresión y otros trastornos nerviosos que, en muchos casos, son fundamento no sólo de problemas psicológicos sino de enfermedades de todo tipo que tienen un motivo psicosomático. Parece que quisiéramos alcanzar la misma velocidad que lleva la Tierra en su movimiento en torno al Sol, unos cien mil kilómetros por hora. No sabemos por qué pero tendemos a ir cada vez más rápido y esto configura el símbolo de esta sociedad que corre sin saber a dónde, que no tiene tiempo para establecer contacto con el ahora, la única realidad del tiempo, y que camina en un desenfreno propulsado inexorablemente por las exigencias del sistema. 

Ante todo esto, ¿cómo replantear nuestro modo de vida?, ¿dónde queda el tiempo para ejercer la libertad de la mutua construcción del sistema que queremos realmente? Somos propulsados por la fuerza de un sistema que no nos representa ni nos expresa, únicamente nos lanza hacia un abismo de consumo y producción masiva. Y las preguntas quedan en el aire, los sueños se evaporan a la velocidad del rayo y un nuevo día nos exige seguir atados a este sistema que parece diseñado por autómatas y para autómatas. Son necesarias preguntas y respuestas que exigen tiempo, receptividad, escucha atenta. La sociedad como ente (en concreto la civilización occidental) es un cuerpo en crisis que requiere un tratamiento capaz de asegurar cierta supervivencia saludable. Piotr Kropotkin, nacido en 1842, sentó unas bases teóricas sobre el anarquismo que a día de hoy apuntarían hacia un camino muy provechoso para conservar la salud de nuestro sistema. Más allá de cómo llamemos al sistema lo importante es su contenido y si éste va a favor del ser humano, si busca desarrollar valores de convivencia sensatos, igualitarios, solidarios, civilizados. Más allá de que un sistema sea utópico, siempre nos da la oportunidad de considerarlo y de aplicarlo si no perfectamente (sólo el tiempo tiene la última palabra) sí de una manera intencionada a la consecución de sus propuestas. 

El anarquismo, en su práctica, sería el ‘sistema’ más perfecto, pues funcionaria por sí sólo, de manera natural, sin necesidad de que sea un sistema, esto es, una imposición estructurada y limitada. El anarquismo cree en el ser humano y en su posibilidad de convivencia pacífica y saludable, de progreso sostenible y de entendimiento global. Para ello la sociedad, no el sistema, ha de estar preparada. El único camino de libertad real ha de ser andado por todos en el legítimo ejercicio de su libertad. Una utopía no requiere grandes sueños (aunque todos los sueños son grandes). Como declaró Kropotkin: “Somos utopistas, tanto que llegamos a creer que la revolución debe y puede garantizar a todos alojamiento, vestido y pan”. Creo que con esto está dicho todo. 

El anarquismo propugna la soberanía individual, la libertad entendida como orden justo que todos los individuos tienen el derecho de practicar sin ninguna imposición externa; y el progreso puede beneficiarse de esta sencilla máxima que apela a la lógica y al sentido común humano, en el que nuestra responsabilidad social ha de ser ejercida completamente, sin tutelas ni adoctrinamientos masivos. El individuo tiene el derecho de expresarse, de realizar su trabajo, de ser creativo, de ejercer, en definitiva, su libertad. ¿Es utopía? Es necesaria utopía, pues en un mundo donde los sueños son absorbidos por una realidad frenética y materialista, soñar es ahora el único antídoto para la demencia racional. Sólo con proyectar un sueño el hombre ha arrojado una semilla que, si la nutre y protege, dará, seguro, sus frutos. Soñar es gratis, como el aire, y sin ambos no podríamos respirar, no podríamos vivir. Un sueño da vida y siempre florece. Hagamos la prueba.

Diario La Verdad, 13-01-2013

domingo, 30 de diciembre de 2012

Fin de año

Pasan los días y con ellos el tiempo nos indica su constante transcurrir, como un río que vence todo obstáculo sin oponerse a nada, camino a su destino natural, el mar. Los grandes filósofos han abordado el tema del tiempo como punto central en sus obras, de hecho, no hay temática que no sobrevuele ese punto, ni convicción que no parafrasee un pasado o un futuro, o el noble presente desde el que se prefigura y constata toda continuidad. Con Parménides la filosofía se aproxima a una cima de grandes magnitudes, estableciéndose la dialéctica del movimiento y del no movimiento, del ser y del estar. En toda elucidación racional, que asume la dualidad como característica principal de discurso, considerar al ser más allá del tiempo supone un punto de unión con la trascendencia y la fe, más allá de los mitos, muy cerca de un misticismo inherente en el ser humano, y que necesita ser racionalizado. Hoy en día vivimos en el tiempo del estar, asumiendo una sola parte de la dialéctica, elaborando una síntesis histórica que depende siempre de las circunstancias y que nos arroja a un abismo azaroso. La religión quiere ofrecer esa otra parte, nos invita a la comunicación con Dios, pero se instala en un dogmatismo que impide que cada cual lo haga por sí mismo, a base de doctrina y de normas de conducta que separan, más que unen, lejos de lo que toda religión debería establecer, esto es, un camino de unidad. 

Ya casi rozando el final de un año y el comienzo de otro, vemos cómo el tiempo -desde la concepción lineal que establecemos- nos lleva siempre a un punto de partida, despidiendo así un ciclo vital para comenzar otro. Este año 2012 hemos oído hablar de las profecías mayas, que indicaban el comienzo de una nueva era, o más bien el final de una era, pues para los mayas la fecha del 21 de diciembre de 2012 señalaba el final de su calendario. Se ha hablado, por tanto, del final de un ciclo cósmico que abarcaba más de veinte mil años. Quizá sea difícil, para nosotros, como viajeros circunstanciales del tiempo en un punto concreto que apenas llegará a los cien años, percibir esos ciclos cósmicos, llegar a sentir la magnificencia del tiempo cósmico y sus estaciones milenarias. Pero, como escribió el poeta de haikus japonés Kobayashi Issa: “Mundo-rocío, / duras lo que el rocío, / sí, pero… pero… / Maravilloso: / ver entre las rendijas / la Vía Láctea.” Así, tímidamente, miramos este universo, como un caracol quizás, en lenta trayectoria. Pero el cosmos siempre nos susurra una inmensidad que a nuestro mirar habitual le cuesta abarcar; a no ser que se abandone a la sorpresa y al asombro y se deje llevar así por una espiral del cosmos presentida, por un agujero negro en algún centro infinito o por una estrella fugaz que, como el paso del tiempo, marca un rumbo hacia un abismo de silencio y misterio. 

Desde esa pequeñez que el ser humano perfila en relación con la naturaleza y con el mundo, concebir el fin de un ciclo que nos trasciende por mucho en el tiempo refleja una poética de la existencia que ni la historia ni la antropología han conseguido transcribir y solamente acaso el rito de los ciclos, las ceremonias que despiden y abren puertas, consiguen recordarnos y llevarnos a verdaderos momentos de renacimiento, a encuentros sagrados con límites del tiempo que evocan espacios eternos. Al final, del año o del tiempo, puede que todo parezca un sueño, que miremos atrás y veamos que todo lo ido nunca permanece, tan solo en la memoria y en la imaginación evocadora. Pero ello no niega la persistencia del presente y la fidelidad al instante, camaleónico, continuamente cambiante, aparentemente en movimiento, pero, cumpliendo esos ciclos que nos llevan al punto de partida, haciéndonos saber que todo en la vida es un eterno comienzo. Como Whitman, podemos afirmar que conocemos la amplitud del tiempo y eso nos lleva a reconocer una dimensión mucho mayor de nosotros, algo inimaginable pero presentido, al igual que el reconocimiento del universo como una parte nuestra. “Sé que soy inmortal, –escribió Walt Whitman- / sé que mi órbita no puede ser medida por el compás del carpintero, / sé que no me perderé como la espiral que en la oscuridad traza un niño / con un palo encendido.” Y así se siente esto que –año tras año- llamamos vida.

Diario La Verdad, 30-12-2012

domingo, 16 de diciembre de 2012

Los tiempos deben cambiar


“Los tiempos están cambiando”, cantaba Bob Dylan hace ya medio siglo, entonando una protesta que seguiría durante el resto de los años sesenta –el llamado “movimiento hippie”- y que, con la guerra de Vietnam de por medio, marcaría un antes y un después para las jóvenes generaciones de entonces. Los tiempos, a pesar de lo que pareció soñarse, no fueron a mejor y el mundo ha seguido padeciendo guerras, injusticias sociales, pobreza, contaminación, desigualdad, etc. Todo ello se resume en una lucha de intereses llevada a cabo por los instrumentos de control y de poder, por países, grandes empresas, entidades financieras y un sinnúmero de organismos e individuos que siempre han aspirado a conquistar una porción del pastel mundial. El capitalismo ha sido hasta nuestros días la bandera de la globalización, el punto de arranque de un sistema cada vez más inflado en sus aspiraciones. Parece que el globo está a punto de estallar, pero eso no impide que las verdaderas políticas de expansión se sigan rigiendo por las mismas máximas de actuación, centradas en sus posiciones en los mercados, en las subidas o bajadas de la bolsa, en el crecimiento financiero a costa de un pueblo que, con todo ello, se ha convertido en deudor y en eterno e involuntario alimentador de este sistema. La libertad, en este caso, no es un concepto apreciable –pues es controlada y manipulada escrupulosamente- y el sistema resulta invulnerable. Ya han pasado unos cuantos años desde que empezamos a oír hablar de “crisis económica” y algo nos hace sospechar que la crisis vino para quedarse, suponiendo una excusa perfecta para ejecutar recortes sociales que ponen en la cuerda floja al llamado, ya suena a nueva utopía, “estado de bienestar”. Cada día oímos en los telediarios un nuevo recorte en materia de sanidad o de educación, los pilares básicos de un estado, y el pueblo no tiene otro remedio que acostumbrarse con resignación o salir a la calle para recibir represalias de gélidos y voraces antidisturbios. Creíamos que los tiempos estaban cambiando hace unas décadas, seguramente cambiaron muchas cosas necesarias -gracias a las que hoy podemos expresarnos con algo más de libertad que entonces- pero más que nunca necesitamos que los tiempos vuelvan a cambiar y, sobre todo, que esa canción sea cantada de una forma unánime y mayoritaria, si queremos ser escuchados.

Muchas voces críticas con el sistema animan a los ciudadanos a que recuperen el mando de su libertad, haciendo así que resucite esto que llamamos “democracia”, que en realidad es una “mercadocracia”. Los políticos, que representan al pueblo, sirven al mercado, al poder, y, al contrario que Robin Hood, roban con descaro a los pobres para entregárselo a los ricos, quienes nunca tienen suficiente. Los bancos exigen que los estados inyecten billones de euros e impunemente reciben tales cantidades a fondo perdido, mientras que los ciudadanos dan también hasta el último céntimo en intereses a sus entidades bancarias y si deben más de la cuenta son embargados sin escrúpulos. La sociedad –finalmente- observa pasivamente una situación que no le queda otro remedio que aceptar. ¿Hasta cuándo? ¿Cómo cambiar esto?, son algunas preguntas que retornan sin respuesta, pero preguntas necesarias . Podríamos llamar a esta sociedad y a las generaciones presentes la “sociedad de la decepción”, pues en esto, casi todos están de acuerdo. La decepción es unánime. Decepción con la manera de llevar las cosas y con las políticas asumidas como solución. Nadie quiere que le quiten para seguir teniendo menos cada día. Y esa es la única política de actuación que vislumbramos, la única solución que irónicamente nos ofrecen. Acaso esperando un milagro, un eclipse solar del que llueva dinero o una idea brillante de algún gobernante –que no llegará- que resuelva este entuerto.

En general, el problema concierne a la especie humana como tal y a su paradigma o cosmovisión mental. El problema viene desde hace mucho, quizá desde Darwin y de cómo se inventó una forma de vivir en el mundo alejada totalmente de la realidad. (Dejemos esto para otra ocasión). Pero lo que no podemos olvidar es que este planeta no podría sobrevivir sin la mutua colaboración de las especies que lo componen, y si obviamos esta crucial, definitiva cuestión, iremos siempre contra natura. En la naturaleza no hay competición, hay colaboración. ¿Se comporta de igual modo el ser humano? Investiguemos esto, razonemos con honestidad, profundicemos hasta agotar todas las posibilidades de respuesta. Todas las respuestas son necesarias, abren nuevos campos, arrojan nuevas semillas al entendimiento y comprensión de nosotros mismos. Vivimos un punto de inflexión en el que bajar hasta el fondo o subir hasta el cielo depende más que nunca de dónde dirijamos la mirada. Ante todo, no lo olvidemos, nosotros tenemos la respuesta. Y es nuestra obligación –un compromiso con la libertad y con nosotros mismos- el buscarla. Los tiempos, hemos de entonar con firmeza, deben cambiar.

Diario La Verdad,  16-12-2012

domingo, 2 de diciembre de 2012

La razón patológica (Sobre psicopatología y salud)


El famoso caso de Phineas Gage, impecablemente narrado e investigado por el neurocientífico Antonio Damasio, desprende importantes respuestas y enigmas sobre el funcionamiento de la mente humana y el cerebro, sacadas a la luz a partir de un accidente de trabajo en el que una barra de hierro pasó por su mejilla  atravesándole todo el cerebro a través del lóbulo frontal. No fue un caso para los seguidores de Broca, tan centrados en la funcionalidad de las áreas del lenguaje, en la comprensión y productividad lingüística, sino que abrió puertas para el estudio de la razón práctica, de la disociación cognitivo-emocional, de los sistemas individuales de valores, etc. Gage no volvió a ser el mismo tras el accidente, “ya no mostraba respeto por las convenciones sociales”, cuenta Damasio, “no había evidencia de preocupación por su futuro, ni síntoma de previsión”, se volvió fantasioso, blasfemo, irresponsable, imprevisible, rebelde, asocial… Todo ello le llevó a perder sus diversos empleos tras el accidente, a ser incómodo y molesto para los demás y a que finalmente terminara en un circo mostrando las huellas de su “tragedia”. Sin entrar en detallados análisis fisiológicos podemos afirmar que un impacto cerebral trastocó su mundo y sus valores morales y “racionales” se fracturaron dando lugar a una desinhibición emocional severa.  La actitud de Gage se consideró patológica, fuera de la normalidad.

El debate puede tener aquí su primer punto de análisis, estableciendo la marcada separación –todavía por clarificar de forma convincente- entre lo saludable y lo patológico. Clasificar una patología mental desde un criterio sociológico es la mayor trampa que una sociedad puede tenderse a sí misma. Si hoy en día todos admiramos a Don Quijote porque vio gigantes donde el racional Sancho sólo veía molinos de viento, cabe preguntarse hasta qué punto la razón es para la sociedad un lastre más que una cualidad, un impuesto filtro a través del que ver el mundo más que un saludable mirar. Puede que la sociedad se haya clavado una barra de hierro fantasma sobre su cabeza, obstruyendo necesarios canales de respiración vital como son la creatividad, la imaginación, la espontaneidad, la libertad… impidiendo que –resumiendo- el ser humano se muestre y sea –simplemente- tal como es. Teniendo en cuenta que existen alrededor de 10.000 mil millones de neuronas en el cerebro humano y más de 10 billones de sinapsis, tal vez nos enfrentamos a un número pequeño si consideramos las posibilidades cerebrales inhibidas desde la infancia, a través de la educación, las normas sociales y morales, la religión y los escasos cauces que dejamos para que se exprese la libertad en nuestras formas de vida actuales, regidas por un sistema trazado limitante.

La línea divisoria entre el artista y el loco ha sido corta (muchos serían los ejemplos de creadores que han visitado ambos mundos) en un terreno humano en el que la razón simboliza lo saludable, el artista lo aceptable (quizá ayuda un poco a entretener y a evadir la razón de una manera “institucionalizada”) y el loco lo patológico (pues no pone límites a su sinrazón, lo cual asusta e incomoda a los que se esfuerzan por mantener su cordura). La patología mental supone sufrimiento, sobre todo en un mundo en que ésta es exiliada, medicada, reprimida y silenciada. En los manuales de psicología aumentan las descripciones de patologías y síntomas y es posible que hoy en día no exista un individuo que  pueda excluirse de coincidir con alguna de ellas. Así la definición es clara y contundente, y se llama psicopatología a aquello que se sale de lo “normal”, aquello que no cumple las convenciones sociales que llamamos “saludables” y “funcionales”. Pero, no nos engañemos, en un mundo loco el llamado “loco” es el más cuerdo, es una advertencia de salud, una llamada de alarma que nos exhorta de un peligro. Y quizá sea el mejor camino para regresar a la salud verdadera, pues como toda crisis, y como sucede con la enfermedad, no es más que una signo adaptativo de salud, una señal necesaria del organismo que todavía está vivo. Es la salud la que lanza su grito de auxilio y no sólo al que la padece, sino a toda una sociedad que parece haber enmudecido, cediendo al chantaje anestesiante de la razón, que paraliza al cuerpo y al alma hasta que finalmente muere. Como dijo Mahler al escuchar su propia obra musical: “un dolor ardiente cristaliza”. Un nuevo mundo se abre más allá de los límites de la razón, del tiempo y del espacio, y sólo de esta manera es posible “llegar al fondo de las cosas y traspasar las apariencias externas”. Dejemos que la razón silencie por unos segundos su parloteo mental acostumbrado y escuchemos así otras sinfonías y sueños interiores –guardados en luminosas y profundas regiones de nosotros mismos- que nos recuerden que todavía –y afortunadamente- seguimos vivos.

Diario La Verdad, 02-12-2012

lunes, 19 de noviembre de 2012

La mirada del Tao


La globalización ha logrado que la mirada del mundo enfoque a un solo punto, el modo de vivir occidental, el modo del consumo y la producción masiva, tratando de hacer girar a la sociedad en torno a una economía de mercado que se posiciona como religión y guía de los destinos humanos. Es el dinero ese ticket que da aliento al alma y el materialismo en general ordena nuestros destinos acotando la mirada vital y condicionando una libertad que cada día se ve más limitada y refrenada. Oriente sigue esos pasos desorientados, China o la India son un buen reflejo de ello, pero guardan en sus residuos históricos tesoros de sabiduría capaces de inspirar hoy día a nacientes generaciones. El budismo sigue vivo aún, no como institución, no porque todavía existan templos y congregaciones de monjes vistiendo la túnica de Buda, sino porque no ha muerto el espíritu de las palabras de aquel sabio príncipe que pronto se dio cuenta de las causas del sufrimiento y decidió poner fin a ellas de una manera espontánea e inteligente, siguiendo el ejemplo de la naturaleza, de la vida misma en su expresión original. Del mismo modo Lao Tse nos legó su tratado del sendero y de la virtud (“Tao Te King”) en el que simplemente daba testimonio del funcionamiento y fundamento de la existencia humana.

El Tao, a simple vista, parece difícil de entender, y cuanto más tratamos de pasarlo por la razón y el intelecto posiblemente se haga más ardua su comprensión. Y es que algo que apunta al vacío no se puede llenar con ideas, algo que apunta a la esencia más genuina de nosotros no se puede recargar con dogmas o tendenciosas interpretaciones. El Tao nos recuerda que la vida es un acontecimiento espontáneo en el que estamos inmersos, plenamente integrados, y es por eso por lo que tenemos la capacidad de verlo. No podríamos hablar del olor de una rosa si previamente no acercamos el olfato y nos suspendemos en la inhalación directa de la fragancia, en la desnuda mirada al sabor de ese instante en que el aroma emerge hacia el sentido. Ningún manual de botánica tiene la capacidad de entregarnos ese rosa desnuda y profunda, viva y sincera. Asimismo la vida se presenta a nuestros ojos cada día y posiblemente hemos perdido esa capacidad tan nuestra de saborearla. La vida, de igual modo, transcurre y se posa sobre nuestros cuerpos, como las hojas de otoño, cayendo natural movida por un viento preciso que da color, forma y textura a todos los instantes. “Insondable, parece ser el origen de todas las cosas”, leemos en el Tao, y es que, como huéspedes que somos de la existencia, apenas conocemos la raíz de este acontecimiento siempre imprevisible que supone el suceder del tiempo. Por muchas leyes que formulemos siempre hay una que se inscribe sobre el marco de la puerta de toda sabiduría. Es la ley que nos enfrenta con la incertidumbre, que nos deslumbra con el misterio, que nos lleva de vuelta a una infancia eterna de preguntas y enigmas incipientes. Es la ley del no-saber, esa que nos iguala a la inocencia de la flor, esa que nos entrega la fragancia y que nos invita con ello a sentir el latido del corazón en el instante mágico en que tiene lugar el descubrimiento íntimo de una sensación indescriptible, pero bella por el mero hecho de tener lugar, de poder ser experimentada.

La complejidad de la vida occidental radica en un excesivo distanciamiento de la naturaleza, es decir, de la verdad natural que nos constituye. Vivimos en un entramado de calles, luces eléctricas, ruidos de máquinas y vapores contaminados, vivimos inmersos en horarios frenéticos, en proyectos abismales  que nos desligan de nosotros mismos, en una rueda del tiempo que gira hacia el mañana y que hace imposible la visión plena del ahora: porque ahora no significa nada si no le sacamos un partido que nos dure por más tiempo. Y de esta manera vamos perdiendo un tiempo que, previamente hemos concebido como limitado, un tiempo que hemos trazado como autopista para un viaje imparable que nos impide detenernos en mitad del trayecto para, únicamente, mirar el paisaje y descansar en la contemplación silenciosa de lo que nos ofrece. Hemos, dicho en pocas palabras, inventado el tiempo para huir de nosotros mismos.

Cuando leemos en el Tao que el Camino es eterno, inevitablemente hemos de sosegar el ritmo si queremos adentrarnos en la verdad de esas palabras. Cuando se nos dice que no hay prisa, que no es necesario moverse para que la vida se mueva, algo en nosotros es capaz de reconocer que está vivo, que es verdadero y que nos sobrepasa. Esta es la mirada del Tao, la que sencillamente contempla el paisaje y se detiene con él, porque ya todo, mágicamente, está en perfecto y perenne movimiento. Así uno puede empezar a caminar despacio, lleno de profunda confianza, porque sabe que sus pasos son los mismos que mueven al sol o a las estrellas, y sabe que el universo no se equivoca en su orden ni se agota si nos detenemos.

Diario La Verdad, 18-11-2012

domingo, 4 de noviembre de 2012

El mito de la libertad

Hemos ido hallando el concepto de “libertad” en distintas fases de nuestra esclavitud histórica. La historia de nuestra humanidad podría resumirse en la ganancia y la pérdida del individuo de su libertad, ganancia, que, además, ha sido siempre parcial, imaginada (proyectada como utopía) o ilusoriamente adquirida. Es –así- un mito más que una realidad, una fantasía más que una lógica materializada. En la Biblia Adán y Eva ganan el libre albedrío suponiendo su expulsión del Paraíso. Desde ese momento probablemente el hombre occidental se ve incapaz de vislumbrar su libertad completa en este mundo durante la atropellada trayectoria de su recorrido histórico. El mito de la libertad parece impedir conseguirla, pues en los mitos los protagonistas suelen ser dioses o héroes, seres que poco tienen que ver con nosotros. Desde los comienzos de Europa se abraza el mito y se traduce al logos, pero el sempiterno desastre de la razón hace imposible la conquista de la libertad. Desde la Revolución Francesa a la II Guerra Mundial la libertad ha sido encumbrada y destronada, amada y pisoteada dejando entrever el carácter extraño de la condición humana, esa inusual especie que parece luchar contra sí misma, que ha hecho de los conceptos de “evolución” y “progreso” un camino hacia su propia autodestrucción. Del mito de la libertad al logos de la sinrazón humana y finalmente al miedo inexpugnable. Un miedo casi inserto en el código genético de los hombres que les impide conquistar su libertad. Hace no mucho la sociedad se fue haciendo consciente de que se vivía entre barrotes, de que se había construido una jaula en torno a nuestros territorios de libertad y muchos muros se fueron derribando. Ahora la jaula es invisible y el miedo son sus sutiles barrotes, y la sociedad parece haber perdido la confianza en sí misma y en que tal vez sería posible construir un mundo nuevo.

El libre albedrío, recordemos, conlleva la asunción de un pecado original, una marca de nacimiento que pone en entredicho la verdad de tal libertad. La condena original parte del conocimiento del bien y del mal, siendo el hombre arrojado al penal de su inevitable confusión moral. Por ello, Nietzsche escribió: “No tenéis derecho a castigar, vosotros los partidarios del libre albedrío; ¡vuestros propios principios os lo prohíben!” El filósofo alemán llamó a tales principios “una particular mitología de ideas”, una creencia que, al fin y al cabo, tiene que ver con Dios y con su ley divina, no con nosotros. Pero el hombre, al asumir el papel de portavoz de Dios creó Babilonia y se hizo aspirante a contener el mito y todo lo sagrado en el logos. El matemático Kurt Gödel, como también postuló Leibniz, formuló una demostración ontológica de Dios, basándose en el principio de San Anselmo que afirma que todo lo pensable es susceptible de existir, esto es, que si Dios es pensable, existe. El uso de tales términos positivos, proposiciones a la manera de Wittgenstein, nos hacen verosímil, aunque no verídica, pues una palabra no es la cosa, la existencia de Dios. Y, al menos, dejan la puerta abierta a una concepción que, incluso en el terreno de la lógica formal, se hace factible. Pero el papel del pensamiento se ve cada vez más limitado por las formas de los objetos mentales que quiere representar, sobre todo si el terreno de la imaginación queda fuera de la realidad mental. Jean-Paul Sartre alude a la imagen como objeto mental imprescindible en el funcionamiento del pensamiento. La imagen, o la capacidad de proyectar imágenes (imaginación) es un terreno que, a pesar de Freud, no ha sido todavía objeto de un estudio profundo más allá de sus interpretaciones simbólicas. La imagen, como forma primera no contaminada por la palabra, es el manantial de todo acto creativo, es el salto del mito o del sueño sin pasar por el logos (la razón) hacia la mística de la experiencia sensitiva. Por ello, imaginar la libertad es verla tal como es, conectar con su esencia genuina. La capacidad de imaginar es el primer paso hacia el milagro. Y el hombre está hecho de sueños y se debe a ellos. Soñar a Dios puede ser una liberadora aventura si somos capaces de concebirlo más allá de nuestras limitaciones. Si el hombre restaura su ilimitado poder de imaginación puede convertirse en el protagonista de sus mitos y llegar a  tocar -incluso- la mano de Dios, como parece que va a suceder en la pintura de Miguel Ángel.



Diario La Verdad, 04-12-2012

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