lunes, 19 de noviembre de 2012

La mirada del Tao


La globalización ha logrado que la mirada del mundo enfoque a un solo punto, el modo de vivir occidental, el modo del consumo y la producción masiva, tratando de hacer girar a la sociedad en torno a una economía de mercado que se posiciona como religión y guía de los destinos humanos. Es el dinero ese ticket que da aliento al alma y el materialismo en general ordena nuestros destinos acotando la mirada vital y condicionando una libertad que cada día se ve más limitada y refrenada. Oriente sigue esos pasos desorientados, China o la India son un buen reflejo de ello, pero guardan en sus residuos históricos tesoros de sabiduría capaces de inspirar hoy día a nacientes generaciones. El budismo sigue vivo aún, no como institución, no porque todavía existan templos y congregaciones de monjes vistiendo la túnica de Buda, sino porque no ha muerto el espíritu de las palabras de aquel sabio príncipe que pronto se dio cuenta de las causas del sufrimiento y decidió poner fin a ellas de una manera espontánea e inteligente, siguiendo el ejemplo de la naturaleza, de la vida misma en su expresión original. Del mismo modo Lao Tse nos legó su tratado del sendero y de la virtud (“Tao Te King”) en el que simplemente daba testimonio del funcionamiento y fundamento de la existencia humana.

El Tao, a simple vista, parece difícil de entender, y cuanto más tratamos de pasarlo por la razón y el intelecto posiblemente se haga más ardua su comprensión. Y es que algo que apunta al vacío no se puede llenar con ideas, algo que apunta a la esencia más genuina de nosotros no se puede recargar con dogmas o tendenciosas interpretaciones. El Tao nos recuerda que la vida es un acontecimiento espontáneo en el que estamos inmersos, plenamente integrados, y es por eso por lo que tenemos la capacidad de verlo. No podríamos hablar del olor de una rosa si previamente no acercamos el olfato y nos suspendemos en la inhalación directa de la fragancia, en la desnuda mirada al sabor de ese instante en que el aroma emerge hacia el sentido. Ningún manual de botánica tiene la capacidad de entregarnos ese rosa desnuda y profunda, viva y sincera. Asimismo la vida se presenta a nuestros ojos cada día y posiblemente hemos perdido esa capacidad tan nuestra de saborearla. La vida, de igual modo, transcurre y se posa sobre nuestros cuerpos, como las hojas de otoño, cayendo natural movida por un viento preciso que da color, forma y textura a todos los instantes. “Insondable, parece ser el origen de todas las cosas”, leemos en el Tao, y es que, como huéspedes que somos de la existencia, apenas conocemos la raíz de este acontecimiento siempre imprevisible que supone el suceder del tiempo. Por muchas leyes que formulemos siempre hay una que se inscribe sobre el marco de la puerta de toda sabiduría. Es la ley que nos enfrenta con la incertidumbre, que nos deslumbra con el misterio, que nos lleva de vuelta a una infancia eterna de preguntas y enigmas incipientes. Es la ley del no-saber, esa que nos iguala a la inocencia de la flor, esa que nos entrega la fragancia y que nos invita con ello a sentir el latido del corazón en el instante mágico en que tiene lugar el descubrimiento íntimo de una sensación indescriptible, pero bella por el mero hecho de tener lugar, de poder ser experimentada.

La complejidad de la vida occidental radica en un excesivo distanciamiento de la naturaleza, es decir, de la verdad natural que nos constituye. Vivimos en un entramado de calles, luces eléctricas, ruidos de máquinas y vapores contaminados, vivimos inmersos en horarios frenéticos, en proyectos abismales  que nos desligan de nosotros mismos, en una rueda del tiempo que gira hacia el mañana y que hace imposible la visión plena del ahora: porque ahora no significa nada si no le sacamos un partido que nos dure por más tiempo. Y de esta manera vamos perdiendo un tiempo que, previamente hemos concebido como limitado, un tiempo que hemos trazado como autopista para un viaje imparable que nos impide detenernos en mitad del trayecto para, únicamente, mirar el paisaje y descansar en la contemplación silenciosa de lo que nos ofrece. Hemos, dicho en pocas palabras, inventado el tiempo para huir de nosotros mismos.

Cuando leemos en el Tao que el Camino es eterno, inevitablemente hemos de sosegar el ritmo si queremos adentrarnos en la verdad de esas palabras. Cuando se nos dice que no hay prisa, que no es necesario moverse para que la vida se mueva, algo en nosotros es capaz de reconocer que está vivo, que es verdadero y que nos sobrepasa. Esta es la mirada del Tao, la que sencillamente contempla el paisaje y se detiene con él, porque ya todo, mágicamente, está en perfecto y perenne movimiento. Así uno puede empezar a caminar despacio, lleno de profunda confianza, porque sabe que sus pasos son los mismos que mueven al sol o a las estrellas, y sabe que el universo no se equivoca en su orden ni se agota si nos detenemos.

Diario La Verdad, 18-11-2012

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