domingo, 21 de junio de 2009

Feria de vanidades

El discurrir de la vida induce al cambio, poniendo a prueba nuestra versatilidad. Una forma extraña de mirar el mundo es la que nunca varía su perspectiva. Extraña por lo que tiene de contradictoria con el propio existir. Creo que es de exagerado conservadurismo el intento de someter las cosas a nuestra doctrina interior, y cuando estas no se adaptan rechazarlas por sistema. Hay múltiples actitudes ante la vida, tantas como individuos, diría. El espíritu apasionado pudiera ser una de ellas, que quizá nos convenga probar a todos. El espíritu apolíneo sería la otra cara de la moneda, que también nos interesa intentar. Así como cambiar de ropa cada día la actitud debiera ser otro traje apropiado para la semana, la estación o el año. Una actitud previamente seleccionada, para evitar improvisaciones a destiempo.

El aspecto apolíneo, entre tanta moda actualizándose, ya no es un valor en alza. Dirán de él que le falta algo, a pesar de su elegancia. Quizá un toque de desorden en sus cabellos o unas gafas de color vivo que deslumbren a sus espectadores. El ciudadano de todos los días, aseguran los expertos en estilismo, tiene que alegrar de retoques exteriores su monótona vida interior, la cual ya no tiene remedio, a menos que le toque la lotería o fiche por un equipo de fútbol galáctico, y entonces pudiera llenarla con fragancias de Armani y veladas en locales fashion con Paris Hilton. Entonces, hablaríamos de un cambio de actitud urgentemente apasionada. Porque la pasión tiene la virtud de crecer en las ferias de vanidades.

Lo que dejó de ser ya desde hace mucho tiempo un valor en alza es la naturalidad, esa actitud vital que poco pide para sentirse feliz. Y que detesta los disfraces, la falsedad, la hipocresía, la artificiosidad, el mundo de las apariencias y todas esas cosas insanas que los más nobles llaman innobles. Tildarán la naturalidad de vulgar pobreza o mucho peor, por lo paradójico que resulta, de extravagante. Cuando la locura se convierte en norma, el cuerdo desvaría.

Miguel Espinosa entendió por pasión “la exageración de un interés”. Y el interés es un mal para la libertad. Cuando los intereses colisionan empieza la batalla, que consiste en privar de libertad al prójimo para ganar la propia. Y sólo en las guerras uno ha de tener muy claro dónde posicionarse, para que no lo maten dos veces. Pero hoy en día el interés, que suele ser personal, una especie de narcisismo necesario para la nueva forma de lucha, no de clases sino de individuos, se posiciona como un valor que, evidentemente, el consumo revaloriza. Si la realidad es contradictoria, como declaró Emil Michel Cioran, para qué buscarle lógica al pensamiento intelectual. Al final, el interés por defender una idea es igual de banal que el de defender un modelo de zapatos. Ambos se exiliarán de la cordura cuando se apasionen en la defensa de sus propuestas, que tarde o temprano se tornarán en impuestas imposturas.

“Qué descansada vida”, Fray Luis, la que nunca llega pero soñamos cierta en las regiones ideales de la metáfora y el texto imposible. Imposible por ser de nadie, y a la vez de todos. Por buscar la respuesta, y acabar escogiendo la pregunta. Por nacer del desasosiego, y acabar con el fingido sosiego de trasladar el alma herida a la letra. Una letra en un océano de letras, que claman al ojo humano un diálogo también imposible, por pertenecer al espacio la ilusión del movimiento perpetuo, que ahora jamás y siempre nunca termina.

El cambio domina al discurso recurrente y el mundo sigue siendo el gran teatro universal, que día a día nos asombra con sus espectaculares novedades y nos traslada de la tragedia a la comedia, pasando por el esperpento o el absurdo, en cuestión de segundos. Esa es la magia del asombro, la posibilidad de ser alguien distinto cada vez que asistimos a la función dulce y amarga de la fugaz existencia.

Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 20 de junio de 2009

sábado, 20 de junio de 2009

Amor sereno

Alguna vez mañana
y entre tanto, despertar.
Despertar de los días aciagos, dolorosos, del letargo.
Despertar de la muerte segura, de la ignorancia, del amor primero.
Despertar de los sueños heridos, de la levedad vacía, del rumor de tu regreso.
Despertar todavía de los imposibles que me abrasan, del nunca aprender del lamento,
del siempre encontrarte al final de los comienzos. Del tenerte entre lágrimas inútil como el tiempo, del amarte entre rosas fugaces, con este cuerpo de ceniza que te besa. Despertar
a la vida que nada pide y todo lo encuentra, amando nada más que el amor de tu abismo.
Y después, dormir, dormir con las frutas que ya nunca probamos, que ya nunca nos tientan.
Dormir, dormir con el viento, la fugaz estancia del amor eterno. Dormir entre tus brazos,
dormir bajo la luna, con la serena conciencia de quien ya nada espera.

domingo, 7 de junio de 2009

Acción y pensamiento

Es conocido el dicho popular que reclama -sobre todo en el ámbito político- más acciones y menos palabras. La facultad del buen decir no suele estar muy ligada al buen hacer; y muchas veces somos aquietados por la promesa que finalmente nunca se cumple. De ese aquietamiento solemos pasar a la inquietud, a la espera de un asomo de realidad tras las palabras dejadas en el aire.

Pero no solamente son los otros aquellos de los que esperamos el cumplimiento de la acción prometida, sino que nosotros mismos nos procuramos recetas de proyectos de acciones que postergamos ilimitadamente, sabiendo -no obstante- que hacerlas resultaría provechoso. Cabe aquí recordar aquella reflexión del filósofo francés Henri Bergson que decía lo siguiente: “Debemos obrar como hombres de pensamiento; debemos pensar como hombres de acción”.

Acción y pensamiento van unidos, se retroalimentan. Procurar que ambos sean coherentes es una prueba de fidelidad a uno mismo. Muchos de los problemas psicológicos más habituales de nuestra ajetreada sociedad actual es la incapacidad para hilvanar ambos procesos y estimular así esa casuística racional donde la voluntad se dirige firme y sin escarceos. Decir lo que se piensa, pensar (y sentir) lo que se dice, hacer lo que se piensa… son combinaciones necesarias para una adecuada salud mental, sobre todo cuando nuestra conciencia sabe que es bueno llevar a cabo lo que ha pensado que podría hacer.

Bergson supo valorar ejemplarmente ambos procesos del pensar y del hacer: “La especulación es un lujo, mientras que la acción es una necesidad”, afirmó. Parece que, en estos tiempos, sin embargo, los valores se han invertido. No se trataría, empero, de dar prevalencia a alguno de los términos, sino más bien de conciliar, unir, conjugar. Pensamiento y acción son las dos caras de una misma moneda.

El camino de la acción nos incita a buscar, con el pensamiento, la resolución adecuada, para que el resultado de nuestros actos no descarrile a causa de la precipitación irreflexiva. Chesterton nos sugirió lo siguiente: “La idea que no trata de convertirse en palabras es una mala idea. La palabra que no trata de convertirse en acción es, a su vez, una mala palabra”.

El proceso cognitivo nos conduce -con genética elocuencia- a dar un paso más hacia el camino de la concreción material de aquello que empezó divagando en el mundo de lo subjetivo. Todo camino conlleva un punto de partida y un punto de llegada. Aunque no sepamos -en términos metafísicos- ni de dónde venimos ni hacia dónde vamos, tenemos claro que ‘vamos hacia’ y ‘venimos de’. No importa el lugar, lo importante –como dijera Antonio Machado- es el trayecto, la acción que realiza el que camina. Y he ahí nuestra responsabilidad de saber sencillamente si estamos caminando de la forma adecuada y de elegir, si no es así, la acción correcta, buscando aquello que resulta mejor para nosotros y, como resultado, para los demás.

De este modo, el pensamiento encaminado a la acción se convierte en sinónimo de libertad y de progreso. Lo importante, considero, es superar la mera divagación improductiva y así avanzar para no petrificarse en las gélidas aguas de la eterna pasividad.

El progreso, como sabemos, es la “acción de ir hacia adelante” (RAE), el camino por el que avanzamos día a día, como el propio tiempo que avanza sin detenerse. No es el progreso un valor sino la descripción de un acto, un acto, de por sí, neutro, pero con un trasfondo de necesidad vital, tanto para una sociedad como para el individuo. En esa necesidad de avanzar es donde podemos ubicar el concepto de ‘libertad’, requisito previo para que ese avance se realice sin restricción alguna, con la espontaneidad que otorga la virtud, en el sentido taoísta del término; y con la nítida idea, no de un horizonte concreto sino de que allá donde miremos siempre hay un nuevo horizonte por descubrir. David Livingstone, aquel explorador incansable, dijo en una ocasión: “Iré a cualquier parte, siempre que sea hacia adelante”. Un gran pensamiento, sin duda, digno de ser llevado a la práctica.

Artículo publicado en el diario La Verdad de Albacete el domingo 7 de junio de 2009

martes, 2 de junio de 2009

Ebriedad


Cantaré como Lieu Ling
que la eternidad es una mañana,
y que mi vida dura mucho menos
que un simple parpadeo.

¿Pero por qué entonces todo este dolor
configurando lento y eterno cada segundo que pasa?

¿Por qué nunca termina este interminable sueño
del que creo, pero nunca completamente,
alguna vez haber despertado?

Un vaso de vino no es suficiente ni cientos de ellos
para vaciar la inmensa jarra de la eternidad.

Conmovido despierto al fin de este sueño
y vuelvo a estar cansado y necesito dormir.
Y ya sólo me desvela la preocupación
de no volver a despertar.



Del libro "Concierto de esperanzas. Poesía reunida (2002-2008)", de José Manuel Martínez Sánchez.
Comprar o descargar gratuitamente este libro, y otros del autor, en el siguiente enlace:



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