domingo, 24 de abril de 2011

Consumir, tirar, consumir

Ya Heidegger nos recordó aquello de que el hombre es “un ser para la muerte” y que ésta solamente puede corroborarse por la muerte del “otro”, la clara evidencia del hecho humano de su caducidad puesta como fatal espejo ante nosotros, si bien jamás nadie la ha visto ni hablado de ella con conocimiento de causa, pues únicamente en la vida queda el marco del decir y más allá no hay palabras que amplíen el cerco. La evidencia de la muerte se da en la vida, únicamente en ella. Y esa constatación a través del “otro” traspasa la frontera de lo humano: es la naturaleza toda quien se encarga de mostrarnos su caducidad a cada soplo de aire, en los mundos animales y vegetales, en definitiva, allí donde hay ser vivo hay ser para la muerte. Pero aún más allá también los objetos cumplen su función de indicadores de la obsolescencia, del continuo irse de las cosas, de la fugacidad inherente al tiempo, cuyo movimiento, lo aseguró Aristóteles, es constante y cambiante al unísono; o como se dice en el budismo: todo es impermanente. Todo lo que viene para quedarse inicia en el mismo punto una partida, un recorrido de despedida.

En una estrofa del himno universitario “Gaudeamus igitur” se canta aquel clásico lugar común de la literatura, tan abrazado por Jorge Manrique, que sentencia así: “Ubi sunt qui ante nos fuerunt” (¿Dónde están los que vivieron antes que nosotros?), pregunta sempiterna de asombro ante la transitoriedad de la vida, ante su paso inescrutable que, como un feroz tornado, se lleva todo por delante, menos la perplejidad ante la ausencia de lo que un día fueran presente y presencia. Sin embargo, hoy día vivimos en apresurada mudanza, dejando una estela turbia de desechos, de baldía materia que tal vez matamos antes de lo necesario. Ya Karl Marx, en “El capital”, advierte de que en las sociedades capitalistas impera una “inmensa acumulación de mercancías” y, como sugiere el filósofo español José Luis Pardo en su interesante ensayo “Nunca fue tan hermosa la basura”, podríamos sustituir a estas alturas el término “mercancía” por el de “basura”, pues hoy más que nunca el destino de la mercancía se ha acortado tanto que su función principal es ser basura, dejar paso a lo nuevo, para no entorpecer el frenético ritmo del consumo: única razón de la producción.

Pues, como “todas las verdades aguardan en todas las cosas” (Walt Whitman), incluso lo menos poético y digno de relatar, como es la materia de desecho, puede ser protagonista de este artículo que busca plantear no más que una interrogación razonable: ¿cuál es el sentido de vivir entre tanta obsolescencia?, ¿por qué este afán por consumir, tirar y consumir? Probablemente los psicólogos dirán que es debido a una profunda carencia humana como consecuencia del sentimiento de insatisfacción que provoca ‘el consumismo por el consumismo’ como sustituto de esa otra insatisfacción de trasfondo que es la imposibilidad de establecer vínculos y lazos humanos consistentes, dejando un sentimiento de soledad y vacío que empuja a llenarlo con objetos emuladores de felicidad. En un documental titulado “Comprar, tirar, comprar”, de Cosima Dannoritzer, se nos plantea un concepto que merece la pena estudiar detenidamente: la “obsolescencia programada”, esto es, el diseño de objetos de consumo con la previsión de que su período de vida sea corto, permitiendo que el ritmo del consumo no disminuya, siendo además alentado por la publicidad, que no acaba de instarnos a comprar, a cambiar lo que tenemos por algo mejor, más eficaz o, sencillamente, más a la moda, al día. Un claro ejemplo de ello es la telefonía móvil, los automóviles, los objetos de vestimenta,… que son presentados como un signo de identidad, como una forma de mostrar y demostrar quiénes somos, cómo somos. El economista Serge Latouche habla de este fenómeno del consumo creciente en los siguientes términos: “Vivimos en una sociedad de crecimiento cuya lógica no es crecer para satisfacer las necesidades, sino crecer por crecer. Crecer infinitamente, con una producción son límites. Y, para justificarlo, el consumo debe crecer sin límites”. Y así seguimos cada día, empujados por la publicidad, por la fugacidad de la mercancía prefijada por sus productores, acumulando objetos para la muerte y para ello pidiendo créditos y ahogándonos en unas necesidades impuestas por un modelo de vida que va en contra de la vida, a espaldas de una naturaleza que no acumula desechos para sobrevivir sino que se regenera y recicla con un propio ritmo vital.

Las consecuencias de este despilfarro de energías necesarias para vivir podrían evidenciarse en cualquier momento si no lo están haciendo ya, dejando sus desperdicios en el aire, contaminando a un planeta minado y ensimismado por su lucha diaria para respirar y digerir el descontrol de sus inquilinos. No podemos dar las espalda al monstruo que tras este modelo de obsolescencias sin freno estamos alimentando: compuesto de residuos tóxicos, entre ellos los nucleares, cuya alarma ecológica todavía no tenemos la capacidad de atisbar. De lo viejo nace lo nuevo, así como del lodo brotan las bellas flores de loto, pero hacer sostenible lo insostenible es como pretender vaciar el mar a cucharadas. Por ello, buscar la raíz del problema, hacernos las preguntas adecuadas acerca de nuestro modelo de sociedad actual, nos llevará a descubrir las razones de una crisis global cuyo fin será palpable al sembrar aquellos nuevos valores con los que realmente queramos vivir y convivir en paz.

Diario La Verdad, 24/04/2011

lunes, 18 de abril de 2011

Tablero de aire


(Recuerdo borroso de un sueño)

Corazón sonoro
de sílabas ardiendo verdades
Boca secreta
de exactas imágenes del sueño
se borran, se borran, se han borrado
como arena que enturbia el aire
como suerte de dados
que nunca arrojamos.

lunes, 11 de abril de 2011

La escapada

“Las cosas se desmoronan, ceden los cimientos”, escribía desolado el poeta irlandés W. B. Yeats hace ya casi un siglo, cuando el mundo entero se estremecía ante la fatídica guerra que estaba teniendo lugar. El siglo XX comenzó como una gran turbulencia que luego tras Hitler dejó enmudecida a una sociedad que todavía hoy no cesa de preguntarse los motivos que dieron lugar a tal abundancia de demencia extendida, bañada de sangre y metralla. El siglo XXI sigue mostrando sus garras imponiendo justificado temor a historiadores, profetas y a cualquiera que se atreva a aventurar próximos aconteceres. Una gran crisis económica y de valores podría ser el subtítulo a ese capítulo imaginario que introdujese nuestro siglo, una crisis que todavía hoy no sabemos a qué precio será superada, remontada o, al menos, asimilada. En estos días de abril en que la primavera desea anunciar climas veraniegos, dejando expedita la carga del trasiego gélido y colaborando con la clara espaciosidad del techo celeste, entre cálidos vientos que con la ayuda del sol decoran nuestro rostro de colores más vivaces, a más de uno se le habrá pasado por la cabeza ese pensamiento liviano que mira más allá de los quehaceres ordinarios, del insoportable peso de las cuentas no cuadradas y de los noticiarios que apuntillan el estómago, buscando el respiro prometido de las vacaciones de verano, ese tiempo para olvidarse del presidente del gobierno, de los glaciales datos del paro o de los asuntos políticos de corrupción que diariamente habitan las páginas de los periódicos.

Acaso unos días para respirar el aire puro de las playas del mediterráneo, sin ajustarse el cinturón ni retocarse el pelo para salir a la calle, solamente con unas sandalias, un bañador y el único propósito de perder el tiempo, ganando la vida. Esperemos que, al menos, esta crisis sin piedad, deje unos pocos euros para hacer esa escapada de la canícula, ese dejar de ser lo que somos por accidente (trabajo, obligaciones, estatus, alquiler, seguro, jefes, etc.) para no ser nadie por unos días y regocijarse en ese vaciamiento del ego, a base de helados, horchatas, paellas y chapuzones. En el transcurso de una vida, uno pasa a la adolescencia sintiendo la extraña amputación de la infancia y creo que así pasan las consiguientes etapas y uno deja de ser joven para ser adulto en pocas horas, tal vez al poner la primera firma en un contrato de trabajo o al pagar la primera letra del coche. Entonces la espalda empieza a sentir un peso añadido, una queja en los hombros o un dolor en el cuello que se va cronificando cada vez que echamos otra firma, que extendemos otro talón, que nos sellan una garantía… El camino se torna laberinto, la libertad prisión, el sencillez algo complejo y turbio, como un túnel cuya presunta salida es otro abismo hacia su fondo sin fin.

Pero dejemos la realidad y hablemos de cine. En “La escapada” (1962), de Dino Risi, un adulto con espíritu joven le muestra a un joven con espíritu de adulto lo que es el vitalismo, lo que significa vivir al día, el “carpe diem”, el instante, ese momento único que sucede más que una vez y que si no, es perdido para siempre. En esa película cada momento es eterno porque es vivido con la inocencia que la vida en sí misma tiene, esa frescura que recorre nuestros cuerpos al viajar en un descapotable en pleno inicio de vacaciones de verano, como niños salidos del colegio, con la ilusión del juego y de las travesuras llenando cada segundo de enigmas y aventuras colosales. Vittorio Gassman en el papel de Bruno (algo mayor que su nuevo y responsable compañero de aventuras, Jean –Louis Trintignant, en el papel de Roberto) encarna a ese vividor extrovertido capaz de contagiar a cualquiera de su alegría y que en vez de vivir, parece jugar con la vida. Dos personalidades, como vemos, en confrontación, tal que ese contraste de Nietzsche: apolíneo/dionisíaco. Un hedonismo, el de Bruno, que, por qué no decirlo, resulta ser fatal, pero no por ello moralizante. Esta joya del existencialismo en imágenes nos propone un reto: ser felices. La muerte sobrevuela toda la película, pero ¿acaso no sobrevuela la muerte toda la vida?, ¿acaso por temor a ella hemos de vivir ya muertos en vida?

Si desean contagiarse de un poco de vitalismo aconsejo que vean esta película, sobre todo en estos días en que los planes para el verano han de ser eso, una escapada real y que deje huella, si queremos soportar mejor el peso de las tormentas cotidianas, y si queremos -sobre todo- empezar a aplicar la felicidad también a los días nublados. Quizá la mejor receta ante la crisis sea beber un poco de hedonismo en la copa de Baco para soltar lastre y, como en la canción de Domenico Modugno: volar, cantar… ¿por qué no? Uno de los maestros del vitalismo filosófico, José Ortega y Gasset, nos dejó esta espléndida reflexión: “En tanto haya alguien que crea en una idea, la idea vive”. Así que, no todo está perdido, sólo hemos de querer cambiar las cosas para que éstas cambien. ¿Y, por qué no?
Diario La Verdad, 10/04/2011

jueves, 31 de marzo de 2011

El mar

No hay más segundo que este instante en que abrazamos el viento corriendo por la arena del paraíso, playa de esperanzas, entre sabor a sal y libertad. Somos marineros del cielo, divisando azules reflejos bajo el agua. La vida nos despierta con su sol de gloria. Paraíso de inocencia. Felicidad del momento. Es todo cuanto quiero. Hoy, ahora, hemos visto por vez primera el mar.

domingo, 27 de marzo de 2011

Las guerras interiores

Muchas son las dificultades de convivencia en una sociedad moderna, teniendo en cuenta la virtualización del ámbito público, donde la globalización ha generado la ilusión de intercomunicación entre todos los individuos con la llamada revolución de Internet y los medios audiovisuales, las redes sociales y este tipo de cosas. Pero el hombre de carne hueso se encuentra más aislado que nunca del común de los mortales, llegando escasamente al ámbito privado de la familia, amigos y compañeros de trabajo, un número que en muchas ocasiones pudiera contarse con los dedos de la mano. En una sociedad “de bienestar” el ámbito privado sirve de búnker para librarse de los peligros ajenos, para escapar de las diferencias inevitables y atrincherarse en los valores compartidos como escudo de defensa de aquello que antiguamente llamaríamos “bárbaros”, es decir, todos aquellos a los que no entendemos o nos negamos a entender y de los que diremos que solamente balbucean. El origen de los nacionalismos radicales y fundamentalismos varios sirve de ejemplo de esta hipérbole de lo íntimo y los conflictos mundiales armados suelen surgir de tales diferencias imposibles de aceptar, con razón o sin ella.

El “homo consumericus”, como denomina el filósofo Gilles Lipovetsky al hombre de nuestro siglo, ese ser consumista, hedonista y narcisista, preocupado solamente de sí, constituye el modelo de nuestro tiempo, la posmodernidad. El citado filósofo ha llamado a esta época que nos acontece la “segunda revolución individualista”, caracterizada por un creciente “hiperconsumismo” fruto de un “individualismo narcisista”. Si bien, entremos al mito, Narciso, insensible y engreído, rechazaba a todas sus enamoradas, el egocentrismo de nuestra sociedad niega la esfera pública por igual, insensible socialmente en su mayoría a problemas humanos fundamentales. A veces los motivos relacionados con el ocio pueden más que aquellos que deberían concienciar sensiblemente, unir y humanizar, en un país donde claramente podemos dudar de si a los ciudadanos les importa más los partidos Real Madrid-Barça que la actual situación de guerra en Libia o la tragedia de Japón. Esta insensibilidad, también llamada alienación, pone los pelos de punta. Eco fue rechazada por Narciso y ésta se consumió en cuerpo, dejando tras ella el eco del dolor en su voz repitiendo las sombras. Quizá la conciencia sea eco desoído, esa falta de caridad que nos deslegitima como humanos. Némesis castigó a Narciso a enamorarse de sí mismo, a través del reflejo de las aguas del río. La imposibilidad de colmar tal amor hacia su propia apariencia acabó con su vida y donde él yació, una flor brotó: el narciso. La falacia humana del egoísmo nos enfrenta con nuestras carencias interiores, invocándonos a sembrar una flor donde sólo hay estéril deseo, apetito de placer. Una flor que jamás podrá crecer en tales circunstancias.

Freud contrapuso Eros y Tánatos como una realidad biológica que la cultura y evolución pudieran resolver, encaminándose por el Eros, a través del cultivo de los “vínculos afectivos”, del amor en definitiva, de la identificación con el otro como uno mismo, eso que llamamos compasión. Así, nos explicó el padre del psicoanálisis, pudiera superarse el problema de las guerras. La “excusa biológica” de Freud fue que la orientación de determinadas fuerzas instintivas encaminadas hacia la destrucción es algo que “alivia al ser viviente”. Es innegable que la fuerza lóbrega de la violencia viene desde los orígenes de los tiempos y es acertado considerar que la evolución humana puede traer consigo su sensibilización y fraternidad, algo que venimos considerando un símbolo de cultura y civilización.

Hay, por tanto, una guerra interior que venimos librando con nosotros mismos desde hace mucho tiempo, la fuerza autodestructiva, por supervivencia, se ha liberado hacia el otro, pero el conflicto sigue empezando y terminando en cada uno. La posmodernidad ha traído consigo una desmesurada evasión y la cultura del consumo se ha proclamado como la feliz escapatoria de un mundo que apenas se soporta, que mira hacia fuera todo el rato buscándose a sí mismo, enamorándose de los reflejos que creen son su verdadero rostro. Apariencias a fin de cuentas que traen más guerras internas, en medio de un autoextrañamiento creciente que ubica fuera de órbita todo intento de conquistar unos valores genuinos. No se puede arreglar el mundo si el problema lo tenemos en casa, no se puede avanzar si continuamente hay algo que nos frena. Es agotador e improductivo remar contracorriente. Producir y consumir, frenéticamente, en busca de la felicidad. Saciarse hasta volver a estar hambrientos: triste eslogan el que llevamos a cuestas. Va siendo hora de despertar, de escuchar el eco que nos repite insistente: “conócete a ti mismo”. Este eco, esta voz de la conciencia, nos pide exclamatorio, por el bien nuestro, que miremos al otro como a uno mismo, para que juntos podamos construir, me niego a aceptar lo ingenuo de la petición, un mundo mejor.

Diario La Verdad, 27-03-2011

lunes, 21 de marzo de 2011

La tarde cualquiera

La Pulgosa - Albacete
¿Qué inaugura este silencio
en la tarde cualquiera?
Pide soñar el vacío,
volar en la nada,
sentir vibrante
el eco de un sonido
o la nube pasajera.
Pide ser solamente
la luz definitiva
de un claro encuentro
antes del claro olvido.
Pide ser memoria
en la noche,
luz en la sombra,
aire que amortigüe el vacío
de su grave caída.
Pide ser voz en el silencio
que calle y que vuele
al paso sonoro
de su quietud
constante.

domingo, 13 de marzo de 2011

Nuevos valores

Renovar los viejos valores, tener el ánimo de hallar nuevas visiones, exige desapego. Desapego que por inercia o por dependencia nos negamos a aceptar. Hay un mito griego muy interesante, el de Teseo y el Minotauro. En libre analogía, podríamos interpretar que los viejos valores representan a ese minotauro que habita en la sociedad (el laberinto) y cuyos habitantes arrojados allí no les queda otro destino que ser engullidos por la bestia. Con este ejemplo trataremos de dar explicación a lo inexplicable, esto es, a esa deriva de una sociedad que no deja de ser engullida por el consumo superfluo y demás intereses aberrantes. Una sociedad que apenas deja aire para respirar la libertad de ser uno mismo ni lugar para escapar de ese monstruo que a todos persigue en un laberinto sin escapatoria. Sin embargo, los nuevos valores tratan de oxigenar la podredumbre de lo antiguo, de disolver el mal, a la bestia. Para Teseo (cuyo nombre significa: “el que funda”), el héroe que lucharía contra el toro con cabeza de hombre (según Dante), la entrada al laberinto es inevitable y terminar con la bestia es la única forma de liberar de más engullimientos carnales a los que allí sean arrojados; y gracias a la ayuda de Ariadna (“la más pura”), simbolizando la paz y la verdad, que dará un ovillo de hilo a Teseo, éste podrá enfrentarse con la bestia –desenrollando el hilo bajo sus pasos- sin miedo a perderse en el regreso y salir del laberinto. Sin monstruo ya no hay necesidad de laberinto, el espacio queda abierto, los límites han sido trascendidos.

El hombre avanza al trascender sus limitaciones. Los viejos valores hacen vieja a una sociedad que necesita reavivarse, empezar de nuevo a mirar con ojos inocentes y creativos su realidad y su mundo. Todo renacimiento ordena lo que un mundo viejo y barroco agotó hasta la confusión y el absurdo, coleccionando todos sus residuos, tal que afectado por el “síndrome de Diógenes”, hasta llegar al excelso vómito de lo banal. Gracias al hilo de Ariadna, una vez tomado el valor de vencer a los viejos valores, salir es sencillo. Este mito nos indica que dentro del laberinto hay un monstruo (la mente, el egoísmo, la guerra interior y exterior), que el monstruo está en nosotros mismos, que tanto Teseo como el Minotauro nos habitan, los nuevos valores (Teseo) quieren sustituir a los antiguos (Minutauro). El primer paso para lograr tal renovación consiste en comprender que lo antiguo ya no sirve, que aquello en que creíamos (alimentar a un monstruo) y que nos era letal, no tiene razón de seguir siéndolo. Aquello que no nos hace felices es un obstáculo para la felicidad. No se trata de volver a llenar un tratado de nuevos valores, sino de despejar el camino y desterrar todo lo inservible. Esa es la tarea. Una moral auténtica trasciende los valores del bien y el mal, o como expresó Nietzsche: “Lo que se hace por amor se hace siempre más allá del bien y del mal”.

No olvidemos que todo lo que en un tiempo pasa por malo en otro tiempo puede ser visto como bueno (recordemos a los “herejes” Tommaso Campanella o Giordano Bruno), pero lo que uno atestigua como verdad intuida resonando en la lucidez de su corazón, será eternamente la verdad. No hay mayor referencia que uno mismo, aunque dejemos nuestro criterio y valores a manos del Gobierno, Google, televisión, críticos de arte, profesores, líderes religiosos, etc., nosotros siempre tenemos la última respuesta. No arrojemos nuestra conciencia siempre al otro para huir de nosotros mismos. Creer en uno mismo equivale a creer en el mundo, en su devenir positivo, en su crecimiento, y la tarea es de cada uno, cuando uno crece el mundo crece con él, pues “no hay hombre ni acción que no tenga su importancia” (Schopenhauer). La clave trágica del posmodernismo ha sido su hipérbole continuada de lo artificioso, donde bajo la melodía atronadora del capitalismo se ha necesitado más y más para llenar el vacío interior de unos valores perdidos que fueran en sintonía con el individuo. El canto ha sido desentonado, desproporcionado, fuera de ritmo.

El mito de la posmodernidad ha sido la ciencia, la ciencia del dinero, de las evidencias pragmáticas y utilitarias, de la infelicidad, del desencanto, del materialismo sacralizado. La ciencia ha deslegitimado todo aquello que se le escapaba: haciendo al hombre un esclavo de sus leyes y ‘progresos’. El intento de solución experimental de lo incomprensible: la insoportable alienación e infelicidad humana, ha de ir, sin duda, más allá de la fabricación de fármacos antidepresivos. Al no poder aceptar que la explicación de Dios todavía escapa a la mente humana, la ciencia ‘oficial’ ha escapado de Dios. La visión científica (aquella que solo legitima su visión) en vez de asumir su impotencia (y humildad) en ese saber, nos desea demostrar hoy que lo físico y empírico es la única religión (Dawkins, Hawking) y que allí no cabe Dios, pero sin embargo no puede obviar, en esta decadencia de la posmodernidad, tal vez incrédulos pero sofocados y algunos esperanzados, que el motor que mueve el mundo, ese espíritu imperceptible solo puede entenderse aceptando lo extraordinario e inexplicable como un nuevo valor a integrar, como ya apuntaron los científicos Niels Bohr, Max Planck o Werner Heisenberg. El hilo de Ariadna se encuentra con nosotros, solo hay seguirlo dejando que fluya el propio existir. “Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo”, sentenció Borges, siempre un hilo que nos regrese a nosotros mismos: a la raíz del sentido de todo. Los nuevos valores ya están aquí, representan la anatomía fiel de quien realmente somos.

Diario La Verdad, 13/03/2011

viernes, 11 de marzo de 2011

Los abandonados

Llueve en los rincones del alma.

¡Hay dentro tanta sequedad
esperando el amor!

Heladas gotas de lluvia
riegan el silencio
de las horas que pasan.

El mundo se hace una esponja de llanto.

El cielo gris agita la desolación.

Hoy llueve solo
en las esquinas de los abandonados:
los dejados a su suerte por un mundo
que pasa de largo, preocupado de sí,
de nadie.

Hay un puente en medio de la niebla,
detrás de los rascacielos y el griterío
de los automóviles. Hay un puente
que es la última esperanza.
Un puente hacia el abismo.

Allí van a parar, sin nada en los bolsillos,
entre sed y agonía,
los abandonados.

viernes, 4 de marzo de 2011

Tormenta deseante

El paraíso eran tus labios, curvado continente
donde los astros palpitan descubiertos.
Contorno, calidez de una hondura delimitada
por el ciego caudal de la carne. Presencia desbordada
como un río dominado por la tormenta,
abrazado al aire, a la espuma, al fragor
del abandono del tiempo. Delirio, existencia...
Canto de la luz sobre las aguas del cielo.

domingo, 27 de febrero de 2011

Libertad y sacrificio

Parece cohabitar en el ser humano la visión trágica de la vida, llegando a ser un factor determinante de su propio carácter, conformado por siglos y siglos de tragedias. El pensamiento es proyectado por el dolor cuando mira su destino, cuando perpetra su acción y busca ser partícipe de la historia a cualquier precio. Que el fin justicia los medios es una de esas máximas tan discutibles y frívolas que han calado hondo en la conciencia colectiva. Cuando el fin ha sido Dios, hemos visto las mayores locuras infernales que el hombre ha realizado, como si una fuerza tan superior, mal usada, imprimiese en la voluntad la energía colérica del demente. El fundamentalista va teñido de esa visión trágica y suicida cuyo convencimiento férreo supone una amenaza a la cordura. Un dictador, un terrorista o un déspota, en cualquier ámbito, son todos ellos trágicos dementes, dispuestos a sacrificar cualquier cosa, si Dios (o una idea) se lo pidiese. Así como Abraham, se nos cuenta en el Génesis, por petición de Dios, fue invitado a matar en sacrificio a su hijo Isaac (no lo hizo pues un ángel se lo impidió y le mostró que era solo una prueba para que demostrase su fidelidad al Divino) el fundamentalista sacrifica todo por su causa incluso a él mismo. El relato de Abraham nos hace razonar que un dios benévolo nunca podría pedirle tal cosa en serio. Con el tiempo hemos aprendido que el sentido común, la razón práctica de la ética y la escucha sincera a uno mismo son las mejores formas de conocer a Dios. Aunque Abraham lo hubiera hecho sin pensarlo, quizá ese ángel represente su propia conciencia y le haga diferenciar el bien del mal, sin supeditarlo todo a una misión divina, que en su interior, sin duda, resonaría demoníaca. Todavía hoy rezamos apenados por el sacrificio del Cordero de Dios, con la culpa en el corazón.

Hace unos días leí en "El mundo" unas declaraciones en portada, pertenecientes a un líder de las revueltas anti-Gadafi en Tobruk, que me han llamado la atención: "Va a morir más gente, pero estamos seguros de que seremos libres", explicaba Fathi Faraj. Esta aceptación de la tragedia es validada por la justificación de la libertad, el fin una vez más conlleva un sacrificio humano masivo inevitable. Esto, al menos, nos hace preguntarnos si la mejor forma de defender la libertad ha de ser con sangre y dolor, si terminar con un mal mayor ha de implicar sembrar miles de males menores que han de ser asumidos en defensa de unos ideales, que como los de la Revolución Francesa, no cabe duda de que son los justos y necesarios para un pueblo: su libertad, sus derechos humanos, violados constantemente por el totalitarismo y la opresión. Será lógico preguntar, ante esta reflexión, que ¿cómo es posible luchar por la libertad si no es aceptando la muerte y el dolor, cuando aquella no puede conseguirse de otro modo? Yo también me lo pregunto. Y sospecho que una sociedad comprometida con la vida y con la paz ha de buscar a toda prisa soluciones no violentas para resolver los conflictos mundiales y no esperar a que un pueblo en su desesperación acepte el sacrificio de su gente. Acaso invertir una mínima parte de lo que las grandes potencias gastan en armas en buscar este tipo de soluciones, en poner los medios y técnicas necesarias para llevarlas a cabo, sería de gran ayuda. No olvidemos que el Premio Nobel de la Paz de 2009, Barack Obama, es el líder político que más invierte en armas del mundo, lo cual asustaría hasta al hombre que lleva el nombre del premio, el inventor de la dinamita Alfred Nobel.

La visión trágica de la vida es el reflejo de una historia teñida de cantos fúnebres, la consecuencia de un dolor progresivo mecanizado, de un karma colectivo no resuelto. El hombre necesita renovar esta visión, mirar nuevos horizontes, buscar verdaderamente la paz, no solo como un fin sino por encima de todo como un medio. Es la única forma de que el camino nos lleve al destino propuesto: desde la comprensión de que el camino mismo es el destino. El poeta Arturo Graf, en brillante metáfora, expresó que: “La civilización es una terrible planta que no vegeta y no florece si no es regada de lágrimas y de sangre”. Una planta antinatural, como la de esos dioses primitivos que oíamos pedirnos sangre humana en sacrificio de fe. No sigamos alimentando a ese monstruo del dolor, el resentimiento y la lucha constante, y démosle agua, agua pura para sanar sus heridas, para permitirle florecer en paz, de forma natural, humana.

Diario La Verdad, 27/02/2011

viernes, 18 de febrero de 2011

Invierno

La nieve cubría las copas de los árboles.
Mis ojos eran llamaradas en la infinita turbulencia del designio.
Un camino blanco sobrevolaba el cuerpo,
un espanto en los pasos abría los senderos,
la fugaz melancolía mezclada de futuro
escapándose de las manos.
Alguien quería ser el todo, la sorpresa,
el contorno de un sueño, urgente deslumbramiento
de un continente inexplorado.
El invierno era mi reposo, mi imposible reposo,
la añoranza de la lumbre con sus rincones oscuros
llenos de misterio.

Alguien quería llegar sin saber a dónde,
luz a luz, duelo a duelo, ofreciendo su todo a la nada.
Pero inminente, la paz fue hallada, sin voz, sin dueño,
desvelada en sí misma como nube cayendo hacia la niebla.
El amor tomó la dirección del cuerpo, herido y agotado,
para devolverle su rostro no nacido, el corazón real que late
más cerca que los audibles latidos. El corazón era la paz,
la noche serena curvándose de nieve, de pureza.

Muy cerca había un niño, en el fondo de la memoria
y del anhelo íntimo, jugando con la nieve, con la blancura luminosa
que como espejo le devolvía su inocencia.
El niño nuevamente saludaba al invierno, descansaba,
tomaba aire y descubría sonriente la belleza del paisaje reencontrado,
allí en la calidez de su hogar eterno, donde jugó
hasta caer dormido bajo la placidez del instante.

Ahora duerme, duerme de nuevo, el niño en su instante,
dejándose soñar, soñándose.

No muy lejos de él, tras la ventana, la nieve sigue cubriendo
las copas de los árboles.

domingo, 13 de febrero de 2011

El hombre político

El orden político, en las democracias occidentales, ha ido obteniendo, revolución tras revolución, a base de cultura y concienciación, una consolidación necesaria capaz de garantizar, al menos más que otros modelos políticos conocidos, los derechos y libertades fundamentales de las personas. Si bien ha habido excepciones (caso de Guantánamo, y otros similares) el animal político ya ha asumido la norma moral de los derechos humanos como primer mandamiento de todo proyecto social. Cuando los intereses han amenazado estos presupuestos éticos han asomado voces diversas arropadas por los medios de comunicación (recordemos Wikileaks) que han denunciado fervientes aquello que violaba tales fundamentos morales de convivencia. Pero no cabe olvidar que el orden mundial (o el desorden, como quiera verse) vive continuamente amenazado por la falta de respeto y garantías hacia sus pueblos y es tarea de aquellos que defienden las libertades para ellos mismos abogar por las mismas causas allí donde se vean silenciadas. Mirar para otro lado del mapa a Corea del Norte y solo detener la vista cuando únicamente los consideramos una amenaza para nosotros (debido a su armamento nuclear) es un caso más de egoísmo que evidencia que no hay una movilización solidaria sino únicamente, cuando la hay, de intereses enfrentados, de oportunidad de beneficios, etc.

El camino de China, la sombra del comunismo, ha desembocado en un nuevo capitalismo, mucho más voraz, desenfrenado y despiadado consigo mismo que nuestro propio sistema, y todo ello ante un planeta ambientalmente acosado; quedando amenazada, cada segundo que pasa –y sin tregua- su sostenibilidad. El "gigante asiático" ahora puede engullirnos a todos con las golosinas de su producción a bajo coste y masiva, y las demás potencias olvidan su masacre al pueblo tibetano, a su propio pueblo. Un país, China, que ha sido explotado por sus gobernantes para ser una potencia, que sigue siendo explotado para que sus políticos se repartan los beneficios del esclavismo que gobiernan. Hemos visto, con el ejemplo de Egipto, que el pueblo sigue siendo capaz de rebelarse, que no perderá nunca esa cualidad, ante la injusticia y mofa de la libertad de los déspotas, pero no deja de ser otra lucha, otro enfrentamiento que traerá dolor, como hacen siempre las batallas, ligado a viudas, huérfanos y mutilados de por vida.

Dicen que no hay rebelión sin dolor, pero no es verdad, la rebelión de la conciencia es capaz de mostrar la verdad al mundo con su inteligencia integradora, pues el hombre sabe mucho mejor ayudar, buscar soluciones y mitigar el dolor que sembrarlo. Y los resultados de un acto creativo florecen, mientras que los actos destructivos, destruyen. Así de sencillo. Para ello, es necesaria la conciencia moral del político, es decir, de aquel que elige dedicarse a ayudar a su pueblo sin otros intereses que los que el espíritu popular reclama y merece. El político ha de ser sensible a esto, incluso debe educar esa sensibilidad creciente, pues de ello depende que lo que haga tenga realmente sentido, sea efectivo, o se convierta en una acto más, como venimos siendo acostumbrados, de maquiavelismo mal entendido, duelos de poder y aspiraciones vanidosas carentes de una auténtica vocación de servicio al otro. Es necesario reclamar, para el bien común, que el político que llegue a gobernar, lo haga con ideas claras de cuál es su deber y que lo demuestre día a día, con hechos y las justas palabras. Es necesario reclamar, como expresó Kant, al político moral, es decir, a "uno que considere los principios de la prudencia política como compatibles con la moral”; pero no a “un moralista político, uno que se forje una moral ad hoc, una moral favorable a las conveniencias del hombre de estado". Kant se refiere a una prudencia que es sinónimo de sabiduría, de un buen hacer sereno y equilibrado. Nos expone un punto fundamental en la ética política, que es la honestidad, en contraposición al cinismo de quienes hacen doctrinas a medida de sus propias convicciones partidistas, tratando de imponérselas a los demás. Convicciones que suelen ser solamente dualidades en conflicto activo, como la clásica izquierda y derecha, que solo desunen en vez de integrar. Cuando se nos pregunta que citemos a un gran filosofo, será fácil encontrar muchos nombres indiscutibles, Platón, Sócrates, Descartes, Hegel, Spinoza..., pero cuando hemos de citar a un gran político, siempre habrá alguien que lo ponga en entredicho con el mazo de la ideología, según se hallara en una orilla u otra del río. La cuestión es que todos cruzamos el mismo río, y aunque el río fluya y nunca sea el mismo, como dijese Heráclito, lo cruzaremos igualmente, pues nuestro destino es buscar un horizonte, fluir hacia un mar omniabarcante, donde podamos reconocer el umbral de esos valores universales, de esa moral inequívoca, que es el bien común.

Diario La Verdad, 13/02/2011

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