sábado, 24 de julio de 2010

Mirada del amanecer

En tu boca el infinito,
una palabra no dicha, cantada
como espejo de una sombra sin voz.
Silencio. Ausencia. Presencia leve
anudada a tus horizontes, lugar total
de las noches vigías, del arco constante
de tus ojos de mar. Mar poseído
brotando en tus manos de cielo,
en tu ritmo de astro sonoro.
Te busco, te hallo en la primera estación,
quedando lejos del amparo: embarcados,
entregados, enamorados... Y danzamos
como el paisaje contemplado por el sol,
como dos hojas que han de volarse al soplar
lo sonoro del viento, el aire, la enamorada sílaba de Dios.
Te amo y te busco, como un gesto o como un latido,
como un sueño interminable que despierta en el desierto
y duda y teme y reclama su anhelo a lo alto y al llover.
Al fin el agua tocó nuestros labios y apagó la sed
y la noche clareó desde tus ojos en medio del espacio
recorriendo tu mirada hacia el día,
como la luz, como el amor, como la tierra:
por siempre siguiendo al sol.

domingo, 18 de julio de 2010

El lugar del destierro

No hay mayor conocimiento que el que arroja la vida misma. La palabra se traduce en acción, porque sin acción todo quedaría detenido y estéril, en un no-lugar. Así comprende Fausto su existencia con gran desasosiego, ansiando la vida por encima de los libros sobre la vida. El gran deseo de Fausto fue pedir a un solo instante que se detuviera, por bello y pleno, aún sabiendo que ese instante fuera el último, establecido en pacto de sangre con el mismísimo Mal, como la tentación que desterró a Adán, esto es, la promesa de lo imposible. ¿Acaso fue desterrado Adán del Paraíso? ¿O dejó de ser Paraíso el Paraíso en el momento mismo de la tentación? ¿No llegó la condena antes de cometida la falta? “Lo divino no toca a los que no participan”, escribió Hölderlin, quien también lamentó la carencia de nombres sagrados. Si, como advierten muchas religiones, el deseo anuncia lo fatal, ¿qué significado tienen entonces el mundo y la acción? A partir de aquí, toda respuesta habrá de entenderse por relativa. A menudo se reprocha al relativismo su ausencia de compromiso moral, ya que parece en un primer momento que entiende todo discutible, tanto, como puntos de vista haya. No se hablaría de un ‘todo vale’ sino más bien de un ‘nada vale’ a priori. La reflexión de Aristóteles define claramente el problema: “El fuego arde igual en la Hélade que en Persia, pero las ideas de los hombres sobre el bien o el mal varían de un lugar a otro”.

La naturaleza humana significa el mundo representado, lo divino frente a la tentación en alejamiento del primero; es el primer bache moral con que se enfrenta el hombre en su cosmos de dualidades. ¿De qué puede apartarse el sujeto si no es de la concepción de su propia separación? El sujeto moral, ese que arrastra el peso de sus acciones, no tuvo paraíso que abandonar salvo el que leyó en un libro, en el Libro, y que, como Fausto, llega a aborrecer, al percibir la ficcionalidad de su espacio. Tal que condenados al destierro, al igual que Castro envía a sus presos políticos, los seres humanos ansían regresar a ese lugar que nunca existió y que acaso solamente puede revivirse en la concepción de una utopía. ¿Existe un lugar de origen al que llegar o del que nunca haber partido? La historia bíblica señala el éxodo como la patria de los elegidos, a los héroes del no-lugar como a los fundadores del utópico Nuevo Mundo. Pero ya advirtió Jesucristo que su reino no era de este mundo, que la patria divina no se hace con ladrillo ni mucho menos construyendo fronteras que la separen de otras patrias no divinas, ya sean Palestina o Sodoma. El relativismo conviene como punto de partida, al igual que quitarse un disfraz o el ensayo continuo de bañarse por primera vez en un mismo río. Los conceptos, los mandamientos, los prejuicios y preceptos, aprietan como una soga al hombre libre que busca mirar con ojos nuevos las cosas, estableciendo una escenario del paraíso en todo lo que su mirada descubre.

El paso del mito al logos comienza con la duda superando al temor irracional, con el pensamiento propio, con la búsqueda de uno mismo, por encima de fábulas, fantasías, aquelarres fáusticos y demás juegos oníricos. Consiste en ver en todo ello la sombra de verdad que los anima: dando paso a la luz de su mismidad. Dijo Cioran que: “Se piensa –siempre- porque se carece de patria; el espíritu no puede encerrar a quien no tiene fronteras”. Parece Cioran hablarnos del sabio, aquel que inevitable yerra en este mundo porque no es de este mundo, o porque reconoce la universalidad de su hogar en un espacio contaminado por las fronteras, los cerrojos y las armas de defensa. Los cerrojos de un credo, de un templo o de un paraíso nunca reflejarán el verdadero paraíso: aquel que es contemplado más allá de toda tentación, pues nada puede tentar a quien todo le es ya propio, sin preferencias, salvo la que tiende a unificar, es decir, la que no prefiere, sino que confiere totalidad. Eso buscaba Fausto por encima de todo, saberse vivo, completo, en un instante real: y poder llamar a ése su lugar, tras circundar la verdad en las letras que la tapan: el pacto de sangre fue el pacto de vivir, de ahí que no sucumbió al instante, sino que se elevó, por encima incluso de Mefistófeles, hacia Dios. La búsqueda del nombre sagrado –que puede ser sentido como ausencia- está más vivo que nunca al igual que el aire en nuestros cuerpos: dando vida, posibilidad presente y continua de verdad, en clara apertura a la mirada del descubrir.

Diario La Verdad, 18/07/2010

lunes, 12 de julio de 2010

La rosa

Perdura la fragancia de la rosa
en el silencio del amante,
siendo memoria viva
abierta a todo alcance.

domingo, 4 de julio de 2010

Creencia y cultura

Se dice que “creer” significa tener algo por verdadero. Etimológicamente sería mejor decir: dar algo por verdadero, pues “creer” deriva de “dar”; lo que nos lleva a suponer que quizá lo que se dé, lo que se entregue, es la razón, para que pueda llevarse a cabo la acción de creer. La fe es el esfuerzo continuado de creer, esto es, el esfuerzo continuado de abandonar la razón con el fin de creer en algo que la razón no puede seguir, al menos, de forma empírica o lógica. Sin duda, este debate está muy desarrollado y posiblemente superado. Santo Tomás nos dio muchas razones para creer, y tantos otros. Nos dieron tantas razones con el fin de hacer menos pesado el esfuerzo continuado que supone la fe, pues, como dijo Voltaire, “creer es muchas veces dudar”. La base del creer, su razón de ser, diría yo, es el propio dudar; pues cuando una cosa carece de duda, cuando es como es y no necesita decirse más sobre ello para demostrar su existencia, al estar ahí, tal cual, ya no hay –evidentemente- por qué creer en ello, ni afirmarlo o reafirmarlo, pues se afirma –objetivamente- por sí solo.

Así, a fuerza de creencias se ha ido formando la cultura y con ello la identidad, o la gran máscara que se hace pasar por rostro auténtico. Desde niños nos enseñan a “creer” en lo que se debe saber, a tener por necesario aquello que hemos ido haciendo necesario. ¿Cuál es la razón? Difícil saberlo. Pero la cultura necesita de su discurso, de su dialéctica, como el tablero de sus patas para ser mesa. Sin dogma no es posible la comunicación, sin un juego de creencias comunes no es posible asentar la verdad en que creer, por ejemplo, de la democracia, otro discurso, otra dialéctica, que unos resuelven sobre ese tablero y que nosotros, como patas del mismo, lo sujetamos porque así se nos ha enseñado, se no has hecho creer que todos formamos parte del “poder del pueblo”, que somos la soberanía, aunque con el tablero a cuestas, que emana como un mantel pulcro sobre el que se instalará el manjar que unos pocos se llevarán a la boca, dejando las sobras a los infrasoberanos instruidos en creer. Y creerán, creeremos, que esas sobras arrojadas son el verdadero manjar.

La cultura no la hace nadie en particular, son las creencias las que le van dando forma según el estado de ánimo de cada época. Así El Quijote pasó a ser de un vulgar libro de caballería con rasgos cómicos a una obra inmortal e idealista de espíritu romántico. ¿Qué simbolizará El Quijote ahora o dentro de un par de siglos? Posiblemente, aunque ya lo simbolizó para muchos románticos, la historia del mayor fracaso humano ante la mediocridad general, capaz de volver loco al más cuerdo, con tal de respirar un poco de aire fresco, transformando un mundo gris en otro de prodigios, aventuras y con nobles lances de amor y de honor. Ciertamente, todos somos Don Quijote, pero no terminamos de creérnoslo (perdón por la ironía). Así la creencia enfría lo que el alma sabe, la creencia se excusa siempre, porque el siguiente paso sería dejar de creer para convertirse definitivamente en aquello en lo que se creía. La cultura es un libro de texto, un museo, unas fiestas populares, cualquier ritual o costumbre, es decir, toda mecanización de la vida. Toda alma profanada. Es robarle a la rosa su aroma para disecarla entre las páginas de un libro. Y así, cada día nuevo en que amanecemos, nos parece ser el mismo, resulta cada vez más imposible nacer a la vida, porque la vida no es una creencia, y para ver eso es necesario dejar de creer, quedarse desnudo, marearse un poco ante el precipicio de los dogmas, para comprender y sentir que no somos nada de eso, que esos cuentos sólo han sido oídos por otros, pero nunca han nacido en nuestro interior.

Como aseverase Thoreau: “cuando cesa la verdad surge una institución”, aunque dirá esperanzado que “la verdad sigue soplando por las alturas”. ¿Quién desea perder la seguridad que hace de su vida una pieza más en el museo de la civilización culturalmente constituida, de esa institución llamada “cultura”? ¿Quién desea empezar de cero con la honestidad de no aceptar nada, salvo aquello en que no le pidan que crea, sino que espontáneamente lo vea? No queremos dar ese paso, porque tenemos miedo, porque sería nadar a contracorriente, porque hemos aprendido a bañarnos una y mil veces en el mismo río, ese que es cómodo y cálido, aunque su agua no sea potable y soportemos la sed implorando el maná, en ese río en el que nos vamos ahogando poco a poco, sin saberlo, porque aún seguimos creyendo, con esfuerzo, con fe, que es el río de la vida, pero sólo es el río de las creencias. Y entonces, finalmente, cuando dejemos algún día de creer en la verdad, porque de todo sueño se despierta, la verdad entonces aparecerá, por sí sola, floreciendo, tal y como es. Y el corazón resoplará en voz silenciosa: “ahora veo lo que antes sólo creí ver”.

Diario La Verdad, 04/07/2010

miércoles, 30 de junio de 2010

Apariencias

Estamos ante un sentido, y el sentido nos llena de aparente verdad: creemos ser lo que el sentido nos dice que somos. De vuelta a la idea, al preconcepto, al eterno retorno de las formas, aquellas que quieren perseverar en la posesión nuestra de algo que nos justifique. “Es más fácil desintegrar un átomo que un preconcepto”, apuntó Einstein. El preconcepto o prejuicio nos predivide. Ya estamos divididos antes de que tenga lugar la división, por lo que nos hacemos cada vez más pequeños y pequeños conforme miramos el mundo. A veces nos parecemos a un átomo que quisiera desintegrarse buscando su expansión, como si la meta fuera el eterno retorno causado por temor hacia el vivir incierto. Es más fácil el bullicio que la paz, el fervor que el sosiego sin búsqueda, las apariencias que la mirada transparente, sencilla, honesta. ¿Hasta cuándo las apariencias, el continuo juego del escondite de nosotros con nosotros? ¿Quién se esconde, quién juega? ¿De qué nos escondemos? Siempre hubo las revoluciones violentas, trágicas, pasionales, que sólo sembraron injusticia y ahogo, fugitivos cambios utópicos que finalmente sustituyeron una pesadilla por otra. ¿Cuándo la revolución interior? ¿Cuándo la revolución que no lucha sino que preserva su virtud, que mira dentro y halla el tesoro que ofrecer al que nada tiene? ¿Cuándo compartir al tiempo que buscamos la verdad para todos?

viernes, 25 de junio de 2010

Esperándote

Hay un camino en la tierra nuestra,
el camino que se aproxima al ocaso de las verdades,
ocupando el lugar de lo completo, invicto en la cima
del alma, sin otro ámbito que el más profundo sentir del vacío.
Llamamos tierra a la tierra y hombre al hombre,
palabras que se hacen idénticas a lo pensado
o pensamientos que son idénticos al hombre.
Mi voz se ocupa de la vuestra
y nuestras voces son una finalmente,
vacilando distintos ecos del mismo grito comenzado.
Queda estremecido el aliento del silencio.
El eco que regresa se olvida del grito.
La señal de la luz nos da certeza informe.
Todas las palabras son la misma palabra
y el sueño se agranda bajo el mismo escenario sin fondo.
¿Cómo atrapar el llanto en su caída, dar forma a la herida
que vuela temerosa por las sombras de su pánico?
No hay tiempo para el pánico, sólo para la supervivencia.
No hay tiempo para ti, que desapareces sin verme.
No hay tiempo para mí, que me marcho huyendo
en el silencio de la noche, sin descubrir si ha quedado
un resto de ti que me despierte.

domingo, 20 de junio de 2010

Espejos de la realidad

“Me investigué a mí mismo”, dijo Heráclito hace muchos siglos, cuando no existía el psicoanálisis pero sí la filosofía buscaba mirar en lo más profundo de la realidad con el fin de encontrar razón de ser a las cosas del mundo. Ese sentido último, a pesar de Freud, posiblemente no se ubica en los sueños sino en lo más evidente, allí donde la conciencia en vigilia pone sus ojos testigos y desvela el mundo tal como es, o mejor dicho, tal como ‘le es’. Schopenhauer nos recordó que el conocimiento a través de la inteligencia nos conduce a la realidad, siendo lo contrario la ilusión; y que el conocimiento por la razón nos da la verdad, siendo lo contrario el error (“el pensamiento falso”). Razón que no es sólo pensar, sino intuir la impresión directamente, realizar uso adecuado de los sentidos para acceder a los objetos, cuando la mente puede hacerlo sin estar agitada por sus fantasías y de ahí llegar al pensamiento atento o adecuado, como siguiendo una línea recta y sin torcerse en su trayectoria: desde la fuente prístina de la conciencia. Y Heráclito apunta al centro de la diana: “Malos testigos son para los hombres los ojos y los oídos cuando se tienen almas bárbaras”. Por eso se investigó a sí mismo, para no tergiversarse y no tergiversar -de este modo- la realidad.

Al observar la pantalla del mundo la distorsión es evidente cuando a priori se nos presenta distorsionada, ¿qué hacer entonces, cuando todo parece lo que no es y la razón nos obliga a asumir el error de la realidad? Seguramente, como han hecho o han intentado siempre los filósofos, lo mejor sea describir ese error. La televisión, esa isla en la que el espectador juega a habitar desde un cómodo sofá, a menudo sirve como instrumento de evasión, y los que la hacen sirven en bandeja formas de evasión anestésicas, donde el culto al cuerpo, la promesa de la belleza, el goce material, la invitación al consumo o el comercio de los trapos sucios de los demás se integran en nuestras vidas y llegan a conformar la realidad, creando la necesidad de huir de lo propio para residir en lo ajeno. Se les atribuye –o se atribuyen- la legitimidad de pensar por nosotros y se pasa –sumisamente- a pensar como ellos, a asumirse lo que se ve como identitario. Es la televisión ese espejo cóncavo que muestra las deformidades, la estéril realidad impalpable que nos hace inexistentes de nosotros. “Las imágenes más bellas en un espejo cóncavo son absurdas”, dice Max Estrella en “Luces de bohemia” (Valle-Inclán).

Se ha vuelto a poner de moda, como es lógico, al terrible Dorian Gray, aquel que oculta en su belleza exterior a su monstruo interior, que descuida su alma y se entrega a las apariencias, haciendo crecer una bestia que acaba por terminar con él. Es verdugo de sí mismo quien evita mirarse por dentro, investigarse a sí mismo. Entonces el sueño se convierte en realidad, porque nada tiene sentido cuando el testigo de la vida se pone una venda en los ojos. Parece que Inocencio X, tras ser retratado por Velázquez, le dijo al pintor que quizá el retrato le había salido demasiado real. Posiblemente el retratado se espantó al verse a sí mismo en un espejo que el siempre había evitado. Por ello se dice que Velázquez retrató mejor que nadie el alma en un gesto, la realidad en el más concreto detalle de lo real, sin disfrazar nada, sin idealizar lo que no es ideal. Francis Bacon usó finalmente el ‘espejo cóncavo’ para emular el tipo de retrato que espantaría a cualquier Dorian Gray.

El espejo de la realidad que la mirada percibe, muestra nuestros propios ojos, y como un grito convertido en eco sobre el amplio espacio, refleja, como un paisaje de Turner, el difuso cromatismo de las tormentas interiores. Todo lo que vemos afuera está dentro, pero lo que no alcanzamos a ver se localiza también en el íntimo adentro. El tiempo distrae disfrazando las horas de senderos inocuos, y la distracción se cuela en los laberintos del pensar, dejando baldío ese territorio que pudiera haber sido un exclusivo descubrimiento. No hay tergiversación mayor que hacer caso omiso a lo que la conciencia reclama. El espejo cóncavo nos hace absurdos, pero la realidad aparece en el espejo del tiempo, que nos invita a preguntarnos, tras ver nuestro claro reflejo: ¿quiénes somos realmente? Y la pregunta queda en el aire, difuminada en el espacio, y acaso podamos decir algún día: “Me examiné a mí mismo”, como Heráclito dijera, tras bañarse en las aguas que marchaban efímeras a su paso.
Diario La Verdad, 20/06/2010

jueves, 17 de junio de 2010

El inmortal



Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros,
 fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos.
Jorge Luis Borges (“El inmortal”)





Yace un frío en la noche inmóvil
que agita los tímpanos del silencio.
Ahí este cuerpo se hace doble
pasajero y continuo, muerto y vivo.
Y ello hace preguntarme:
-¿A dónde va el viento que no vuelve?

Resuenan como pisadas de acero las preguntas
arrojadas al hombre
como ladrillos siniestros los finales que planean
clavarse en la herida ignorante
de este corazón que se atormenta
que llueve sin raíces que no despierta
que está solo como semillas
sin manos que las viertan

Sólo queda el día
el cinturón del olvido aprieta las entrañas
y el futuro es un espacio en blanco
sin origen

Antes que anochezca seremos inmortales
seremos el cuerpo que no cesa de sentir
su propia muerte sin muerte

domingo, 6 de junio de 2010

El arte de la imprudencia

Con frecuencia el ser humano se pregunta qué significa el tiempo, la sucesión de las cosas que suceden, el paso de los instantes, de las horas, de los siglos. Todo lo que hacemos se desarrolla en un determinado momento, dejando a su paso infinitas posibilidades que hubieran podido comprender la acción a tomar. Ésa es la gran paradoja de la libertad existencial: la decisión que condena al devenir, para bien o para mal. El acto, pues, resulta hecho y poco más cabe decir. Y la sucesión total de los acontecimientos, como describe el conocido ‘efecto mariposa’, puede quedar condicionada en sus efectos por causas aparentemente no relacionadas. Parece con eso que hasta el caos tiene sus leyes.

Pero incluso la acción nunca realizada puede influir contundentemente en la resolución de los acontecimientos postreros. Toda una vida corre siempre el peligro de ser un error continuo marcado por el error primero. Así, ese tipo de acciones fallidas, implícitas en la conciencia pero no explícitas en el acto en sí, desatan tormentas en Hong Kong. El espacio no físico de la conciencia, aunque físico en la psiquis, configura el movimiento resultante, la libertad secuestrada por el eco que resuena y tiembla en las piernas del caminante. Cabe no olvidar esto, no permitir que el subconsciente moldee el temblor en olvido perfecto y latente, en apariencia de nada que todo lo modifica. Al hacer consciente el inconsciente es posible retornar a la libertad, vencer el miedo que creíamos innato para verlo de frente. La libertad no mira hacia atrás, pero sabe observar el presente sin la carga de las sombras.

La prudencia enmascara el dolor, la herida resentida, resuelve el presente en vana claudicación. Hay la prudencia sabia, que se cuida a sí misma, y la prudencia oculta, que simplemente se olvida de sí. Esta última ha encubierto el sentido original de la primera, ha cambiado el significado real de ‘prudencia’. La prudencia primera, sería entendida como virtud, en el sentido de Platón (“Menón”), es decir, como un recordatorio de lo que somos, una virtud innata; y la segunda, ya temporal-circunstancial, sería prudencia resabiada, la cual ha aprendido a base de lecciones dramáticas, como nuestro querido Lazarillo. Sin embargo Don Quijote no aprendió esta segunda prudencia de cálculo, porque miraba con los ojos de la virtud. La acción no pertenecía al tiempo, sino a la conciencia, pero tampoco a la conciencia de la experiencia, sino a la del corazón. He aquí que la acción prudente (‘prudencia’ deriva, al igual que ‘providencia’, del latín ‘pro videntia’, ver anticipándose) es contradictoria e infiel a la libertad, porque prevé, calcula, somete, enfría la pulsión: y no permite el nacimiento de lo interno sin limitación. He aquí el lamento del poeta, que confiesa su experiencia irrevocable: “así he vivido yo con una vaga prudencia de /
caballo de cartón en el baño,
/ sabiendo que jamás me he equivocado en nada, /
sino en las cosas que yo más quería.” (Luis Rosales).

Como un caballo de cartón, girando y girando pero sin avanzar un paso, la acción de la conciencia, cuando es impelida por la experiencia atemorizada, se aquieta infructuosa, prudente sin ver pasar el tiempo tal como es. Y así el tiempo eterno, que existe, que está frente a nosotros, no aparece, es velado por el tiempo en simulacro, incapaz de oler la rosa con todos los sentidos, por miedo a intoxicarse, por precaución. Y otra vez el poeta, fiel a su consuelo eterno de vivir el instante, canta a la rosa y la huele en el poema oliendo lo total en sencillez sagrada: “Bastante ya me era / aspirar en aquella rosa el Cielo, / y ver Su propia cara”. (Ralph Hogson).

La acción contundente, comprometida, auténtica, no mira atrás ni adelante, sólo actúa, cuidando sí, su paso, pero siguiendo a su alma sin dirección. Sólo ahí lo eterno se vivencia, en la acción sin tiempo que arroja el presente, arrojándonos a él para verlo sin prebendas. El lógico y poético Wittgenstein, en su “Tractatus”, ya definió lo eterno a la manera que lo haría el budismo zen: “Si por eternidad no entendemos duración temporal infinita sino intemporalidad, entonces vive eternamente el que vive en el presente”. Se estima poseer cierto arte de prudencia como el que nos ofreció pragmáticamente en su tiempo Baltasar Gracián, pero sin que ello nos impida ver el bosque, hacer homenaje a lo espontáneo, ser niños muy de vez en cuando, oír lo que la virtud escucha, y cuando la prudencia nos avise, al igual que lo haga, como antaño, el consejero al príncipe, mejor es, como anotó el mismo Gracián: “que el aviso tenga visos de recuerdo de lo que olvidaba en vez de ser luz de lo que no se alcanzó”. Y así el paso tomará la dirección adecuada para seguir por sí mismo el claro de su propia luz.

Diario La Verdad, 06/06/2010

domingo, 30 de mayo de 2010

Poética desnuda

La tímida voz que sale de dentro
calla, palpita, teme y rueda hacia fuera
como un estremecer despojado en el temblor.
Voz que ahora no conoce las horas del silencio,
voz que marchita lo caduco y lo mece, extraviada.
Llega tarde a ninguna parte la voz de alguien
que no se oye y gime por no ser. Es su futuro
lo que pende en lo total, con el susto y la caricia
todavía anhelando el manto que no fue.
Tienes hambre de verso y de canción completa,
de vientre y paraíso, de luz y de oscuridad.
(El espacio vacío
no es silencio sino confusión,
caída sin rumbo,
paso sin deseo.)
Hay un corazón que niega ser llorado
porque el llanto hace más grande el tiempo
y lo deja solo y extenso y yerto.
Son palabras que dijiste al papel
y que ahora te desnudan
cuando no te queda nada y giras
tan vacío, tan vacío, que no te cabe lo lleno.
Tienes penumbras, pedazos de amor,
semillas cenicientas, labios rotos. Y todo lo guardas
en un triste papel.

miércoles, 26 de mayo de 2010

“De los poetas”, Nietzsche y Zaratustra

Nietzsche piensa –pensaba- que todos los dioses “son un símbolo de los poetas, un amaño de los poetas”, y que los poetas son narcisistas, mentirosos. Lo dijo su Zaratustra, su alter-poeta, su alter-super-yo. Quizá era necesario cargar contra ellos, debido a la sublimación romántica, pero sabemos que ante todo se esconde un profundo amor al poeta, pues si no carecería de amor a sí mismo, aunque esto también lo diga su Zaratustra: “La fe no me salva –dijo-. Y menos todavía la fe en mí mismo”. Cuánto amor se esconde en el rechazo, en el rencor, en la farsa insistente de castigar al “yo”. Cuánto amor mal amado.

Si el poeta cree que la naturaleza se ha enamorado de él cuando la oye y le susurra sus secretos, entonces, su creencia es un fundirse con la fe. Qué mayor fe que la naturaleza sola en el secreto, en el pasmo romántico de lo sublime, en la dicha inenarrable de la iluminación. Rimbaud “volaba con ímpetu” hasta la “queja”, con el ‘símbolo imperecedero’ de Goethe y que Zaratustra limita, como a lo inaccesible, cansado de que sea acontecimiento. Pero el propio Nietzsche sabe que todo es un decir, que nada es dogma de fe. Solamente juega, muy serio.

Dejando lo inaccesible sin abrir, las puertas serán las mismas, las siempre abiertas, las que todos ya sabemos abrir. El acontecimiento no es un símbolo, es justamente lo previo al símbolo, lo que hace que algo cambie y comience algo nuevo. La puerta entornada. Y, sin duda, desde esa perspectiva, todo es acontecimiento.

domingo, 23 de mayo de 2010

Mejor ciudad, mejor vida

“Mejor ciudad, mejor vida” es el lema de la Exposición Universal de Shanghai de 2010, la mayor de todas las celebradas hasta el momento, en un recinto de 520 hectáreas y con alrededor de 200 países participantes. Los números para esta ciudad son siempre una constatación desbordante, con sus más de 18 millones de habitantes o con sus tres torres de las seis más altas del planeta, además de poseer el mayor centro comercial y el mayor puente del mundo o el único tren de levitación magnética de alta velocidad que existe, es decir, que no toca el suelo. Con todo ello y mucho más, no es de extrañar que haya sido acogida esta urbe como sede de una exposición universal, al igual que en otros tiempos fueran París, Londres o Viena.

Del término ya exiguo “metrópoli” toca ahora hablar de “megalópolis”, un concepto que hace referencia a un lugar donde todo es un vértigo continuo y la tecnología alumbra la modernidad entre esferas de cristal y calles de olas de transeúntes sin rostro. Ya en “Poeta en Nueva York” Federico García Lorca se sintió “Asesinado por el cielo / entre las formas que van hacia la sierpe / y las formas que buscan el cristal”. Quizá ese lema que utiliza la Expo de Shanghai nos sugiere lo grandioso como forma de mejor vida, la masificación como espejo del progreso y “rostro” del individuo “modelo”, aquel que se pierde entre el gentío y que solamente parece existir en los confines de las redes sociales de Internet. Puede que con Internet la palabra escrita se revalorice más, ya que es la forma de comunicación que queda cuando la voz resulta absorbida por el ruido de los coches de la gran ciudad.

La realidad virtual tiene la ventaja de no competir tanto como lo hace la realidad material, y en cierta manera viene a suponer una liberación para el hombre y sus circunstancias. “Un hombre que come un alimento –escribe B. Russell- impide que otro lo coma, pero un hombre que escribe un poema o goce con él, no impide que otro hombre escriba otro poema tan bueno o mejor o goce con él”. Esa realidad del poema –que relacionamos con la virtual- consistiría en una especie de suspiro resultante de la otra vida, la del alimento, la material. Sin embargo, no existe escapatoria a la competición que nuestro sistema ha diseñado. Por ello, la mayoría de los videojuegos se basan en la competición, en la simulación de guerras, de vendedores y vencidos; incluso los deportes –también una aparente tregua recreativa- siguen esta premisa donde todos luchan por la medalla de oro, por la gloria, por el dinero o la fama. La competición es el deporte preferido de los hombres, ligados a la interdependencia pero buscando siempre separarse, diferenciarse, tener más, ser mejores.

Hay un juego para ordenador, mejor dicho, un “metaverso” en línea, que consiste en crear un avatar o una segunda vida (“Second Life” se llama, inspirado –por cierto- en una novela de Neal Stephenson: “Snow Crash”) desarrollándose en un mundo virtual, y que ha supuesto un ejemplo claro del anhelo humano de suspirar ante el tedio vital, en busca de la llamada por B. Russell: “vida individual”. Este filósofo nos recuerda que por encima de todo “deseamos una vida feliz, vigorosa y creadora”. La literatura es buena prueba de los intentos virtuales por ofrecer al mundo una realidad interior, paralela, en la que reina el goce estético, el ritmo del espíritu o la libertad metafórica que las palabras inventan y sueñan. Internet está funcionando en muchos sentidos como una realidad paralela, soñada por todos en interacción constante, superada día a día por la inventiva humana: “dando a una sombra cuerpo consistente”, como valorase Dante -en boca de Estacio- el arte de Virgilio, en su “Divina Comedia” (Purg. XXI. 136). Pero la vida primera es contundente, necesaria, presente; y la ciudad es la madriguera de los soñadores que salen y encienden el ordenador buscando mirar más allá de la caverna, acaso percibiendo un mundo ante ellos mejor que el que ofrece un tren que levita para llevarte a una oficina durante ocho horas al día y que te devuelve a un apartamento mínimo –al contrario que los puentes o las altas torres que disfrazan la tristeza urbana, simulando grandeza y mejor vida- con el famélico fin a las espaldas de dormir, comer y esperar a Godot tumbados frente a la tele. Y entonces aparece una puerta abierta, quizá una mejor vida, aunque sea virtual, que la que puede ofrecer la ciudad. Y el sueño comienza de nuevo, al abrir el libro, como en “La historia interminable”, con la esperanza de vencer a la Nada.

Diario La Verdad, 23/05/2010

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