domingo, 6 de junio de 2010

El arte de la imprudencia

Con frecuencia el ser humano se pregunta qué significa el tiempo, la sucesión de las cosas que suceden, el paso de los instantes, de las horas, de los siglos. Todo lo que hacemos se desarrolla en un determinado momento, dejando a su paso infinitas posibilidades que hubieran podido comprender la acción a tomar. Ésa es la gran paradoja de la libertad existencial: la decisión que condena al devenir, para bien o para mal. El acto, pues, resulta hecho y poco más cabe decir. Y la sucesión total de los acontecimientos, como describe el conocido ‘efecto mariposa’, puede quedar condicionada en sus efectos por causas aparentemente no relacionadas. Parece con eso que hasta el caos tiene sus leyes.

Pero incluso la acción nunca realizada puede influir contundentemente en la resolución de los acontecimientos postreros. Toda una vida corre siempre el peligro de ser un error continuo marcado por el error primero. Así, ese tipo de acciones fallidas, implícitas en la conciencia pero no explícitas en el acto en sí, desatan tormentas en Hong Kong. El espacio no físico de la conciencia, aunque físico en la psiquis, configura el movimiento resultante, la libertad secuestrada por el eco que resuena y tiembla en las piernas del caminante. Cabe no olvidar esto, no permitir que el subconsciente moldee el temblor en olvido perfecto y latente, en apariencia de nada que todo lo modifica. Al hacer consciente el inconsciente es posible retornar a la libertad, vencer el miedo que creíamos innato para verlo de frente. La libertad no mira hacia atrás, pero sabe observar el presente sin la carga de las sombras.

La prudencia enmascara el dolor, la herida resentida, resuelve el presente en vana claudicación. Hay la prudencia sabia, que se cuida a sí misma, y la prudencia oculta, que simplemente se olvida de sí. Esta última ha encubierto el sentido original de la primera, ha cambiado el significado real de ‘prudencia’. La prudencia primera, sería entendida como virtud, en el sentido de Platón (“Menón”), es decir, como un recordatorio de lo que somos, una virtud innata; y la segunda, ya temporal-circunstancial, sería prudencia resabiada, la cual ha aprendido a base de lecciones dramáticas, como nuestro querido Lazarillo. Sin embargo Don Quijote no aprendió esta segunda prudencia de cálculo, porque miraba con los ojos de la virtud. La acción no pertenecía al tiempo, sino a la conciencia, pero tampoco a la conciencia de la experiencia, sino a la del corazón. He aquí que la acción prudente (‘prudencia’ deriva, al igual que ‘providencia’, del latín ‘pro videntia’, ver anticipándose) es contradictoria e infiel a la libertad, porque prevé, calcula, somete, enfría la pulsión: y no permite el nacimiento de lo interno sin limitación. He aquí el lamento del poeta, que confiesa su experiencia irrevocable: “así he vivido yo con una vaga prudencia de /
caballo de cartón en el baño,
/ sabiendo que jamás me he equivocado en nada, /
sino en las cosas que yo más quería.” (Luis Rosales).

Como un caballo de cartón, girando y girando pero sin avanzar un paso, la acción de la conciencia, cuando es impelida por la experiencia atemorizada, se aquieta infructuosa, prudente sin ver pasar el tiempo tal como es. Y así el tiempo eterno, que existe, que está frente a nosotros, no aparece, es velado por el tiempo en simulacro, incapaz de oler la rosa con todos los sentidos, por miedo a intoxicarse, por precaución. Y otra vez el poeta, fiel a su consuelo eterno de vivir el instante, canta a la rosa y la huele en el poema oliendo lo total en sencillez sagrada: “Bastante ya me era / aspirar en aquella rosa el Cielo, / y ver Su propia cara”. (Ralph Hogson).

La acción contundente, comprometida, auténtica, no mira atrás ni adelante, sólo actúa, cuidando sí, su paso, pero siguiendo a su alma sin dirección. Sólo ahí lo eterno se vivencia, en la acción sin tiempo que arroja el presente, arrojándonos a él para verlo sin prebendas. El lógico y poético Wittgenstein, en su “Tractatus”, ya definió lo eterno a la manera que lo haría el budismo zen: “Si por eternidad no entendemos duración temporal infinita sino intemporalidad, entonces vive eternamente el que vive en el presente”. Se estima poseer cierto arte de prudencia como el que nos ofreció pragmáticamente en su tiempo Baltasar Gracián, pero sin que ello nos impida ver el bosque, hacer homenaje a lo espontáneo, ser niños muy de vez en cuando, oír lo que la virtud escucha, y cuando la prudencia nos avise, al igual que lo haga, como antaño, el consejero al príncipe, mejor es, como anotó el mismo Gracián: “que el aviso tenga visos de recuerdo de lo que olvidaba en vez de ser luz de lo que no se alcanzó”. Y así el paso tomará la dirección adecuada para seguir por sí mismo el claro de su propia luz.

Diario La Verdad, 06/06/2010

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