domingo, 12 de septiembre de 2010

Nueve años después del 11-S

Pasado el tiempo, casi una década, podría decirse que ha acontecido muy poco desde entonces, o quizá mucho. El valor subjetivo del tiempo y la consecuente importancia de los acontecimientos ha valido para afirmar en muchas ocasiones que la historia suele dividirse en capítulos de tragedias, de masacres y guerras, revoluciones, movimientos políticos de un pueblo contra su mismo pueblo, etc. En este caso, el del 11-S, lo que ocurrió fue un ataque contra toda una civilización, no contra una religión o una determinada ideología política, sino contra un modo de vida, el de Occidente, y contra los valores que conlleva. Poco importa quiénes fueron los atacantes, poco importa quién quita la vida sino solamente la vida perdida, la soledad del dolor provocada por un sinsentido, como lo es todo asesinato a sangre fría. Lo que importa es el darse cuenta de lo que supone la tragedia de que el hombre sea capaz de comportarse como bestia. Tras el asalto a una civilización perdida entre las prisas del trabajo y el consumo, la familia y los partidos de béisbol, las barbacoas y los videojuegos, ocurrió solamente algo que posiblemente se siente todos los días pero que en ese día en especial se vislumbró en hipérbole: apareció el miedo. Tras la gran cortina de polvo negro de las calles de Manhattan sólo se atisbaba el ahogo de la desorientación, la angustia del destino, el no saber a dónde ir ni qué hacer, salvo llorar o correr o buscar a alguien a quien salvar de su llanto y de ausencia interior. Un teléfono para contar a la familia o a los vecinos la soledad del instante, la incredulidad ante la catástrofe y la pesadilla de ver en el cielo un vacío abriéndose, claro y azul, pero sin ventanas y cristales, sin altura de hierro ni alargadas antenas virtuales; solamente un vacío, un vacío en el cielo de amplitud hueca.

En ese momento toda una civilización confirmó que no sabía quién era ni quién les atacaba. Solamente fue capaz de conocer su temor, de aferrarse a su identidad violada y posteriormente afirmarse en su rabia, sacando las pistolas del Oeste. La reacción de cualquier humano atemorizado e instintivo se vio en la figura de un presidente de gobierno que asumió llevar a su pueblo a la venganza y al hermetismo de la seguridad. Poco importa quiénes fueron los atacantes y tampoco quiénes fueron los atacados. El ser humano es siempre lo que es, ya se adorne con corbata o con turbante. El problema es cuando la defensa metafísica de la identidad únicamente defiende el vestuario, el turbante o la corbata. Incluso todo lo que ello acompaña. La cuestión es si los valores que creemos o creen defender (los que no creen como nosotros) deben tomar en su defensa la violencia, incluida la venganza. ¿Sirve de algo quemar libros del Corán o de la Biblia? Muchos cristianos fueron quemados en la hoguera por los propios cristianos, la fe en Cristo o en Alá haría avergonzarse a éstos (a Cristo, a Mahoma, a Alá, también a Zeus), por las miserias que sus hijos llevan a cabo. Un grupo de personas coléricas quema banderas de Estados Unidos sin darse cuenta de que está ardiendo con ellas, pues todo odio hace arder el alma. Así lo hacen, así arden, quienes cabalgan en tanques o ametrallan pueblos de personas diferentes, de quienes sólo saben que son algo llamado el ‘enemigo’. ¿Pero qué se esconde tras todo ello? ¿Quién impulsa a quemar, a escupir, a violar, a odiar a un semejante? ¿Hasta cuándo las civilizaciones se quitarán la venda que una guerra del poder que no va con ellos les ha puesto en los ojos tras el mensaje de que hay un enemigo? ¿Quién será el enemigo cuando nadie ya no luche contra nadie? Al ser humano solamente le corresponde el deber de aprender a dejar de luchar, mientras tanto esta civilización o cualquiera que sea inventada, bajo libros y leyes y dioses, será una mentira que buscará revelar al demonio pronunciando el nombre de Dios o de la Constitución. “El mundo es de quien puede ver a través de sus apariencias”, explicó Emerson, fiel lector entre líneas de la Biblia. La lectura del 11-S, las relecturas que se harán cada año y cada siglo de lo que ocurrió, harán comprender al hombre que no existe ataque mayor que el que uno propugna contra sí mismo. En cualquier batalla –en definitiva- nunca hay ganador.

Diario La Verdad, 12/09/2010

jueves, 9 de septiembre de 2010

Más allá de cualquier máscara



Uno puede ser lo que es en cualquier momento, si algo lo impide es el condicionamiento, la mecanización del sentir, el ocultamiento del corazón. Cuando el corazón está al descubierto las máscaras pierden el sentido, la del otro y la nuestra, las múltiples, millones de máscaras que tapan lo que somos. A menudo se publicitan tratamientos estéticos que prometen la belleza, la cumbre de la superficie, una imagen que mostrar y con la que sentirse bien para seguir engañando al corazón entre exteriores vanos de identidad. Una máscara es un deseo encubierto de ser. Pero más allá de la superficie, indagando, en el fondo nuestro, tras la envoltura del mundo, queda al descubierto la piel verdadera de nuestras sombras, el foco agudo de la herida; y no es posible escapar de ello. Y al no hacerlo, al no escapar, ganamos de nuevo –tras esa sombra primera, también ilusoria- la imagen real de nuestro verdadero rostro.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Noche abismal

Noche de abismo. No dicen nada las palabras. Mi cuerpo se reclina en el silencio. Hay mar y tempestad en la esperanza, una furia de presente lleno. Pero todo se calma, se evapora, con la brisa azul del fondo del espacio. Las nubes son un eco, el aire una mujer enamorada susurrando sus encantos, el eco una mirada profunda que quiere ser memoria. El mar ofrece su ritmo a la noche, su estrépito de agua sonora, su abrazo al silencio, coronándolo de música. Y llueve, llueve dentro de alguien, llueve dentro de alguien un desamparo inédito. Alguien ha comprendido la vida, el dolor, la muerte... Por eso llora tan de dentro y prefiere oír el canto de la noche antes que ser él la voz de su propio llanto. La armonía está dispuesta, su cuerpo ha sido dejado sobre la arena como una cosa más, natural y quieta, movida por el aire entre un respirar de sol y fuego y noche. Del frío pasó al llanto cálido, del dolor a la comprensión amorosa de ser hombre, frágil y perdido, pero abierto y dispuesto a ser lo que ya es: un corazón sensible. Este cuerpo que veo, ahí reclinado, es el mío y el de nadie, mi alma está ahí y en otra parte, en todos los lugares, en todos los mares, en todos los seres y mundos y vacíos estelares.

domingo, 29 de agosto de 2010

La utopía de la felicidad

Ante la pregunta de la felicidad, de su posibilidad utópica, de esa utopía individual que cada ser humano interroga con la esperanza de hallarla realizable, cabe preguntarse también, como punto de partida, el problema de la infelicidad del hombre moderno cuando ha cubierto sus necesidades básicas, en el sentido de Maslow, y su vida se abre a la posibilidad de la autorrealización. Cuando falta algo, cuando se supone que todo se ha conseguido y todavía queda un sabor amargo en la conciencia, una sensación de no estar viviendo plenamente, es cuando alguien experimenta la desolación del vacío interior y el deseo de llenar esas carencias de plenitud. ¿Qué es lo que falla en el sistema de bienestar, si realmente el bienestar sólo se traduce en comodidad material? En los países pobres ni siquiera cabe esa pregunta y eso hace aún más responsables de su propia felicidad a aquellos que lo tienen todo pero que les falta lo más esencial: un espíritu lleno. Esa es la gran paradoja de Occidente, su gran galimatías, el haber hallado riqueza exterior en la más absoluta pobreza interior, moral y espiritual (los filósofos son ya reliquias o científicos de la escritura hermética), y el no saber cómo reparar esta situación. Ese estado de calma interior que los griegos llamaron ‘ataraxia’ parece ser la mayor utopía de nuestro tiempo, a no ser que lo encuadremos en otro paquete del bienestar que el consumo sabe garantizar: balnearios, spas, lujosos cruceros por el Caribe o un amanecer en Ibiza escuchando ‘chill out’. Y, es que, en estos tiempos, el paraíso sólo puede comprarse en las agencias de viaje. Excepto ciertos días, pagados bien caros, la mayor parte del tiempo las personas deambulan tristes por la calle, preocupadas y entre prisas torrenciales, mirando el reloj a cada paso, incluso si tienen tiempo suficiente ya es una costumbre pensar que se llega tarde, aunque sea a ninguna parte. Quizá no se puede aceptar tampoco que nos sobre tiempo, que haya momentos para no hacer nada, porque no se sabe qué hacer con ellos. Es en esos momentos cuando muchas personas descubren que no son felices, que no saben qué están haciendo con su tiempo, su vida y sus esperanzas. Buscaban la felicidad en un espejismo, en un hambre siempre insatisfecha, como un Saturno que termina devorando a sus hijos. Se ha perdido el control de la naturaleza, la sociedad se ha convertido en invasora de lo natural, de la vida real, y todo se ha fundamentado en la explotación insaciable en busca de un paraíso prefabricado.

La virtud que reivindicaron los estoicos, buscando vivir de acuerdo a la naturaleza (vivere secundum naturam), como también propuso Emerson, era simplemente decir al hombre que recuperara su cordura y mirara de frente a su mundo, a la vida. Para Boecio la felicidad consiste “en un estado, perfecto por la reunión de todos los bienes” teniendo en cuenta que “el error los desvía haciéndoles buscar bienes falsos y aparentes”. Es cuestión, por tanto, consabida, el desvarío humano en busca de su propio bien, pues no es otra cosa la felicidad, el vivir conforme al propio bien. Eso es la virtud, acertar en el uso del bien adecuado. Todo propósito ético anhela ese acierto. Y, sobre todo, que salga de sí mismo, de forma ‘natural’. Eso es vivir conforme a la naturaleza, a su virtud. Así, el hombre, siguiendo a Spinoza, puede “conservar su ser”, saber que es él mismo quien vive y hace de acuerdo a su ser, que es, en definitiva, lo que desea ser y lo que tiene que ser. La utopía individual, que no sólo busca el bien propio sino el común, pero que sabe que todo ha de partir de uno mismo y ser uno muestra o ejemplo de una verdad representada en el individuo, convendría como principio de toda felicidad social, pues no puede hacerse teoría de aquello que en su práctica resulta lo contrario (comunismo). Primero está el individuo, que sea íntegro por sí mismo. Los griegos llamaron ‘héroes’ a este tipo de hombres, pero no hace falta irse tan alto, pues de héroes y de superhombres de Nietzsche también algunos buscaron la praxis y salió lo más horrible (nazismo). No es necesario el héroe, sino únicamente alguien que aspire al bien y sepa lo que el bien es, pues seguramente el hallazgo de esa búsqueda sea la felicidad.

El hombre siempre irá al encuentro de la felicidad, es su naturaleza, así se desenvuelve su peregrinaje vital, con acierto o infortunio, anda siempre en ese camino. Como todo lo natural, pues de eso estamos hechos, las aguas terminan por volver a su cauce. Las tristezas de hoy posiblemente sean las alegrías de mañana, en esa historia de la evolución donde parece que a paso de hormigas vamos aprendiendo ciertas cosas y olvidando otras muchas. Ya sólo nos conformamos, aunque Fidel Castro no está tan seguro de que sea así, con que no se vuelva a repetir lo de Hiroshima y Nagasaki, ni cosas parecidas. Es, por tanto, una necesidad la felicidad, un imperativo, no sea que de tanta infelicidad todo esto termine en una gran tragedia nuclear, acaso por aburrimiento de los que creen que ya lo tienen todo.

Diario La Verdad, 29/08/2010

viernes, 20 de agosto de 2010

Canto de amor

Habla la voz que es clara en el deleite,
en lo amado como frontera y encuentro,
como luz no agotada del canto,
en fuerza y pasión de quimera
que avanza en la unidad prodigiosa
del turbador sentido.
Breve soy como el deseo ante el todo, acaso nada.
Me abrazo al instante desnudo
que traza el cuerpo del ahora,
el paisaje diverso
contenido en un punto insondable.
Me abrazo a la mágica presencia
que me hace certero y declara
que cualquier paso es el centro de su orbe.
Breve me abrazo, acaso siendo nada,
a la voz que canta
su frescor en lo unánime.

domingo, 15 de agosto de 2010

El alma de la ciencia


¿Podemos fiarnos de lo que ven nuestros ojos? ¿Estamos seguros de la realidad que observamos día a día? ¿Acaso vemos solamente aquello que queremos ver y pasamos por alto todo lo demás? Estas son algunas preguntas que conviene hacerse a menudo por higiene mental, interrogando todos nuestros valores y creencias nada más que con la convicción de que no sabemos nada. Esta prueba para la conciencia, que aparece sencilla en su propuesta, arroja un gran valor y compromiso al hombre, pues lo invita a despojarse de todo aquello que lo hace sentir seguro, para llegar a la más pura incertidumbre, ignorancia y también humildad. Consiste en aceptar que no sabemos nada, que la mente es una ilusión, y en atreverse a observar las cosas tal como son, sin previas concepciones de por medio. La labor científica actual necesita más que nunca de esta consigna procedimental, de este método sin principios, que arroja al observador de los fenómenos a la observación más desnuda. Es ya vieja la dicotomía ciencia-mito y esa respetabilidad tan positivista que a la ciencia se ha dado tal que único medio de llegar a la verdad. Con ello sólo se ha llegado a una paradoja más: la del mito de la ciencia. Y en nuestra sociedad se ha ido arraigando la cultura de que aquello que la ciencia no confirme -ciencia entendida ya como institución académica- no tiene ningún valor. Se ha convertido este mito incluso en una premisa para el consumo, la garantía de todo lo que consumimos ya ha de pasar por el laboratorio: una crema facial es más vendible si sus resultados han sido corroborados por la Universidad de Harvard.
Que la ciencia sabe algo es indudable. Que es necesaria, también lo es. Nadie discute eso. Dejar nuestras vidas en manos de ésta, posiblemente sí sea cuestionable, en tanto posibilidad de llegar a la verdad o, dicho menos pretenciosamente, en tanto posibilidad de hallar un cierto sentido a la vida. La experiencia, el hecho innegable del sujeto, necesita confiar en sí misma ahora más que nunca. Es seguro, a estas alturas, en que la ciencia ya necesita admitir que sólo comprende que nada comprende, que la sabiduría ha quedado demostrada en su sentido socrático, al menos. Muchos empiezan a aceptar la existencia del alma, y lo que es más sorprendente y gratificante, en la propia materia. El alma puede ser un sinónimo del cuerpo mismo, o de una flor o de todo el universo. Hay quien dijo que todas las cosas tienen alma, pero se puede ir más allá: el alma es todas las cosas en su totalidad y en su individualidad. Bellos son estos versos de Walt Whitman: “¿Alguno quiere ver el alma? / Mira tus formas y tu rostro, personas, estancias, ganados, / árboles, arroyos que corren, rocas y arenas.” Ahora hay científicos que se fijan en los poetas, que ven que los poetas vieron mucho antes lo que ahora la ciencia parece atisbar. Un ejemplo de ello es el libro “Proust y la neurociencia” de Jonah Lehrer, que indaga en los misterios de la neurociencia y en las verdades del arte; y que examina paralelamente, entre otros muchos, al genio de Walt Whitman y al excelente neurólogo Antonio Damasio, por ejemplo.
El alma es nuestra vista y nuestro tacto, nuestras sensaciones y nuestros ríos de pensamientos y palpitaciones musculares, anímicas, poéticas. Las palabras son sólo sombras de pensamientos y los pensamientos vagas sombras del alma. ¿Cómo llega el pensamiento a nosotros, aquello que creemos que somos y que pensamos que creamos? En realidad llega nada más, al igual que el frío hace temblar nuestros cuerpos o una sinfonía de Beethoven pone los pelos de punta o saca lágrimas sobrevenidas de un temblor profundo de belleza sensitiva. Dijo Heidegger, sabedor de lo inefable: “Nunca llegamos a pensamientos. Llegan ellos a nosotros”. Al igual que llega todo lo demás, la vida y sus fenómenos, el ruido o el silencio, las nubes o la sombra de nosotros caminando nuestros pasos. La ciencia, ahora más que nunca, sabe que puede avanzar olvidando lo que sabe, yendo a la esencia de la experiencia sin arrastrar esos prejuicios que paralizan la mirada inocente capaz de descubrir el mundo en un parpadeo. Labor valerosa, sincera, que requiere cuerpo y alma enlazados, totalmente fundidos. Pero que puede abrazar los más bellos milagros: los de la vida misma sucediendo, siendo lo que es, y ver en ello la obra de arte que sustenta cada aparición. Dejemos que lo diga mejor el científico poeta Walt Whitman: “Todas las cosas del universo son profundos milagros, / cada uno más profundo que otro cualquiera”.
Diario La Verdad, 15/08/2010

viernes, 6 de agosto de 2010

Viaje interior

Eclipsó un susurro el rumor habitual. Un aire leve de sílabas movió el cuerpo hacia el silencio y lo tomó con sus brazos quietos de paz instantánea, dejando atrás todo el temor, todo el ruido que habitual vierte sus lágrimas en el desasosiego. Llegó sin poder verse, tan sólo quedó sentido, hallado, el inocente espejo que paró el tiempo, que hizo muda la búsqueda.

"Ya no hay más búsquedas", dijo. "Ya no más noches glaciales, del estar sin ser con los huesos temblando." Mi voz quiso tocar su cuerpo, sus alturas, y dejó de habitar como verbo anhelante, para callar, sólo callar en lo llegado, en la brisa repleta del silencio unánime. Hubo miedo antes del sol, temor a la noche, temor al no más ser. Pero el frío ya no regresó. Era cálido el llamar de lo hondo.

domingo, 1 de agosto de 2010

El gen del capitalismo

Si aceptamos que vivimos en un sistema llamado ‘capitalismo’, que todo orden responde a ese plan, no es suficiente con asumir un papel victimista respecto a esta realidad, ni afirmar que “el infierno son los otros”. Declarar que hay un poder superior que condiciona y configura nuestro estar en el mundo, no ha de implicar que nos olvidemos, en un sentido humanista, que formamos parte de ese mundo y que lo que sucede, en todo ámbito, nos hace responsables de ello. Cabe aquí una responsabilidad de entendimiento, es decir, de ser capaces de atisbar el verdadero problema que atañe a una sociedad cuyos genes delatan el vislumbre de un estado de cosas que se ha apoderado de la libertad. ¿Es suficiente con culpar a otros del dislate capitalista? Cuando decimos que unos cuantos son las personas más poderosas del mundo, las que lo dirigen en la sombra, como si todo correspondiese a una conspiración entretejida desde el origen de los tiempos, no estamos diciendo nada, pues, al margen del poder de aquellos, planea un contagio o incluso una cualidad atribuible a todos. Que unos pocos puedan ejercer ese poder no significa que unos muchos, si lograsen tal poder, no lo usarían del mismo modo. Esto es, se da la hipótesis de que aquellos que culpan lo hagan por impotencia y que si cambiaran los puestos, posiblemente los que culpan serían los culpables. No es que el hombre sea un lobo para el hombre, sino que a partir de esa frase y de otras muchas, el hombre ha asumido que ha de ser un lobo para sus semejantes, que no le queda otro camino si quiere hacerse camino. Los problemas están ahí, puestos para solucionarse. Entre ellos, quizá el más importante, la superpoblación mundial en relación con la falta de recursos para todos, también el llamado cambio climático, fruto del abuso ejercido sobre la naturaleza, significando un progresivo deterioro del medio ambiente y, no cabe olvidar, el gran problema de la violencia humana, el armamento nuclear, el fundamentalismo religioso, político, económico, etc. Cuestiones todas ellas, como se ha de suponer, derivadas del sistema capitalista, de la eclosión de la producción, el consumo, la explotación, el afán de enriquecimiento como realización de un mal llamado individualismo: que no es más que un aislamiento de los intereses de la comunidad, quiero decir, de una humanidad sensible como grupo unido en una labor común de compromiso ético y cooperación.

El gen del capitalismo –sinónimo de egoísmo- es ya el espejo de la insostenibilidad, del cansancio de una sociedad desesperanzada, de una sociedad jerarquizada según el volumen de capital que posean sus individuos: y cuyo único afán, fin existencial, es el aumento de ese volumen de capital como justificación del esfuerzo humano. Quiero recordar aquí un pensamiento amargo pero veraz de Henry David Thoreau: “Los caminos por los que se consigue dinero, casi sin excepción, nos empequeñecen. […] Se te paga para que seas menos que un hombre”. Thoreau denunció ese afán espiritualmente ingrato que supone la búsqueda del oro, primitiva metáfora americana del capitalismo, luego vendría el petróleo. Uno es menos esclavo del patrón que del propio dinero. ¿Y la política? ¿Qué papel tiene en todo esto? Sinceramente, la política es una gran broma. La broma del uso del disfraz de unas ideologías para satisfacer intereses varios y oscuros. La broma del juego retórico sin contenido ninguno. El otro espejo de una sociedad que no ha sabido encontrar la voz que le refleje. No hay ninguna conspiración ni juego de altas esferas en todo esto, hay un problema en que todos participamos como planteamiento o como solución, pero que se ha evitado mediante una aquiescencia e indiferencia frente a una tarea que concierne a todo individuo, no desde el individualismo, sino a través de la conciliación fructífera de individualidades. Aún estamos a tiempo, al margen de las voces de ciertos milenaristas tópicos y turbados, para enraizar este íntimo destino del sendero global. El gen del capitalismo nos hace responsables biológicamente de todo suceder y nos invita a trascenderlo observando el potencial de cambio y evolución que todo pensar colectivo, desde cada punto de luz, posee, reconociendo, como primer paso, aquello que obstaculiza el caminar. En conclusión, todo ello invita a protegernos de aquello que nos limita y a engrandecer aquello que nos ensancha. Dejemos una frase del sabio libro Tao Te King para meditar: sólo hay que “usar la luz para volver a la claridad”.

Diario La Verdad, 01/08/2010

sábado, 24 de julio de 2010

Mirada del amanecer

En tu boca el infinito,
una palabra no dicha, cantada
como espejo de una sombra sin voz.
Silencio. Ausencia. Presencia leve
anudada a tus horizontes, lugar total
de las noches vigías, del arco constante
de tus ojos de mar. Mar poseído
brotando en tus manos de cielo,
en tu ritmo de astro sonoro.
Te busco, te hallo en la primera estación,
quedando lejos del amparo: embarcados,
entregados, enamorados... Y danzamos
como el paisaje contemplado por el sol,
como dos hojas que han de volarse al soplar
lo sonoro del viento, el aire, la enamorada sílaba de Dios.
Te amo y te busco, como un gesto o como un latido,
como un sueño interminable que despierta en el desierto
y duda y teme y reclama su anhelo a lo alto y al llover.
Al fin el agua tocó nuestros labios y apagó la sed
y la noche clareó desde tus ojos en medio del espacio
recorriendo tu mirada hacia el día,
como la luz, como el amor, como la tierra:
por siempre siguiendo al sol.

domingo, 18 de julio de 2010

El lugar del destierro

No hay mayor conocimiento que el que arroja la vida misma. La palabra se traduce en acción, porque sin acción todo quedaría detenido y estéril, en un no-lugar. Así comprende Fausto su existencia con gran desasosiego, ansiando la vida por encima de los libros sobre la vida. El gran deseo de Fausto fue pedir a un solo instante que se detuviera, por bello y pleno, aún sabiendo que ese instante fuera el último, establecido en pacto de sangre con el mismísimo Mal, como la tentación que desterró a Adán, esto es, la promesa de lo imposible. ¿Acaso fue desterrado Adán del Paraíso? ¿O dejó de ser Paraíso el Paraíso en el momento mismo de la tentación? ¿No llegó la condena antes de cometida la falta? “Lo divino no toca a los que no participan”, escribió Hölderlin, quien también lamentó la carencia de nombres sagrados. Si, como advierten muchas religiones, el deseo anuncia lo fatal, ¿qué significado tienen entonces el mundo y la acción? A partir de aquí, toda respuesta habrá de entenderse por relativa. A menudo se reprocha al relativismo su ausencia de compromiso moral, ya que parece en un primer momento que entiende todo discutible, tanto, como puntos de vista haya. No se hablaría de un ‘todo vale’ sino más bien de un ‘nada vale’ a priori. La reflexión de Aristóteles define claramente el problema: “El fuego arde igual en la Hélade que en Persia, pero las ideas de los hombres sobre el bien o el mal varían de un lugar a otro”.

La naturaleza humana significa el mundo representado, lo divino frente a la tentación en alejamiento del primero; es el primer bache moral con que se enfrenta el hombre en su cosmos de dualidades. ¿De qué puede apartarse el sujeto si no es de la concepción de su propia separación? El sujeto moral, ese que arrastra el peso de sus acciones, no tuvo paraíso que abandonar salvo el que leyó en un libro, en el Libro, y que, como Fausto, llega a aborrecer, al percibir la ficcionalidad de su espacio. Tal que condenados al destierro, al igual que Castro envía a sus presos políticos, los seres humanos ansían regresar a ese lugar que nunca existió y que acaso solamente puede revivirse en la concepción de una utopía. ¿Existe un lugar de origen al que llegar o del que nunca haber partido? La historia bíblica señala el éxodo como la patria de los elegidos, a los héroes del no-lugar como a los fundadores del utópico Nuevo Mundo. Pero ya advirtió Jesucristo que su reino no era de este mundo, que la patria divina no se hace con ladrillo ni mucho menos construyendo fronteras que la separen de otras patrias no divinas, ya sean Palestina o Sodoma. El relativismo conviene como punto de partida, al igual que quitarse un disfraz o el ensayo continuo de bañarse por primera vez en un mismo río. Los conceptos, los mandamientos, los prejuicios y preceptos, aprietan como una soga al hombre libre que busca mirar con ojos nuevos las cosas, estableciendo una escenario del paraíso en todo lo que su mirada descubre.

El paso del mito al logos comienza con la duda superando al temor irracional, con el pensamiento propio, con la búsqueda de uno mismo, por encima de fábulas, fantasías, aquelarres fáusticos y demás juegos oníricos. Consiste en ver en todo ello la sombra de verdad que los anima: dando paso a la luz de su mismidad. Dijo Cioran que: “Se piensa –siempre- porque se carece de patria; el espíritu no puede encerrar a quien no tiene fronteras”. Parece Cioran hablarnos del sabio, aquel que inevitable yerra en este mundo porque no es de este mundo, o porque reconoce la universalidad de su hogar en un espacio contaminado por las fronteras, los cerrojos y las armas de defensa. Los cerrojos de un credo, de un templo o de un paraíso nunca reflejarán el verdadero paraíso: aquel que es contemplado más allá de toda tentación, pues nada puede tentar a quien todo le es ya propio, sin preferencias, salvo la que tiende a unificar, es decir, la que no prefiere, sino que confiere totalidad. Eso buscaba Fausto por encima de todo, saberse vivo, completo, en un instante real: y poder llamar a ése su lugar, tras circundar la verdad en las letras que la tapan: el pacto de sangre fue el pacto de vivir, de ahí que no sucumbió al instante, sino que se elevó, por encima incluso de Mefistófeles, hacia Dios. La búsqueda del nombre sagrado –que puede ser sentido como ausencia- está más vivo que nunca al igual que el aire en nuestros cuerpos: dando vida, posibilidad presente y continua de verdad, en clara apertura a la mirada del descubrir.

Diario La Verdad, 18/07/2010

lunes, 12 de julio de 2010

La rosa

Perdura la fragancia de la rosa
en el silencio del amante,
siendo memoria viva
abierta a todo alcance.

domingo, 4 de julio de 2010

Creencia y cultura

Se dice que “creer” significa tener algo por verdadero. Etimológicamente sería mejor decir: dar algo por verdadero, pues “creer” deriva de “dar”; lo que nos lleva a suponer que quizá lo que se dé, lo que se entregue, es la razón, para que pueda llevarse a cabo la acción de creer. La fe es el esfuerzo continuado de creer, esto es, el esfuerzo continuado de abandonar la razón con el fin de creer en algo que la razón no puede seguir, al menos, de forma empírica o lógica. Sin duda, este debate está muy desarrollado y posiblemente superado. Santo Tomás nos dio muchas razones para creer, y tantos otros. Nos dieron tantas razones con el fin de hacer menos pesado el esfuerzo continuado que supone la fe, pues, como dijo Voltaire, “creer es muchas veces dudar”. La base del creer, su razón de ser, diría yo, es el propio dudar; pues cuando una cosa carece de duda, cuando es como es y no necesita decirse más sobre ello para demostrar su existencia, al estar ahí, tal cual, ya no hay –evidentemente- por qué creer en ello, ni afirmarlo o reafirmarlo, pues se afirma –objetivamente- por sí solo.

Así, a fuerza de creencias se ha ido formando la cultura y con ello la identidad, o la gran máscara que se hace pasar por rostro auténtico. Desde niños nos enseñan a “creer” en lo que se debe saber, a tener por necesario aquello que hemos ido haciendo necesario. ¿Cuál es la razón? Difícil saberlo. Pero la cultura necesita de su discurso, de su dialéctica, como el tablero de sus patas para ser mesa. Sin dogma no es posible la comunicación, sin un juego de creencias comunes no es posible asentar la verdad en que creer, por ejemplo, de la democracia, otro discurso, otra dialéctica, que unos resuelven sobre ese tablero y que nosotros, como patas del mismo, lo sujetamos porque así se nos ha enseñado, se no has hecho creer que todos formamos parte del “poder del pueblo”, que somos la soberanía, aunque con el tablero a cuestas, que emana como un mantel pulcro sobre el que se instalará el manjar que unos pocos se llevarán a la boca, dejando las sobras a los infrasoberanos instruidos en creer. Y creerán, creeremos, que esas sobras arrojadas son el verdadero manjar.

La cultura no la hace nadie en particular, son las creencias las que le van dando forma según el estado de ánimo de cada época. Así El Quijote pasó a ser de un vulgar libro de caballería con rasgos cómicos a una obra inmortal e idealista de espíritu romántico. ¿Qué simbolizará El Quijote ahora o dentro de un par de siglos? Posiblemente, aunque ya lo simbolizó para muchos románticos, la historia del mayor fracaso humano ante la mediocridad general, capaz de volver loco al más cuerdo, con tal de respirar un poco de aire fresco, transformando un mundo gris en otro de prodigios, aventuras y con nobles lances de amor y de honor. Ciertamente, todos somos Don Quijote, pero no terminamos de creérnoslo (perdón por la ironía). Así la creencia enfría lo que el alma sabe, la creencia se excusa siempre, porque el siguiente paso sería dejar de creer para convertirse definitivamente en aquello en lo que se creía. La cultura es un libro de texto, un museo, unas fiestas populares, cualquier ritual o costumbre, es decir, toda mecanización de la vida. Toda alma profanada. Es robarle a la rosa su aroma para disecarla entre las páginas de un libro. Y así, cada día nuevo en que amanecemos, nos parece ser el mismo, resulta cada vez más imposible nacer a la vida, porque la vida no es una creencia, y para ver eso es necesario dejar de creer, quedarse desnudo, marearse un poco ante el precipicio de los dogmas, para comprender y sentir que no somos nada de eso, que esos cuentos sólo han sido oídos por otros, pero nunca han nacido en nuestro interior.

Como aseverase Thoreau: “cuando cesa la verdad surge una institución”, aunque dirá esperanzado que “la verdad sigue soplando por las alturas”. ¿Quién desea perder la seguridad que hace de su vida una pieza más en el museo de la civilización culturalmente constituida, de esa institución llamada “cultura”? ¿Quién desea empezar de cero con la honestidad de no aceptar nada, salvo aquello en que no le pidan que crea, sino que espontáneamente lo vea? No queremos dar ese paso, porque tenemos miedo, porque sería nadar a contracorriente, porque hemos aprendido a bañarnos una y mil veces en el mismo río, ese que es cómodo y cálido, aunque su agua no sea potable y soportemos la sed implorando el maná, en ese río en el que nos vamos ahogando poco a poco, sin saberlo, porque aún seguimos creyendo, con esfuerzo, con fe, que es el río de la vida, pero sólo es el río de las creencias. Y entonces, finalmente, cuando dejemos algún día de creer en la verdad, porque de todo sueño se despierta, la verdad entonces aparecerá, por sí sola, floreciendo, tal y como es. Y el corazón resoplará en voz silenciosa: “ahora veo lo que antes sólo creí ver”.

Diario La Verdad, 04/07/2010

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