miércoles, 28 de agosto de 2013

El camino de la paz


Es difícil identificar los motivos que dan lugar a que el ser humano siga infringiendo violencia, tanto a su misma especie como también al planeta que habita. La especie humana genera problemas de comprensión al valorar la complejidad de sus comportamientos, aquellos que se hacen visibles en sus contradicciones más profundas. La evolución verdadera de los hombres debiera ir unida a un descenso considerable del uso de la violencia, llegando –es posible que suene a utopía- a su completa disolución. Sólo así pueden corresponderse evolución e inteligencia, dos conceptos que se requieren mutuamente, dos ideas que forman una sola y que habríamos de llamar ‘humanidad’, en su sentido más coherente y exacto. En el Tao Te King se nos recuerda que “cuando ganes una guerra, has de celebrarla haciendo duelo”. Pues no es deseable ese medio y toda sabiduría, digna de llamarse sabiduría, negará el camino de la guerra como medio para cualquier fin. Como señala incluso el famoso tratado chino llamado El arte de la guerra: “Es mejor ceder antes que luchar, y presentar batalla sólo cuando no hay otra elección posible”. Gandhi iba más allá incluso, adoptando la doctrina yóguica de ahimsa (no-violencia), una resistencia pacífica como medio para un fin en sí mismo: la paz. Ninguna guerra puede ser medio para la paz, es una gran contradicción, una derrota del mutuo entendimiento, un motivo de dolor que no debe ser alimentado.

Las guerras han sido, como la roca de Tántalo, una constante amenaza que ha mantenido a la humanidad atemorizada, alejándola del sueño de una paz que se ha tornado, en ocasiones, ajena a nuestra naturaleza. La violencia se ha logrado imponer, dejando en entredicho al hombre y su capacidad de amar al prójimo y al entorno en el que vive. Se ha dicho que no somos buenos por naturaleza, que hay un gen egoísta que nos lleva a actuar de formas poco ejemplares. Pero intuimos que eso no es así y la búsqueda de la paz también ha sido una constante. El ser humano no ha hecho únicamente culto y uso de la violencia, también la ha condenado, ha sabido hallar nuevos caminos alternativos para solucionar los problemas, esto es, ha intentado llegar a acuerdos y se ha esforzado por escuchar y dialogar, por confiar en sus semejantes en vez de desconfiar como norma. Ha buscado colaborar en vez de dominar y explotar, ha aspirado a crecer en comunidad en vez de buscar el máximo beneficio a costa de una actitud nociva con los demás. El ser humano, a menudo, demuestra su humanidad. Y confiemos en que siga así, si de verdad existe eso que llamamos evolución. Esperemos que evolución sea equivalente de pacifismo, de buena voluntad en definitiva. Pues no hay otro modo de crecer; no de ganar más, no de ser más ricos, no de incrementar exponencialmente nuestra capacidad insaciable de poseer y consumir. Solamente crecer, en el sentido que la vida ofrece, crecer para comprender, para averiguar una forma de existencia que nos sea apetecible, coherente y sana. Una vida que pueda sostenerse en valores comunes que nos unan, día a día, en el camino de la paz.

"La Tribuna" de Albacete, 28-08-2013

miércoles, 14 de agosto de 2013

Razones para la convivencia


Estamos ante un sentido, y el sentido nos llena de aparente verdad: creemos ser lo que el sentido nos dice que somos. De vuelta a la idea, al preconcepto, al eterno retorno de las formas, aquellas que quieren perseverar en la posesión nuestra de algo que nos justifique. “Es más fácil desintegrar un átomo que un preconcepto”, apuntó Einstein. El preconcepto o prejuicio nos "predivide". Ya estamos divididos antes de que tenga lugar la división, por lo que nos hacemos cada vez más pequeños y pequeños conforme miramos el mundo. A veces nos parecemos a un átomo que quisiera desintegrarse buscando su expansión, como si la meta fuera el eterno retorno causado por temor hacia el vivir incierto. Es más fácil el bullicio que la paz, el fervor que el sosiego sin búsqueda, las apariencias que la mirada transparente, sencilla, honesta. ¿Hasta cuándo las apariencias, el continuo juego del escondite de nosotros con nosotros? ¿Quién se esconde, quién juega? ¿De qué nos escondemos? Siempre hubo las revoluciones violentas, trágicas, pasionales, que sólo sembraron injusticia y ahogo, fugitivos cambios utópicos que finalmente sustituyeron una pesadilla por otra. ¿Cuándo la revolución interior? ¿Cuándo la revolución que no lucha sino que preserva su virtud, que mira dentro y halla el tesoro que ofrecer al que nada tiene? ¿Cuándo compartir al tiempo que buscamos la verdad para todos? 

Hay quienes señalan que vivimos tiempos críticos e inciertos, donde sólo es posible el tumulto sin retorno, la rebelión desbordada que en su desenfreno y hambre de justicia asalta todo atisbo pacífico de evolución conjunta. ¿Pero, cuándo la solución por fin será vislumbrada como un quehacer constructivo y no destructivo, como una tarea que sume y no que reste? Pues el ser humano tiene ante sí el reto de enfrentar su destino colectivo no ya sólo como una cuestión de supervivencia personal sino como un trabajo en equipo. Hoy día vemos que la búsqueda del beneficio propio se adentra incluso en las fronteras de lo público, y es ya incontable el número de políticos que, abusando de la confianza depositada en ellos, se ven fascinados y corrompidos por las tentaciones del poder. Como expresó el filósofo Theodor Adorno: "Quien quiera conocer la verdad sobre la vida inmediata tendrá que estudiar su forma alienada, los poderes objetivos que determinan la existencia individual hasta en sus zonas más ocultas." En este sentido, las relaciones de poder dirigen esa existencia individual, esa vida cuya realidad profunda tiene la vista puesta en objetivos que atienden al juego del dominio materialista e interpersonal. Es, por tanto, un deber el tomar conciencia en la sociedad de dos aspectos fundamentales para un adecuado avance cívico y ético. Por un lado es recomendable sostener un sentido crítico como ciudadanía, rebelde y firme en sus convicciones, pero siempre desde una mirada y acción constructiva y pacífica, creativa y humanista. Y, por otro lado, unida a esta actitud rebelde y cívica, no renunciar al afán cooperativo y solidario, que, por encima del interés propio, ve y busca el bien común de sus integrantes. Porque una sociedad solamente puede crecer desde sus propios cimientos cuando prevalece un afán humanista, donde en vez de motivos para el conflicto se encuentren razones para la convivencia.

"La Tribuna" de Albacete, 14-08-2013

jueves, 1 de agosto de 2013

Individualidad y cultura

 Afirmó Marcel Proust en una ocasión que su ocupación preferida era amar, amar no sólo sus recuerdos, acontecimientos perdidos en algún lugar de la memoria y del tiempo, evocados por el alma en momentos de silencios y epifanías, sino también los instantes que aparecen en el lúcido ahora de los días, esos lapsos de tiempo que quedan guardados para siempre sin saberlo; acompañándonos, haciéndonos ser lo que somos, pincelando nuestros sueños, deseos y quejares. La vida es una suma de instantes que responden a una identidad, nosotros mismos. Un conjunto de imágenes, sonidos y sabores que recogen lo que esperamos que siempre nos acompañe, aquello de lo que difícilmente podríamos separarnos pues constituye con genuina fidelidad, una idiosincrasia, una esencia que nos configura como entidades matizadas por el tiempo, con la cultura propia del carácter, ese conjunto de rasgos singulares que hacen de cada ser un mundo, un universo especial y digno de ser transitado. No hay mayor gloria, pues, que las patrias individuales, que los mundos personales, que los ecosistemas propios que saben a uno mismo.

Lejos quedará, para el alma que busca la originaria frescura del conocimiento, el intento de sostener una identidad cultural masificada y separatista, pues toda pertenencia que no suma sino que diferencia y excluye, nunca llega a ser cultura, en el sentido civilizado de la palabra. Nunca el orgullo patrio, cuando niega la validez del prójimo territorio y no respeta su constitución cultural, podrá construir un lugar que evolucione por y para la libertad de sus individuos. Esperemos que no muy tarde desaparezcan las fronteras culturales como forma de separación y confrontación humana, y seamos capaces de mirar a los ojos en vez de a la vestimenta, al corazón en vez de a las armaduras que lo protegen, al alma en vez de a la fría voz que excluye de su lenguaje palabras como respeto, mutua comprensión, amor o compasión sincera.  

El ser humano se define como una particularidad sincrética, tanto como individuo concreto como especie histórica universal. Ningún ser humano, si analizamos sus rasgos físicos, por ejemplo, es exactamente igual a otro y, por encima de la identidad grupal, predomina una individualidad conquistada que enriquece y contribuye a la heterogeneidad y multiplicidad del grupo. Un grupo homogeneizado es como un organismo anestesiado, esto es, incapacitado para ejercer el movimiento consciente de sus facultades sensitivas e intelectivas. Como expresó Claude Levi Strauss: "Salvaje es quien llama a otro salvaje", y nadie sobra en el amplio espectro de lo humano, ningún individuo o comunidad tiene legitimidad para excluir, menospreciar o intervenir en el ideario interno y germinal de un organismo creado, como todo ser viviente, para ser libre. Los valores de una comunidad nunca pueden violar la búsqueda individual, no pueden mermar el libre albedrío de uno mismo en su mundo, la capacidad de hallar caminos, destinos inexplorados, no trazados por un canon o dogma sino espacios que son descubiertos en el ascenso del alma al conocimiento más allá de unos confines establecidos. Eso es evolución, progreso. No seguir al dictado lo que marca el sistema, sino inventar el camino, recorrer la senda del milagro inabarcable y virgen que es siempre la vida.

"La Tribuna" de Albacete, 31-07-2013

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