domingo, 1 de julio de 2012

Razones para no saber


No deja de ser llamativo que el tratado de lógica más brillante hasta hoy escrito (me refiero al famoso “Tractatus” de Wittgenstein) sea un alegato tanto implícito como explícito acerca de las limitaciones del pensamiento lógico. El predominio de la razón es tan fuerte que a pesar de la demostración “racional” de las carencias que arroja este fenómeno psicológico a la hora de comprender la realidad, seguimos mirando obtusamente sólo desde este prisma, incapaces de ceder un ápice a lo que hay más allá del acostumbrado pensar. Pero queramos o no, la realidad nos fuerza a verla como es, y la mayoría de nosotros no tenemos más remedio que rendirnos con mayor autenticidad frente a una emoción que frente a un postrer y calculado pensamiento. El valor de la razón es instrumental, pero no sirve para las cosas importantes. Darse cuenta de esto es empezar a comprender la vida, que en muchos casos nos lleva, paradójicamente, a aceptar lo incomprensible. Comprender que hay cosas que se nos escapan, que la mirada del instinto, el alma (espiritual, pero también animal, “ánima”, primaria) suele acertar antes si atinamos a mirarla de frente, sin filtros, en forma de intuición, de inspiración genuina. Saber la vida, atender a su sabor, más que a racionalizarlo, es la función del artista, pero también del filósofo o del científico. El fracaso de la ciencia, lo vemos, por ejemplo, en el avance tecnológico, que está tomando el efecto boomerang de la contaminación y de la insostenibilidad que conlleva ese alocado progreso por el progreso sin otra perspectiva que el consumo voraz que desestima sus consecuencias fatales, radica en la testaruda mirada cartesiana de negar al corazón a la hora de emprender el viaje del conocimiento, pues si no lo negásemos tanto nos daríamos cuenta de que no sólo es la materia lo que nos alimenta. El corazón ha de servirnos como impulso primario de certezas, esa confianza honda en uno mismo. Seguro que esto todos lo intuimos, incluso Descartes lo haría, quien nunca dejó de admitir la intuición como el instrumento clave para la conclusión verificable de la realidad.

Hemos de volver, por tanto, a lo poético y a lo mágico, al origen como génesis, al encanto como canto verdadero de lo que vamos hallando por el camino. No hay otra forma de avanzar, de descubrir, de aproximarse a lo que somos. Si Freud vaticinó que somos movidos más por motivaciones inconscientes que otra cosa, algo que Lacan, ese estructuralista reñido con el deconstructivista Derrida pero que en el fondo hablaba de lo mismo que él, también remarcó a su modo. Dice Lacan, en broma, en un famoso seminario, que los psicoanalistas no saben verdaderamente lo que saben; es decir, que el mismo terapeuta desconoce las razones de la cura psicológica, de esa transferencia psicoanalítica que se parece sin duda más al amor que a un indigesto método semiológico de manual. Lo que sucede en el encuentro entre dos personas, en ese juego de identidades, de papeles, de jerarquías conceptuales y consentidas, lo desconocen ellos mismos, al igual que uno no sabe lo que soñará al terminar el día o cómo amanecerá al despertar. La ciencia, en definitiva, participa del mismo juego, se ha de rendir ante la evidencia, ha de callar ante lo inexplicable, ha de aceptar lo innegable, la incertidumbre, la honda ignorancia de esto que nos sostiene y posee, el mundo y su latido de vida oscilante, las tormentas, las estaciones, la alergia de la primavera o la turbadora seducción del primer amor. Por eso los poetas cantan, porque se callan y simplemente suena la música, porque se rinden y surge la belleza, porque se funden sin remedio con la vida y se refleja la vida en ellos, como un espejo resonante que nos muestra de la manera más fidedigna y visceral a nosotros mismos.

Si Wittgenstein, con lógica innegable, nos dice que todo lo pensable es también posible, ¿por qué no hemos de creerlo? Si la razón misma nos dice que no sabe razonarse, ¿por qué la atosigamos tanto? “Pienso, luego sufro”, afirma el psicólogo Giorgio Nardone. Y lleva, nótese la ironía, mucha razón en ello. ¿Cómo puede seguir la razón a esa partícula imposible de determinar y que, además, puede estar en dos sitios a la vez o cambiar de lugar sin una aparente secuencia causal? Dejemos a los físicos que sigan observando este misterio, que las teorías llenen estanterías inmensas en las bibliotecas, que el número de  búsquedas y resultados en Google alcance el infinito. Dejemos que la razón sueñe que descubre la verdad… dejemos que la razón sueñe hasta convertirse en poesía, en, acaso, razón poética, evocando a María Zambrano. Mientras tanto aprendamos a valorar esos silencios donde solo hay eso: silencio, claridad, desnudez, simple luz serena. Aprendamos a fijarnos en el espacio en blanco que posibilita y contiene las palabras, en ese vacío que permite que algo entre, en ese cielo indescifrable que acoge con gesto eterno y mudo, a todas las estrellas. Dejemos que entre la luz; pero apartémonos para ello un poco, como pedía Diógenes a Alejandro Magno; permitamos que el sol nos visite y quedémonos atentos y absortos, inocentes, ante ese milagro de cada día que es la luz proyectando, sin más, la vida.

Diario La Verdad, 01/07/2012

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