domingo, 6 de mayo de 2012

Lo esencial es invisible a los ojos


Cuando era pequeño había un libro fundamental en mi vida que comprendía perfectamente, era "El Principito", de Antoine de Saint-Exupéry. Todavía hoy sigue siendo mi libro clave, esa obra que uno se llevaría a una isla desierta para leer y releer continuamente en los momentos de hastiada soledad. Hay instantes en los que uno siente el deseo de volver a reencontrarse con el principito para hallar en uno mismo lo más puro e inocente, y así asegurarse de que no ha muerto del todo. En estos tiempos en que parece que vagamos exhaustos por un desierto casi sin fin, reconforta saber que a pesar de esa aparente soledad, brilla en sus dunas un silencio maravilloso que lo hace resplandecer. Como advierte el pequeño príncipe, lo que embellece al desierto es que en algún lugar esconde un pozo. Un pozo de agua para saciar la sed que el incasable recorrido de la vida va reclamando, porque el agua es también buena para el corazón.

En esta obra "infantil", aunque apta para los que aún sientan -o quieran revivir- a ese niño que somos por encima de todo, el mundo de los adultos resulta incomprensible al principito, ¡cómo no iba a serlo!, y en sus diferentes encuentros con las personas mayores él les hace las preguntas más sencillas, pero son ésas precisamente las que son incapaces de responder. ¿Por qué vivimos buscando algo siempre, insaciables? El principito no entiende cómo en un campo pueden plantarse cinco mil rosas cuando solamente una puede ser la razón de nuestra dicha y tampoco entiende por qué las rosas fabrican espinas si nos les sirve de mucho para defenderse de este mundo, pues en cualquier momento un cordero puede pasar por allí y pisarla o comérsela. Sin embargo, lo que realmente no llega a entender e incluso se exaspera por ello, es como a los adultos estas cosas interesan poco cuando son lo verdaderamente importante.

Cuando el principito se encuentra con el zorro, éste le pide que le domestique y le hace saber la utilidad de hacerlo, pues con ello, dice, se van creando lazos, poco a poco. Por eso, le explica el zorro, el joven príncipe ama tanto a su rosa, con la que vive en su planeta y a la que ha dedicado tanto tiempo, y por ello es responsabilidad suya cuidarla. "Eres responsable de tu rosa", le dice. Y, ciertamente, todos somos responsables de nosotros mismos, de cuidar a ese niño que ve sólo desde el corazón -con los ojos invisibles del alma- y, por ello, es capaz de contemplar el mundo con mirada nueva cada día, con bondad ingenua y una incansable curiosidad por las cosas importantes de la vida. Esas cosas importantes, le explica así el zorro, son invisibles, pues "lo esencial es invisible a los ojos". Y, sin duda, lleva toda la razón, nadie conoce el secreto de esta vida, pero todos estamos aquí por ese secreto; nadie sabe qué hace uno en medio del desierto, extenuado y sediento, pero le mantiene en pie ese secreto que parece ocultar el territorio, ese pozo de agua en alguna parte.

Hoy día, todos nosotros, necesitamos albergar con firme convicción la esperanza de que, a pesar de las sombras, hay una luz misteriosa que da sentido y unidad a todas las cosas. Quizá no sean buenos tiempos, quizá nos dediquemos demasiado a cosas de adultos... a acumular flores sin ser conscientes de la belleza de una sola. Quizá la felicidad, nos vamos dando cuenta, no está esperando mañana, está presente hoy, por la única razón de que hay en nosotros un corazón latiendo. Sin embargo, y es lícito, amamos la esperanza, amamos mirar el cielo descubriendo en las estrellas ese latido esencial que brilla en nuestros corazones, anhelamos sentir amor y recordar a los seres que amamos cuando contemplamos una estrella, notando estremecidos que su luz todavía parpadea allí, en la mágica lejanía de sus ámbitos celestes. Hay algo que dice el principito que me dejó estremecido, mudo por unos instantes. "Las estrellas son bellas por una flor que no se ve". Y es, precisamente, esa flor invisible, lo que nos mantiene atentos, niños ante la vida, curiosos ante los parpadeares senderos de estrellas del cielo nocturno. Es esa flor que no se ve lo que nos invita a sembrarla cada día en el corazón, a protegerla, a regarla con agua para que crezca. Somos responsables de nuestro mundo, de nosotros y de esa flor que no se ve y por la que todo es bello sin embargo; pues, "lo esencial es invisible a los ojos".

Diario La Verdad, 6 de mayo de 2012

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