domingo, 11 de marzo de 2012

Naturaleza y sociedad



A esa naturaleza que todas las cosas ordena (“natura daedala rerum”) y que rige el mundo conforme a ella, parece faltarle en ocasiones una pieza en su engranaje, un motivo superior totalmente estructurado y coherente que incluya al hombre y sus acciones. No obstante, ese caos, esa conducta tan pasional y desastrosa que el ser humano adopta ante el mundo -generando un constante conflicto en su constitución como sociedad- por mal que nos pese corresponde también a la naturaleza, al igual que frente al armonioso río o al inofensivo pájaro cantor coexiste en oposición el tigre amenazante y sin piedad acechando a su presa. En la naturaleza, sin embargo, todo es como es, todo fluye integrándose, aceptándose, incluso la muerte. Pero el hombre sufre, se apega a aquello que le produce dolor –se resiste a lo que ha de ser- y ese rechazo genera sus males. La muerte es el primer trauma de la consciencia, aquello cuya aceptación supone la sabiduría (alcanzada por pocos) y su resistencia a ella el sufrimiento, el inevitable sufrimiento. Toda una vida en torno a este tema, el aprendizaje fundamental que plantea cualquier biografía.

Si observamos al hombre en perspectiva tenemos la visión de la sociedad, esa conjunción de identidades, de problemas aislados y en intercomunicación constante, así como células o neuronas de un sistema complejo y enérgico, en continuo movimiento. Esta complejidad se revela –por ejemplo- en la imposibilidad de la predicción (tal que la “incertidumbre” de Heisenberg). Ni la ciencia, tan exacta en sus dominios lógicos, puede avistar qué será del hombre, hacia dónde va, o lo que es más difícil de contestar: y para qué su viaje. Preguntas más propias de la metafísica o de la teleología, pero que imponen una necesidad de exactitud, de claridad y de verdad, de ciencia (en su sentido más propio: saber). Este saber es la gran empresa humana, y su campo de actuación es la vida misma: el incesante segundo que la vida entrega a nuestros sentidos y cogniciones. La vida es sentida, observada, interpretada; pero nunca podremos decir que es sabida totalmente, descubierta, tal que una obra terminada. Pues todo instante abre una puerta de posibilidades y nuevos desafíos a la intuición y a la inteligencia. Destino o providencia, la vida nos va llevando por sus cauces a través del tiempo que nunca se para y que -existencialmente- de este modo nos condena. Pero la condena del tiempo en el fondo siempre es dulce, pues frente al segundo quitado aparece otro segundo regalado. Regalado, sin hacer nada.

En definitiva, la contradicción es un ingrediente más de la condición humana, acaso su sino o su fatum. La sociedad, hoy día, parece estar viviendo un mal sueño, parece estar luchando contra un gigante sin rostro, contra una criatura demente de la que todos hablan y que nadie puede detener. Y, a lo mejor, ese ser, ese fantasma patético y sangriento, no tiene entidad propia, no es localizable, pues: es todos. Cuando un mal afecta de lleno a una sociedad cabe concluir que es la sociedad la que está enferma, en su conjunto. A esto se le llama crisis sistémica. Es decir, que el problema es el sistema. Y más en el fondo, en sus raíces, sólo hay miedo, esa es la causa, el origen de los  males. El miedo que genera la dependencia total del dios mercado. El miedo continuo que genera un sistema que nada hace sino que favorece las desigualdades, el poder como instrumento egoísta de dominio, la competencia deshonesta, el consumismo frenético, el capitalismo irresponsable y contaminante, etc. Cuando una sociedad funda una religión cuyo dios es su enfermedad, sus ritos serán siempre un ejercicio de banal y mecánico sufrimiento. Y ante ello sólo cabe la rebeldía, la rebeldía moral y de conciencia como único recurso e impulso para cambiar y mejorar las cosas. Como expresó Krishnamurti: “No es saludable estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”. Es decir, la rebeldía es la causa de este malestar que instiga a un hacer algo, lo que sea, pero hacia un horizonte de coherente y sensible voluntad común. El no hacer nada, el sentirse conforme, indica claramente la patología. Para que haya un cambio real, los agentes del cambio han de ser sin excepción los  implicados, una sociedad unida, una democracia verdadera inspirada por su propia vocación humanista. Tan sólo hay que desenmascarar al monstruo y darse cuenta de que era una ilusión, un fantasma; y lo único real será entonces una sociedad ya liberada de sus cadenas autoimpuestas, construyendo de nuevo su destino.

Diario La Verdad, 11-03-2012

1 comentario:

Carles Valls dijo...

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