domingo, 25 de septiembre de 2011

Ruido



Nunca ha sido más urgente una revisión y actualización del concepto de libertad en estos tiempos de confusión, división, donde todo es difuso y virtual. Para descubrir la verdad, nos han dicho siempre los sabios, sólo es necesario quitar el velo que la recubre: rastrojos que ocultan las esterilidad y frescura de su suelo. Como el oro, metal que, apreció Octavio Paz, materializa la luz solar, residiendo ahí su espiritual valor, su belleza no terrenal y de ansiada posesión, la libertad goza de cualidades parecidas, cuasi no humanas, siendo ejemplos de ésta una paloma blanca, esto es, el vuelo sobre el aire inmaterial y abierto al espacio, ocupándolo sin tocarlo, haciéndose omnipresente y uno con él, cualidad a la que el ser humano aspira (pues el hombre anhela -por encima de todo- a aquello que estima más inalcanzable y que en su deseo sueña en forma de paraíso). Libertad no comparable, dijera Lope de Vega, “ni al bien mayor de la espaciosa tierra”. Ecos nos llegan de un espacio virgen en que residir al oír la palabra libertad. Ecos que acaso se corresponden con el secreto anhelo del alma, todavía inconsciente, pero palpitando hacia la razón, del sueño a la materia. Así ha sido siempre, de la esclavitud a los derechos universales, de la Inquisición a la libertad de credo… Valores que han ido conquistándose, aunque no de forma universal –sólo hace falta ver los telediarios- pero que han podido florecer sobre la tierra.

En lo relativo de las miradas que del mundo pueden darse –una por cabeza que lo habita- se atisba ese legado que es la conquista de la libertad a partir de la forja del individuo y al tiempo la raíz de la complejidad de un sistema lleno de contradicciones debido a la imposibilidad de divisar una verdad común que no sea el conflicto y la división. Un sistema malévolo en su funcionamiento –hemos diseñado- que consiste en engrasar sus piezas a costa de la aflicción y de la contradicción interna, a costa de una insatisfacción crónica que será la causa del consumo y la producción. Una torre ya muy alta, como la de Babel, cuya grandeza origina su propio derrumbe, cuyo peso denuncia lo insoportable de su sostenimiento, cuya maravilla y creatividad hace patente la monstruosidad de sus posibilidades imaginativas. Lenguaje sofisticado esparciendo la incomunicación. Artilugios milagrosos de la tecnología que a la vez que patentan la genialidad pensativa también nos hacen temblar de frío ante la falta de carne y aliento en lo robotizado dominando nuestras vidas. Eso que llamamos Internet no es otra cosa que una metáfora más de la mente humana, del gran robot de la información aspirando a unir en un espacio todos los espacios y saberes, sin distancia, a través de una pantalla, de un ojo conectado a una luz de tres dimensiones. Un punto, como en el “El Aleph” borgiano, desde donde divisar el todo.

Sin embargo, algo nos dice que la idea del robot –gran distopía-  puede estallar en cualquier momento, así como el sistema que lo crea, una entelequia de la que nos cuesta afirmar su existencia, un mundo virtual, como el del mercado financiero, que no sabemos si existe o esas cifras son sólo números de boletos jugando en rifas hiperbólicas.

El ruido del mundo actual nos impide ver lo esencial, el silencio, la desnudez de las cosas que ya están aquí. El mundo actual nos exige luchar por algo que tener mañana, desear, consumir, avivando constantemente el ansia de posesión, en la publicidad, en los anuncios que estimulan la inquietud de comprar y gastar, pero, realmente, sin saber por qué. Hemos dirigido nuestra libertad hacia una tendencia que nunca debió de ser un fin, sino un medio. Hemos hecho de la existencia una tendencia hacia el consumo –o dicho más gravemente- hemos hecho de esa tendencia hacia el consumo nuestro devenir existencial. ¿Y después qué? La libertad no era eso, no era tener la posibilidad de hacer mucho ruido y hacerlo, sino de aún teniendo la posibilidad de hacerlo comprender con la inteligencia la no necesidad del ruido, pues, lo dijo Thoureau, “hay muchas cosas hermosas que no podemos decir si tenemos que gritar”, y hoy muchos gritan, siguen la tendencia pero no la pueden soportar en el fondo. Nadie tiene la culpa, pues todo esto ya funciona solo. Sin embargo, todos podemos cambiar algo. No se trata de dejar de consumir, ni de huir literalmente del “mundanal ruido”, sino de aprender a navegar en él sin que nos lleve la corriente, de aceptar el medio pero aprendiendo que el fin, la vida misma, es ahora y sólo puede ser descubierta y gozada en este instante. Todos los seres humanos, al llegar a la noche, abandonan el ruido y duermen plácidamente su sueño profundo, regenerándose. ¿Por qué no despertarse y permanecer despiertos también plácidamente? ¿Por qué no dejar de hacer ruido y prestar atención al silencio del que surge y lo hace posible? ¿Por qué no lo hacemos ahora? Es sólo una sugerencia. Una invitación sincera.


Diario La Verdad, 25/09/2011

domingo, 11 de septiembre de 2011

El gran colapso



Hace una década un suceso trágico acaecido en Nueva York marcó el rezagado comienzo del siglo XXI. Las Torres Gemelas, con todas las televisiones del mundo retransmitiéndolo en directo, se vinieron abajo. El caos fue el nuevo orden impuesto durante las horas y días posteriores. Muchos analistas han afirmado que ese fue el inicio de la decadencia del “imperio norteamericano”. Comenzaron los ataques por sinécdoque contra los talibanes en Afganistán, abriendo una guerra contra una civilización, o la parte más radical de ella, pero, en definitiva, contra un enemigo “genérico”. Había que atacar a alguien al desconocer el paradero del principal responsable, Bin Laden, hallado y asesinado casi diez años después. El terror creó la división y todavía hoy en Estados Unidos el odio racial –que es otra forma de terror- contra los musulmanes queda patente, por ejemplo, en el movimiento de los Tea Party. Esto es, un extremismo contra otro, pues todo odio es una forma radical de temor que da lugar a ataques extremos como es el terrorismo, ya sea legal o ilegal, arropado y financiado por un gobierno o no. Los gobiernos no dejan de ser una forma de legitimidad impuesta por el modelo mismo, pero que casi nunca cumplen un modelo “ético” de lo legítimo. No sólo pasó antaño con Mussolini o Franco, sino que lo seguimos viendo hoy con Gadafi, Mubarak, Castro, Chávez, Hu Jintao, Kim Jong-II y un larguísimo etcétera de líderes que rozan o sobrepasan con creces lo legítimo. Hay quienes han incluido en este grupo a George W. Bush, país de las contradicciones democráticas, de la Estatua de la Libertad y de la pena de muerte, de las simpáticas barbacoas familiares y de los revólveres de gatillo blando yaciendo alerta en las casas.

El orden del mundo está cambiando con China como país que puede proclamarse primera potencia económica, aunque hoy en día no podrá ser nunca una potencia “democrática” o referente moral del mundo, cargo que –a duras penas- sigue ocupando Estados Unidos y que gracias al “buen talante” de Obama, todavía mantiene. Entre medias, la Unión Europea, soportando el peso de la historia, tiene mucho que decir como balanza que ayude a mantener el equilibrio e incluso a ser la voz dominante. Sin olvidar a Rusia o India, países fuertes que no van a quedarse atrás. Todo un entramado de poder y aspiraciones económicas que hace dudar de los recursos de un planeta ante la ferocidad de sus conquistadores. El siglo XXI, cuya inauguración, como decíamos, fue una inmensa nube negra de polvo, la reducción a escombros de dos torres gigantes, pudo ser una triste pero patente metáfora del empeño vano por querer tocar el cielo sumando billetes de dólar. Como advirtió Einstein, a estas alturas no es posible pensar en una III Guerra Mundial, cualquier vorágine destructiva a gran escala sería el fin de la especie humana. Un rasgo del nihilismo que Nietzsche vaticinó quedó reflejado en lo sucedido tras la II Guerra Mundial, en el existencialismo, en la desolación metafísica que supuso reconstruir una Europa de sus cenizas morales y cívicas tras las corrosivas sacudidas del nazismo y del estalinismo. 

Esta época que nos ha tocado vivir, este “posnihilismo”, una especie de mundo feliz brutalmente herido en sus cimientos, queriendo perdurar a través de un sórdido hedonismo consumista en un camino hacia ninguna parte sino acaso hacia el vacío de su sentido, tiene hoy día el apelativo de “crítico” endosado a su porvenir de una manera acuciante; y aunque la evasiva mirada a la publicidad, ese mirar a otro lado para no ver de cara el problema, parezca ser la firma del carácter de nuestra sociedad, cada día, el problema, como un fantasma de película japonesa, se nos aparece en todos lados. Todo momento crítico exige un afrontar de cara el problema. Se dice que dos nuevas torres serán elevadas en la “zona cero”, como si no hubiera pasado nada. Posiblemente hasta que lleguen dos nuevos aviones, puede que no visibles, sino sobrevolando la conciencia, derrumbando de nuevo el ya sempiterno sueño americano extendido al mundo entero, ese error de la felicidad maquillada, del éxito fácil y obscenamente materialista. La crisis económica, que ya muchos reconocen como crisis de valores, realmente no está fuera de nosotros, sino que funciona como una voz de la conciencia. Una voz que nos reclama –si escuchamos con cierto silencio- examinar con responsabilidad el propósito de nuestras vidas. Más allá del dinero, del vivir para tener más y más, del éxito o del estatus, del inconformismo, de la ansiedad crónica por la apariencia. A un propósito latente –aspiramos- con valores seguros, que justifiquen una vida, su sentido, incluso aunque hoy fuera el fin del mundo. Unos valores que nos protejan del pánico y del vacío interior. Unos valores que no puedan ser arrebatados ni amenazados por la trayectoria suicida de dos aviones. Sin embargo, hoy día, diez años después del gran colapso, podemos decir, con pesar, que esos aviones sí hicieron tambalear los cimientos de nuestra civilización. Y que todavía hoy sentimos sus temblores.


Diario La Verdad, 11-09-2011

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