domingo, 17 de julio de 2011

Cruzando puentes

La actualidad siempre depara hechos y la historia acontecimientos, grandes sucesos que quedan para siempre encerrados en las páginas de un libro, en entradas de enciclopedias o en artículos académicos que analizan los motivos y las consecuencias de lo sucedido. Una guerra, un tratado entre países, una constitución, grandes atentados, el reparto del mundo entre los poderosos... Mientras tanto, ocurren cientos de cosas todos los días que los medios pasan por alto o apenas reflejan y aún más de cerca se halla el libro de historia de nuestras vidas, aquel que a través de la memoria o de las fotografías, ese espejo en píxeles del recuerdo, queda impreso como tatuaje en el alma. En la sección de necrológicas quedará grabado el lamentable suceso del asesinato del cantautor y escritor argentino Facundo Cabral, quien fue amigo de Borges y le cantaba en secreto, y que dijo: “Vive de instante en instante, porque eso es la vida”. Las necrológicas nos recuerdan que incluso los más grandes han de despedirse –a veces sin saber ellos que han de irse- dejando un mundo tal vez un poco mejor, pero muy maltrecho todavía. Cabral diría que, a pesar de todo, hay que continuar plantando semillas, con la esperanza de que las semillas serán un día bellas flores que justificarán el laborioso esfuerzo. Cantó Johnny Cash -en magistral versión (“Hurt”) y como testamento musical- las vanidades del mundo, el castillo que construimos con el ego para verlo al final desmoronarse y reconocer que no valió la pena, que siempre el arrepentimiento lleva un adagio de fondo: no haber amado más, no haber sido feliz, no haber disfrutado el momento. Lo demás poco vale. “¿En qué me he convertido, mi querido amigo? Todos los que he conocido se van lejos al final”, canta ese ídolo americano, con un gesto de dolor que no lo compensa el formar parte de los “salones de la fama”, es más, quizá sea eso lo que mueve su dolor, pues lo banal agita heridas con sórdidas punzadas.

Así va pasando la vida, bajo la apariencia de conquistas y ganancias, que como un traje nuevo, tampoco durarán mucho y –parafraseando a Machado- cuando la nave está a punto de partir siempre quedamos desnudos, cristalinos, siendo ahí cuando vemos realmente quiénes somos. Ni siquiera para un artista su obra le justifica, seguramente la cambiaría por unos instantes de prórroga para la dicha, por la posibilidad de un momento sublime y que guardar para toda la eternidad, como soñase Fausto. Cuando a Borges le pregunta Soler Serrano en una memorable entrevista por su pecado o remordimiento mayor, él dice con dulce sonrisa y gesto de humilde fatalidad, “no haber sido feliz”. Remordimiento que creció en él cuando murió su madre, pues hubiera querido –al menos- fingir ser feliz por la felicidad de ella. Para mí ha sido una de las cosas más bellas que ha dicho y que nos muestra al Borges más humano y sincero. Lo escribe también en su soneto “El remordimiento”: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz”. En esta breve nota sobre Borges se refleja una de las cuestiones más espinosas para el ser humano, el no saber ser feliz. El gran remordimiento, quizá el único verdadero, que alguien pueda tener. Posiblemente la vida impulse a ello, esa barrera de apariencias que nos fuerza a atravesarla día a día, reconociendo que siempre vemos que no hay nada tras ella. Nuestra sociedad, en su conjunto, goza del mismo pecado, su infelicidad, pues muy a pesar de todos sus esfuerzos, de inventar objetos de consumo de todo tipo dirigidos a la consecución de múltiples placeres, nada material nunca puede satisfacer por completo al ser humano. Todo es caduco, sustituible, reciclable, insustancial, perecedero; y es precisamente aquello que posee alguna de esas cualidades lo que erróneamente juzgamos necesario, vital, trascendente. El oasis del desierto y su eterno espejismo. El paso del tiempo nos va dando esas claves para ver lo esencial allí donde los sentidos primarios no alcanzan a verlo. Esas claves son la puerta de entrada al misterio de la vida, a ver que la respuesta, como cantase Dylan, “está flotando en el viento”, y que hemos de pararnos un instante, sólo un instante, para verla. La vida se nos puede escapar de las manos, pero no la eternidad. Crucemos el puente -no nos empeñemos en construir castillos sobre él- y contemplemos el paisaje que a su alrededor se cierne. Probablemente hondear este misterio sea lo más parecido a la felicidad.

Diario La Verdad, 17/07/2011

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