domingo, 31 de julio de 2011

Cultura y naturaleza humana

Nada nos haría imaginar que en Noruega podría ocurrir una masacre en la que morirían varias decenas de personas a manos de un asesino demente. No es que la noticia sea extraña, solamente lo es la ubicación, ya que si cambiásemos Noruega por Estados Unidos, el hecho incluso tendría rasgos de cotidianidad. En verdad, la tragedia y el dolor son cotidianos desde el punto de vista de la información internacional, al resumir y sintetizar los hechos relevantes que acontecen en el mundo a través de un programa televisivo cualquiera de noticias. No hay día que pase sin asesinatos, violaciones, terribles injusticias e infamias, robos, etc. Es una obviedad que en un planeta con casi siete mil millones de personas, cada hora, incluso cada minuto, podría llenarse un noticiario a base de grandes historias turbulentas. La naturaleza humana tiene esa doble cara que la hace capaz de lo mejor y de lo peor, convirtiendo al hombre en un ser contradictorio, difuso e indefinible. Nunca podremos prever con certeza los actos que los hombres pueden llegar a cometer, no existe ciencia capaz de ver el futuro en este mundo azaroso que habitamos. Es a través de la cultura que hemos ido conociendo lo que somos, a través del rastro que hemos ido dejando en las cosas y de los actos que repetimos sin cesar forjando un símbolo de identidad. Es más, quizá la cultura sea, esa costumbre de guardar lo que amamos y de recordarnos una y otra vez, una necesidad para llegar en algún momento a tener una idea aproximada de quiénes somos, bien al contemplar las piezas de un museo, al representar las tradiciones de nuestros pueblos, las obras dramáticas que mimetizan dotando de estética nuestros comportamientos, al leer los libros que han ido llenando las estanterías de las bibliotecas… en fin, huellas y pistas que nos informen de cómo vemos el mundo y qué hacemos en él. Huellas y pistas que toquen nuestro pecho llegando al corazón haciéndonos sentir la comunión entre uno mismo y todo lo demás.

En el Museo del Prado tiene lugar una interesante exposición llamada “Roma. Naturaleza e Ideal (Paisajes 1600-1650)”. El título en sí, muy descriptivo de lo que podemos encontrar, incluye una palabra interesante que nos ubica en la clave y semilla de todo arte o cultura: ideal. Una imagen, un concepto, en definitiva, una idea, que nos lleva a plasmarla fuera y que –en efecto- hace referencia a lo que está fuera, pero pasando por un proceso interior –el del artista- que devuelve al mundo esa realidad “idealizada”. Incluso la belleza natural y majestuosidad de un paisaje puede ser agrandada o modificada, transformada a la medida del soñador artista, para dar a luz en el cuadro la imagen misma, en proporciones y belleza, que nació primero dentro: el ideal. Podemos pensar, como dijera Schopenhauer, que la vida en sí no es bella sino sus cuadros, pero no es verdad; sus cuadros también son bellos porque la vida lo es. La mayoría de las veces somos nosotros, los habitantes de la vida, los que nos esforzamos en quitarle la belleza a este mundo que de por sí tiene. Somos nosotros quienes inventamos la ciudad, los coches y las prisas, entre otras demencias, para vivir encerrados en nosotros mismos, ajenos a la naturaleza, como en una especie de prisión sin rejas que nos sujeta como un imán a una realidad paralela: la del ego y sus vanidades cotidianas.

Se ha idealizado tanto a la naturaleza porque el ser humano no ha cesado de alejarse de ella, de alienarse día tras día, no quedándole más remedio que recordar en ensoñaciones románticas aquello que tanto anhela: su identidad perdida, difuminada ya y acaso enterrada en un museo. La cultura nunca está viva, vive de su pasado, y los museos, teatros o bibliotecas, son sus cementerios. Cuando presenciamos la cultura –sin embargo- ocurre algo que la transmuta por completo y se vuelve eterna. Presenciar la cultura es presenciar la vida. La cultura no existe en el presente, es siempre el recuerdo de lo vivo a través del tiempo. Sin embargo, este recuerdo permanece porque tiene algo de eterno, de realidad que no muere y que forma el rasgo más íntimo de nosotros. Por esto, como dijimos al principio, el hombre es algo contradictorio, porque al final muere pero no muere, porque parece un hecho transitorio e insignificante, y es, al mismo tiempo, el reflejo más vivo y fiel de lo eterno y lo divino.

La Verdad, 31/07/2011

domingo, 17 de julio de 2011

Cruzando puentes

La actualidad siempre depara hechos y la historia acontecimientos, grandes sucesos que quedan para siempre encerrados en las páginas de un libro, en entradas de enciclopedias o en artículos académicos que analizan los motivos y las consecuencias de lo sucedido. Una guerra, un tratado entre países, una constitución, grandes atentados, el reparto del mundo entre los poderosos... Mientras tanto, ocurren cientos de cosas todos los días que los medios pasan por alto o apenas reflejan y aún más de cerca se halla el libro de historia de nuestras vidas, aquel que a través de la memoria o de las fotografías, ese espejo en píxeles del recuerdo, queda impreso como tatuaje en el alma. En la sección de necrológicas quedará grabado el lamentable suceso del asesinato del cantautor y escritor argentino Facundo Cabral, quien fue amigo de Borges y le cantaba en secreto, y que dijo: “Vive de instante en instante, porque eso es la vida”. Las necrológicas nos recuerdan que incluso los más grandes han de despedirse –a veces sin saber ellos que han de irse- dejando un mundo tal vez un poco mejor, pero muy maltrecho todavía. Cabral diría que, a pesar de todo, hay que continuar plantando semillas, con la esperanza de que las semillas serán un día bellas flores que justificarán el laborioso esfuerzo. Cantó Johnny Cash -en magistral versión (“Hurt”) y como testamento musical- las vanidades del mundo, el castillo que construimos con el ego para verlo al final desmoronarse y reconocer que no valió la pena, que siempre el arrepentimiento lleva un adagio de fondo: no haber amado más, no haber sido feliz, no haber disfrutado el momento. Lo demás poco vale. “¿En qué me he convertido, mi querido amigo? Todos los que he conocido se van lejos al final”, canta ese ídolo americano, con un gesto de dolor que no lo compensa el formar parte de los “salones de la fama”, es más, quizá sea eso lo que mueve su dolor, pues lo banal agita heridas con sórdidas punzadas.

Así va pasando la vida, bajo la apariencia de conquistas y ganancias, que como un traje nuevo, tampoco durarán mucho y –parafraseando a Machado- cuando la nave está a punto de partir siempre quedamos desnudos, cristalinos, siendo ahí cuando vemos realmente quiénes somos. Ni siquiera para un artista su obra le justifica, seguramente la cambiaría por unos instantes de prórroga para la dicha, por la posibilidad de un momento sublime y que guardar para toda la eternidad, como soñase Fausto. Cuando a Borges le pregunta Soler Serrano en una memorable entrevista por su pecado o remordimiento mayor, él dice con dulce sonrisa y gesto de humilde fatalidad, “no haber sido feliz”. Remordimiento que creció en él cuando murió su madre, pues hubiera querido –al menos- fingir ser feliz por la felicidad de ella. Para mí ha sido una de las cosas más bellas que ha dicho y que nos muestra al Borges más humano y sincero. Lo escribe también en su soneto “El remordimiento”: “He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer. No he sido feliz”. En esta breve nota sobre Borges se refleja una de las cuestiones más espinosas para el ser humano, el no saber ser feliz. El gran remordimiento, quizá el único verdadero, que alguien pueda tener. Posiblemente la vida impulse a ello, esa barrera de apariencias que nos fuerza a atravesarla día a día, reconociendo que siempre vemos que no hay nada tras ella. Nuestra sociedad, en su conjunto, goza del mismo pecado, su infelicidad, pues muy a pesar de todos sus esfuerzos, de inventar objetos de consumo de todo tipo dirigidos a la consecución de múltiples placeres, nada material nunca puede satisfacer por completo al ser humano. Todo es caduco, sustituible, reciclable, insustancial, perecedero; y es precisamente aquello que posee alguna de esas cualidades lo que erróneamente juzgamos necesario, vital, trascendente. El oasis del desierto y su eterno espejismo. El paso del tiempo nos va dando esas claves para ver lo esencial allí donde los sentidos primarios no alcanzan a verlo. Esas claves son la puerta de entrada al misterio de la vida, a ver que la respuesta, como cantase Dylan, “está flotando en el viento”, y que hemos de pararnos un instante, sólo un instante, para verla. La vida se nos puede escapar de las manos, pero no la eternidad. Crucemos el puente -no nos empeñemos en construir castillos sobre él- y contemplemos el paisaje que a su alrededor se cierne. Probablemente hondear este misterio sea lo más parecido a la felicidad.

Diario La Verdad, 17/07/2011

sábado, 16 de julio de 2011

Subir a las montañas


Dedicado a Christopher McCandless


Quise subir a las montañas, perderme lejos de aquí, dejar esta otra selva de edificios y coches ansiosos. Quise viajar muy lejos, ir hacia rutas salvajes, allí donde las flores meditan a cualquier hora del día al compás del viento y de los rayos de sol, donde las rocas van lentamente eternizando su quietud, donde los ríos fluyen y rugen y refrescan el paso de caminantes exhaustos y solitarios buscando un lugar en el mundo que los cobije sin pedirles nada a cambio. En la naturaleza todo es recibir: olores, imágenes, cuadros de vida y de verdor que nos concilian acaso con la infancia, con lo más inocente que fuimos y que la ciudad violó, día tras día. El mundo está lleno de silencios sin explorar; la mayoría perecemos en unos pocos metros cuadrados contaminados de polvo, envidias, dinero y alquitrán. Pero hoy no quiero pensar en ello, solamente deseo imaginar las montañas que sé visitaré pronto y serán mi nuevo y tranquilo hogar.
Tengo espacio en mi mochila para unas pocas cosas, unos pantalones viejos y algunas camisetas, una libreta moleskine y un par de bolígrafos, poco más. Mi viaje será largo, pero mi equipaje muy breve, cuanto menos lleve más ligero viajaré y más pronto me olvidaré del peso que siempre trasladé a cuestas. No hay razón para seguir portando un peso así, para cargar con más culpas, responsabilidades, deseos que nunca fueron míos (que me enseñaron a querer, he incluso me engañaron, pues llegué a sentir que los deseaba de veras). El viaje será largo, lo suficiente como para olvidarme de quién fui, de ese extraño que llevé conmigo tantos años y que también pesaba demasiado.
Dicen que no hay meta en el camino, que el camino es la meta, y eso es lo que pienso aprender de este viaje. No me marcaré ningún objetivo. Tan sólo quiero subir a las montañas y respirar un poco de aire puro. Nada más.

Dentro del mar

Yo te miré despacio y con dulzura, tú me devolviste la mirada y con ella la vida. Mi corazón parecía querer salir de mi pecho para unirse con el tuyo entre el calor de los silencios. Imaginé tomar tu mano suavemente. Entretanto las olas de la playa marcaban el ritmo de nuestra interminable canción de enamorados. Entramos juntos en el mar, de nuevo a la vida, al movimiento de las almas, al fluir de las aguas sobre los cuerpos inundados. Yo buscaba tu mirada de nuevo, ese gesto tuyo que -como estrella fugaz- hacía detenerse infinito el instante. Y llegó, aconteció el soplo de encuentro iluminado. Por unos segundos nos quedamos así para siempre, en medio de la más completa eternidad.

lunes, 4 de julio de 2011

Un Dios tecnológico

Vivimos en un planeta exhausto, al que apenas dejamos que respire, que se reequilibre y trabaje a su ritmo. Estamos en el tiempo de la manipulación masiva de los medios naturales y parece que desestimamos el coste desastroso que todo ello provoca. Un ejemplo de ello es el artificio chino de provocar la lluvia lanzando contra las nubes cartuchos con yoduro de plata para acelerar su condensación. Un ejemplo de muchos que podríamos citar. En las antiguas culturas primitivas se oraba al sol para pedir la lluvia o se realizaban respetuosos rituales para que la madre tierra, protectora de sus hijos, escuchase el llamamiento temeroso y también amoroso que le hacía su pueblo. A esos pueblos, que todavía quedan hoy día, aunque desde Occidente queramos convertirlos en actividad turística, les sonaría descabellado aquello que ocurre en China, esa declaración de guerra al cielo y a las nubes, esa agresiva súplica, propia de la enajenación, que consiste en cargar contra el éter para conseguir humanos propósitos. Muy pronto el hombre jugó a suplantar a Dios, a pensar que con su tecnología usurparía su papel e incluso, que lo perfeccionaría.

Hemos inventado a un Dios tecnológico, creemos que su poder reside en su capacidad de multiplicar el pan y los peces, pero seguramente no era eso lo que los evangelios nos quisieron decir. El hombre ha soñado con suplantar la identidad de un Dios que realmente él ha inventado, ha matado cuando le convenía y ha revivido cuando era necesario. Sin embargo, el poder tecnológico, a pesar de que en sólo setenta años apareció el primer avión (de los hermanos Wright) y el primer vuelo espacial a la Luna, no puede más que cruzarse de brazos o bajar la cabeza ante un fenómeno que sigue teniendo lugar todos los días y que nos iguala a todos los habitantes de este planeta: la muerte. Los sabios griegos nos recomendaban no olvidar nunca la muerte, esa condición carnal que aquí nos ubica, pues no olvidar eso nos hará ser más humanos, humildes, compasivos. El poder tecnológico, efecto de una causa positiva: la inteligencia humana, constituye un reto fundamental relacionado con la canalización de nuestras posibilidades, es decir, en la forma en que desarrollamos esa inmensa capacidad, bien a modo destructivo o constructivo. Hay una frase, dicha por un gran científico, que señala con exactitud esa tendencia tan humana que va contra sí misma, en la manera en que las paradojas siembran el abismo de lo que podría ser más allá de sus límites, me refiero a Newton cuando afirmó que: “Los hombres construimos demasiados muros y no suficientes puentes”. Aquí la paradoja reside en la libre elección que hace el hombre de sus capacidades y en que, aún siendo capaz de saber lo que es bueno para él, hace aquello que le perjudica.

Nunca ese Prometeo, que Shelley reinventó en una apuesta campestre, ha tenido más actualidad que ahora, pues robar el fuego a los dioses viene a ser lo mismo que pegar tiros a las nubes para que llueva. El ritmo de la vida corre más a prisa que la vida misma y hemos dado a la mente el bastón de mando de un mundo que desde el primero de los días apareció ante nuestros ojos para que lo viéramos y sintiéramos en la intimidad de la conciencia, esa que nos hace darnos cuenta de nuestro simple e inocente estar en el mundo. Con eso sólo bastaría, pero no nos conformamos con ello y modificamos cada día la naturaleza con una fuerza inconsciente y autodestructiva incapaz de pararse a pensar las consecuencias de sus actos, o aún conociéndolas, prefiriendo adoptar la hipocresía de mirar para otro lado. Hemos sido espectadores, frente a la pantalla de nuestros televisores, de las consecuencias devastadoras de la energía atómica, de epidemias bacteriológicas que surgen como consecuencia de la manipulación genética de los alimentos, de los fuertes tsunamis y terremotos a su vez –probablemente- efecto de un cambio climático progresivo y considerable… Posiblemente ya queda poco de esa naturaleza virgen que soñaran Kliping o Rousseau, ahora que cualquier alimento que tomamos puede ser una amenaza de cáncer e incluso el aire que respiramos. En el cielo ya no sólo hay nubes sino incontables ondas electromagnéticas irradiando no se sabe qué sobre nuestros cuerpos y mientras tanto la industria de la ‘salud’ especula en los laboratorios sospechosos medicamentos que son bombas contra el cuerpo y que, como en todas las guerras, los daños colaterales no pueden justificar el fin que las promovió.

La era tecnológica no toma pausa ni siquiera para coger impulso y cada día nos despertamos con un hallazgo nuevo, con una fórmula especial que nos hace –dicen- la vida más fácil siempre con la premisa de invitarnos a su consumo voraz. Este Dios que inventamos o que actualizamos para el siglo XXI tiene poco de simpático y se parece más a ese lobo feroz que muestra su sonrisa y que tras ella se esconden sus afilados colmillos amenazantes. No obstante, sabemos que podemos elegir, acaso en la medida que nos toca, dejar de creer en ese Dios tecnológico y mirar de frente a ese otro más humano, a la vez que sagrado y verdadero, que no nos exige el estéril sacrificio de inmolarnos para alcanzarlo.

Diario La Verdad, 3/7/2011

viernes, 1 de julio de 2011

El río bajo la luna

El azul de ese río es el más bello jamás contemplado. No puede haber un río igual. El agua suena a silencio paseante, a brisa sonámbula que trepa incesante el sendero mágico por el que ocurre su lejanía. El agua parece irse a alguna parte cuando la sigo con mi vista, hasta que ya no alcanzo a advertir su curso, pero entonces me sorprendo revivido al verla de nuevo aquí, pasando, siempre la misma agua, bajo los mismos pies que la rozan suavemente. Es el agua que pasa y se queda conmigo sin embargo, el agua que me acaricia, que resopla mi tacto y mi olfato y todo mi sentir. Está conmigo, bajo mis pies, me habla a la luz de la noche, me dice que se va pero se queda, juega conmigo y yo sonrío de alegría por ello, y la tomo en una mano y me la llevo a la nuca y cae sobre mi espalda, imprimiendo un lúcido frescor que hace estremecer mis huesos y mis músculos. Me la llevo a mi rostro, a mi nuevo rostro ahora, un rostro húmedo e inocente, limpio y claro, un rostro renacido para siempre. Bebo de ella, la bebo a ella o ella me bebe, nos bebemos mutuamente, somos el mismo espacio y mi sed se reconforta al penetrar el cristalino líquido entre mis labios. Empiezo a balancear mis piernas porque las he recordado, el tacto del agua ha llamado a mis piernas a balancearse, a buscar el movimiento imitando acaso el fluir del río, imitando acaso al agua, al agua clara, cristalina, en que me adentro.

Todo mi cuerpo se balancea con el agua, giro mis brazos y me dejo llevar por la corriente que corre, por el soplar líquido en que bailo, por el azul profundo que cálidamente me empuja para que sigamos jugando a encontrarnos. Sólo soy este río que está conmigo, no hay otra cosa en el mundo, incluso la luna parece un poco extraña, tan lejana y elegante, tan suya y de nadie. Pero hasta ella parece sonreír al vernos, al agua y a mí, en comunión sagrada. La luna también juega con las nubes, blancas pasan sobre lo blanco redondo, contornos blancos de rocas de espuma parecen esas nubes que ahora se marchan, dejando inmenso el círculo de la lunar blancura, religiosa y excelsa, para hacer más azul el agua y más luminosa la noche. Una estrella también parece vernos, pero es fugaz; y pronto se despide de nosotros.

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