domingo, 22 de mayo de 2011

En busca de la felicidad

A pesar de toda la complejidad que nuestro mundo moderno y mediático comprende, más caracterizado por la confusión que por la claridad de ideas y perspectivas, nunca está de más abordar la cuestión de la felicidad, continuamente pensada y repensada a lo largo de los siglos. Y es que el pensamiento no se queda mudo cuando encuentra la voz que le refiere ese concepto acaso ilusorio, que es la felicidad. Ya dijo Aristóteles que sólo puede aspirar a ser feliz el filósofo, o lo que es lo mismo, aquel que se preocupa por las cuestiones de la vida, que no mira con indiferencia las preguntas y misterios con que este vivir nos deleita día a día. No son pocas las preguntas que el pensamiento se hace en busca de tal enigma primigenio que consiste en la posibilidad de ser feliz y a menudo vamos errando en la búsqueda yendo de un sitio tras otro sospechando rincones de felicidad que no son más que otro insulso objeto de consumo que como la manzana del Edén, sólo es capaz de condenarnos mediante su atractiva tentación a un fugaz entusiasmo y desaliento postrero.

Si pensamos que la felicidad es la consecución del mero placer, de un hedonismo hueco que devora lo inmediato, posiblemente la apatía -de la que los estoicos nos hablaron- llegue de repente mostrándonos que aquel acto de voluntad acometido se ha tropezado bruscamente frente al fraude latente de la modernidad: gozar de la nada como si fuera todo. Pero el desengaño no tarda en aparecer, pues aquello que no alimenta el alma, engorda el fracaso. El apetito, el deseo, es el motor sin freno que mueve un mundo altamente indigesto en su superficie. Hay un tipo de apetito, natural, que va hacia la consecución de un bien que perfecciona lo que uno es, esto es, un motivo para la acción que encamina al espíritu hacia la escucha de sí mismo, hacia su enriquecimiento y equilibrio interior. Si bien todo deseo nace de una carencia, de un desequilibrio interior (‘neurosis’, dirá Freud), acaso el movimiento del deseo se bifurca en dos vertientes bien distintas respecto del deseante: volver a su equilibrio, o bien, su polo opuesto, sembrar más desequilibrio, alejarlo de su naturalidad.

Ese es, en mi opinión, el paso culminante que siembra, dirían los existencialistas, nuestro destino: las consecuencias del acto que elegimos llevar a cabo como resultado de la inclinación de nuestro deseo. En este terreno, la moral o la ética juegan un papel determinante, lo que uno entiende que está bien o mal o lo que nuestra cultura, religión o sistema socio-político nos ha inculcado e insertado en la memoria colectiva como bueno o malo (y no hay nada más relativo y borroso que la moral, pensó Nietzsche). Para los budistas la cuestión no plantea más problemas de los que queremos plantear, pues siempre el término medio, el no ir hacia un extremo u otro e incluso el no sentir el deseo como nuestro sino como algo insustancial propio del ego pero con lo que no hemos de identificarnos, rápidamente nos libera del problema, al menos en la teoría, ya que en la práctica la cuestión es bien distinta. Si uno desea la felicidad, diría un maestro budista, está condenado a no encontrarla nunca, pues no es el problema germinal el objeto de deseo sino el desear mismo. Por eso dijimos al principio que el filósofo es el más indicado para alcanzar esa noble disposición del ánimo, pues ha indagado, a través de su experiencia y meditaciones, una cuestión que de tanto darle vueltas, se ha inmunizado de ella, de su hechizo hipnótico, logrando verla con la distancia necesaria para no ser engullido por las aguas revueltas del placer transitorio disfrazado de un eterno esplendor cuya luz es tan artificial como las que iluminan de verde las fachadas a última hora de El Corte Inglés, quedando apagadas a altas horas de la madrugada, cuando ya nadie pasa por allí y la felicidad queda evaporada hasta el día siguiente.

Exista o no la felicidad, hay abstracciones que conviene llenar de contenido mirando hacia dentro y no hacia fuera, empezando a comprender eso mismo, que no es la palabra la que ha de movernos sino lo que ella contenga, que nadie puede darnos aquello que vinimos a construir y a descubrir nosotros y que sólo nosotros tenemos la llave que nos muestra lo que tras la puerta se esconde. La felicidad es un secreto que sólo en el silencio se nos revela, en el silencio que -tras el tumulto- hace resonar la voz de la verdad: esa que siempre conocimos porque era con nosotros. A pesar de todo, no hay nadie que no busque, errada o acertadamente, esa felicidad que brilla en el horizonte de toda esperanza humana. Y, sin duda, los pasos que en la vida demos hacia ella, serán los que nos muestren si verdaderamente existía o no esa palabra: ‘felicidad’.

Diario La Verdad, 22/05/2010

domingo, 8 de mayo de 2011

Valores humanos

En mayo de 2011 asistimos al impacto de una noticia mundial: la muerte de Bin Laden, el rostro por antonomasia del terrorismo, la personificación misma del mal, compartiendo la misma nefasta categoría que otros personajes como Hitler, Stalin o Nerón. Muchos han afirmado que el mundo se queda mucho más tranquilo al ser disuelta la sombra de un enemigo de Occidente que rondaba en los malos sueños de gobernantes y ciudadanos pero que, como bien sabemos, no supone el suspiro final y que incluso el temor ha podido verse acrecentado temiendo las posibles represalias de seguidores e integrantes de Al Qaeda. El terror global ha sido desde el 11-S, y sigue siéndolo, uno de los principales problemas de nuestra civilización, una guerra casi invisible que se libra en los departamentos de la CIA y otros servicios de inteligencia y cuyo fin parece alargase hasta el fin de los tiempos.

Hay quienes se preguntan qué ha hecho Occidente para merecer tanto odio, siendo, por un lado, el esquema a seguir en torno a sistema democrático y economía liberal, y, por otro, el esquema inevitable, que como una gran marea, arrastra a los demás sistemas a incorporarse en él, antes o después. Países rezagados como China han transformado rápidamente su economía hacia el liberalismo aunque en lo democrático adolezcan de tanta premura, pues sin duda los intereses económicos motivan más al poder que los derechos humanos. Quizá sea este el gran bache de Occidente, no haber sabido vender su desarrollo moral y político, su tradición filosófica y humanista, a Cicerón, Séneca o Kant, y haber enseñado el único rostro de Adam Smith, John Stuart Mill y el Burger King. Haber aceptado ‘evolución’ en el sentido darwiniano más radical, afirmando la supervivencia del ‘más capaz para hacerse apto’, pero forzando a la propia naturaleza, creando un sistema competitivo feroz donde la obtención de poder (status, capital) justifica y garantiza la pervivencia. Competencia entre naciones, entre personas, entre empresas, entre religiones; la competencia se ha convertido en el valor universal y oculto que marca las reglas del juego cívico.

El escritor libanés Amin Maalouf ha señalado que “la civilización occidental creó más valores universales que cualquier otra; pero demostró que era incapaz de transmitirlos adecuadamente. Un fallo cuyo precio está pagando ahora toda la humanidad”. Errores visualizados en una grave crisis económica, en un odio radical hacia nuestros ‘mal entendidos’ valores por parte de los islamistas, etc., que ha hecho que nos alejemos todavía más si cabe de la comprensión de lo que somos, instalados en un temor que apremia a dar pasos adelante con rapidez para que nos sea quitado lo que es nuestro. Este temor infantil supone un retroceso en la capacidad de Occidente para crecer de verdad, instalada en un pragmatismo, en un utilitarismo vacuo, que convierte en caricatura cualquier seña propia de identidad y cultura. El abandono progresivo de las humanidades en la educación es buena prueba ello, haciéndonos ver que el desarrollo intelectual no forma parte del proyecto cívico, convirtiendo las aulas en un banquete de conocimientos que son arrojados nada más obtener la graduación y salir a la calle, al mundo real, pues la sociedad misma te dice que de nada sirve saber si no ganas nada (material) con ello. Este es el drama del materialismo: que convierte en mercancía también a los propios productores de la mercancía y que uno sólo vale lo que tiene y no lo que es.

Resumidos, por tanto, sintetizados, todos los valores en uno solo: el materialismo competitivo, nos encontramos con que todos –instigados, obligados, empujados- buscamos la misma quimera del oro y que éste ya estaba vendido. El gran Ernesto Sabato, recientemente fallecido, nos dice en sus memorias “Antes del fin”: “Cada mañana, miles de personas reanudan la búsqueda inútil y desesperada de un trabajo. Son los excluidos, una categoría nueva que nos habla tanto de la explosión demográfica como de la incapacidad de esta economía para la que lo único que no cuenta es lo humano”. Bien nos vienen estas palabras para la reflexión ahora que los datos del paro en nuestro país nos muestran que en torno a cinco millones de personas carecen de él y que las expectativas de que esto mejore decrecen a medida que pasan los días. Lo humano, sin duda, es lo que verdaderamente está en crisis, el valor que está a la baja, a diferencia del oro. La economía ha de estar al servicio del hombre y no el hombre al servicio de la economía; esta costumbre de invertir los valores es lo que pone en jaque nuestra capacidad de supervivencia, pues una sociedad perdida en el sinsentido de lo estéril la conduce al abismo inexorablemente. Lo humano es el valor irrenunciable, y cuanto más renunciemos a él, como es natural, más renunciaremos a nosotros mismos y a la sostenibilidad de nuestra especie.

Diario La Verdad, 8 de mayo de 2011

martes, 3 de mayo de 2011

Vamos a la noche

Vamos a la noche sin miedo a su silencio
despacio por los horizontes desnudos
en siniestra celda de amor y presagio
Vamos a la noche no llegando
sin ninguna ofrenda ni lágrima enviada
a los cielos lejanos
Vamos donde no viene nadie
al último rincón de una sombra
ausente del dolor y de la muerte
Vamos al espacio detenido
dejando susurros de perfume
por nuestro amoroso camino

Nadie cantará tu paso triunfal
tu esplendor, tu serena certidumbre
Nadie menos tú sabrá que el final
es otro gran comienzo

Vamos a la noche
sin miedo a su silencio

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