Renovar los viejos valores, tener el ánimo de hallar nuevas visiones, exige desapego. Desapego que por inercia o por dependencia nos negamos a aceptar. Hay un mito griego muy interesante, el de Teseo y el Minotauro. En libre analogía, podríamos interpretar que los viejos valores representan a ese minotauro que habita en la sociedad (el laberinto) y cuyos habitantes arrojados allí no les queda otro destino que ser engullidos por la bestia. Con este ejemplo trataremos de dar explicación a lo inexplicable, esto es, a esa deriva de una sociedad que no deja de ser engullida por el consumo superfluo y demás intereses aberrantes. Una sociedad que apenas deja aire para respirar la libertad de ser uno mismo ni lugar para escapar de ese monstruo que a todos persigue en un laberinto sin escapatoria. Sin embargo, los nuevos valores tratan de oxigenar la podredumbre de lo antiguo, de disolver el mal, a la bestia. Para Teseo (cuyo nombre significa: “el que funda”), el héroe que lucharía contra el toro con cabeza de hombre (según Dante), la entrada al laberinto es inevitable y terminar con la bestia es la única forma de liberar de más engullimientos carnales a los que allí sean arrojados; y gracias a la ayuda de Ariadna (“la más pura”), simbolizando la paz y la verdad, que dará un ovillo de hilo a Teseo, éste podrá enfrentarse con la bestia –desenrollando el hilo bajo sus pasos- sin miedo a perderse en el regreso y salir del laberinto. Sin monstruo ya no hay necesidad de laberinto, el espacio queda abierto, los límites han sido trascendidos.
El hombre avanza al trascender sus limitaciones. Los viejos valores hacen vieja a una sociedad que necesita reavivarse, empezar de nuevo a mirar con ojos inocentes y creativos su realidad y su mundo. Todo renacimiento ordena lo que un mundo viejo y barroco agotó hasta la confusión y el absurdo, coleccionando todos sus residuos, tal que afectado por el “síndrome de Diógenes”, hasta llegar al excelso vómito de lo banal. Gracias al hilo de Ariadna, una vez tomado el valor de vencer a los viejos valores, salir es sencillo. Este mito nos indica que dentro del laberinto hay un monstruo (la mente, el egoísmo, la guerra interior y exterior), que el monstruo está en nosotros mismos, que tanto Teseo como el Minotauro nos habitan, los nuevos valores (Teseo) quieren sustituir a los antiguos (Minutauro). El primer paso para lograr tal renovación consiste en comprender que lo antiguo ya no sirve, que aquello en que creíamos (alimentar a un monstruo) y que nos era letal, no tiene razón de seguir siéndolo. Aquello que no nos hace felices es un obstáculo para la felicidad. No se trata de volver a llenar un tratado de nuevos valores, sino de despejar el camino y desterrar todo lo inservible. Esa es la tarea. Una moral auténtica trasciende los valores del bien y el mal, o como expresó Nietzsche: “Lo que se hace por amor se hace siempre más allá del bien y del mal”.
No olvidemos que todo lo que en un tiempo pasa por malo en otro tiempo puede ser visto como bueno (recordemos a los “herejes” Tommaso Campanella o Giordano Bruno), pero lo que uno atestigua como verdad intuida resonando en la lucidez de su corazón, será eternamente la verdad. No hay mayor referencia que uno mismo, aunque dejemos nuestro criterio y valores a manos del Gobierno, Google, televisión, críticos de arte, profesores, líderes religiosos, etc., nosotros siempre tenemos la última respuesta. No arrojemos nuestra conciencia siempre al otro para huir de nosotros mismos. Creer en uno mismo equivale a creer en el mundo, en su devenir positivo, en su crecimiento, y la tarea es de cada uno, cuando uno crece el mundo crece con él, pues “no hay hombre ni acción que no tenga su importancia” (Schopenhauer). La clave trágica del posmodernismo ha sido su hipérbole continuada de lo artificioso, donde bajo la melodía atronadora del capitalismo se ha necesitado más y más para llenar el vacío interior de unos valores perdidos que fueran en sintonía con el individuo. El canto ha sido desentonado, desproporcionado, fuera de ritmo.
El mito de la posmodernidad ha sido la ciencia, la ciencia del dinero, de las evidencias pragmáticas y utilitarias, de la infelicidad, del desencanto, del materialismo sacralizado. La ciencia ha deslegitimado todo aquello que se le escapaba: haciendo al hombre un esclavo de sus leyes y ‘progresos’. El intento de solución experimental de lo incomprensible: la insoportable alienación e infelicidad humana, ha de ir, sin duda, más allá de la fabricación de fármacos antidepresivos. Al no poder aceptar que la explicación de Dios todavía escapa a la mente humana, la ciencia ‘oficial’ ha escapado de Dios. La visión científica (aquella que solo legitima su visión) en vez de asumir su impotencia (y humildad) en ese saber, nos desea demostrar hoy que lo físico y empírico es la única religión (Dawkins, Hawking) y que allí no cabe Dios, pero sin embargo no puede obviar, en esta decadencia de la posmodernidad, tal vez incrédulos pero sofocados y algunos esperanzados, que el motor que mueve el mundo, ese espíritu imperceptible solo puede entenderse aceptando lo extraordinario e inexplicable como un nuevo valor a integrar, como ya apuntaron los científicos Niels Bohr, Max Planck o Werner Heisenberg. El hilo de Ariadna se encuentra con nosotros, solo hay seguirlo dejando que fluya el propio existir. “Nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo”, sentenció Borges, siempre un hilo que nos regrese a nosotros mismos: a la raíz del sentido de todo. Los nuevos valores ya están aquí, representan la anatomía fiel de quien realmente somos.
Diario La Verdad, 13/03/2011
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