La
salud de una mente podría medirse por la capacidad de sorpresa ante los hechos
cotidianos. Para un filósofo con cierta pasión por el saber, el hecho de que
deje de ser sorprendente que el sol salga todos los días equivale a la muerte
del intelecto, al encefalograma plano de la inquietud existencial. Uno de los
síntomas de una mente distraída -endeudada con su presente- es su incapacidad
de enfocarse plenamente en el ahora. Una de las consecuencias de esta situación
es el creciente desinterés ante los fenómenos trascendentes de la vida, esos
sucesos que evidencian el milagro de la luz, del mundo, del tiempo, etc. Dejar
pasar un día sin observar detenidamente los misterios de la naturaleza equivale
a haber perdido el día por completo. Sé que estas palabras suenan extrañas,
precisamente en estos tiempos de utilitarismo en que se vive para el mañana, en
que el día de hoy no sirve nada más que para acumular, indefinidamente, una
identidad proyectada en el tiempo de las quimeras teatrales de la vanidad y la
ambición. Vivimos tiempos de absoluta apariencia y debido a estas sombras
sufrimos el impedimento de ver lo directamente manifiesto. El método científico
se ha hecho portador de este don de visión autorizada de los fenómenos, pero no
ha hecho más que deslegitimar a cada individuo de la oportunidad de investigar
por sí mismo. Cada ojo tiene el método de conocimiento propio de su conciencia,
de su capacidad de comprender, y nadie nos puede dar esa visión última e íntima
de la realidad. La ciencia está a nuestro servicio, no al revés.
Un
cambio profundo en la comprensión de los hechos del mundo –lo que los griegos
llamarían ‘metanoia’- pasará por ver con claridad que todo lo que sucede no es
una consecuencia de nuestra capacidad de pensar, sino que el pensamiento es uno
de los efectos de la realidad primera e inmediata. De este modo es aceptable la
observación científica de que un átomo es en su mayoría espacio vacío, e
incluso -a modo fractal- uno deduce poéticamente que el universo es también un
gran vacío que nos contiene. Es decir, la materia, como lo es el pensamiento,
viene después, mucho después de su origen y fuente, el vacío. El concepto de
“fractal”, palabra inventada por un matemático francés, B. Mandelbrot, sugiere
multitud de teorías e interpretaciones. Más allá de las conclusiones estrictamente
geométricas al respecto, cabe una mirada más filosófica, a la manera de Borges,
para estimar ciertas cuestiones. Una de ellas es la de aquel principio
hermético que afirma aquello de que “como es arriba, es abajo” y viceversa. En
este sentido todas las cosas del mundo tienen su correspondencia con
estructuras superiores. Es decir, y esto es algo también muy democrático, más
allá de una estructura o jerarquía superior – como pueda ser el tamaño- lo que
prevalece es el concepto de similitud, o lo que es lo mismo, identidad. Un rey
y en esclavo siempre fueron lo mismo –un ser humano-. Aunque eso, por suerte,
ya lo sabíamos (al menos en la teoría). Recordemos las coplas de Jorge
Manrique: “Esos reyes poderosos /
que vemos por escripturas
/ ya passadas
con casos tristes, llorosos, /
fueron sus buenas venturas
/
trastornadas; /
assí, que no hay cosa fuerte, /
que a papas y
emperadores
/ e perlados, /
assí los trata la muerte /
como a los
pobres pastores / de ganados”.
Diario La Verdad, 23/10/2011
No hay comentarios:
Publicar un comentario