Son ya clásicas las comparaciones
entre el ser humano y la máquina, ya sobre todo a partir de la Revolución
Industrial el hombre se ha visto cada vez más unido a la máquina y ésta ha sido
el elemento clave de la industrialización. Una máquina puede hacer el trabajo
de veinte personas, por poner un número, en menos tiempo y con menor coste. Sin
embargo, hay papeles que sólo puede llevar a cabo un ser humano, empezando por
el control y dirección de la maquinaria. Pero –aún así- es difícil saber a día
de hoy si realmente la máquina sirve al hombre o el hombre a la máquina, ya que
la relación de dependencia es tan fuerte que no sabemos quién toma el control
de quién. Más allá de la Revolución Industrial, con la que podríamos denominar
Revolución Tecnológica, a partir de la segunda mitad del siglo XX, el debate ha
ido abriendo un nuevo terreno que podríamos resumir con la dicotomía
cerebro-ordenador. El ordenador se ha ido convirtiendo en una proyección del
cerebro, en un reflejo capaz de darnos datos, números, previsiones y mapas
mentales que han ido acompañando el desarrollo del potencial humano. Pero el
debate final viene a ser el mismo, llevándonos a hacer la pregunta de: ¿en qué
medida el hombre tiene el control del ordenador o si es –por el contrario-
controlado por éste? Para que un ordenador funcione, ha de ser programado, va a
ser incapaz de tener iniciativa propia, a no ser que programemos esa
iniciativa, por lo que no sería una iniciativa espontánea, como la humana, sino
programada, a fin de cuentas. Toda simulación es una ilusión de realidad, nunca
la realidad misma.
Ha salido recientemente una
noticia en los medios de comunicación que nos informa de un proyecto con el
superordenador MareNostrum, el proyecto se llama Human Brain, y se invertirán
más de 1200 millones de euros para que, mediante modelos de programación
diseñados en el Barcelona Supercomputing Center (BSC), este ordenador sea capaz
de imitar las neuronas humanas. El empeño por conseguir tal logro es incesante.
Algo que nos recuerda a ese nuevo Prometeo del siglo XIX, Frankenstein, ideado
por Mary Shelley, y que como vimos se quedó simplemente en un intento fallido.
¿Puede una máquina sentir como un humano? ¿Pensar, imaginar, soñar o amar como
una persona? La tarea es homérica. Como dijimos, cuando programamos,
introducimos las órdenes que deseamos se ejecuten, lo que impide diseñar algo
con vida propia, quedando sometida la máquina a los mandatos de sus creadores.
No obstante, conviene no apresurarse en los juicios de valor, dejando un
interrogante que nos pueda llevar a la sorpresa, a la desafiante capacidad
humana de crear, como en el arte, algo que pueda ser nuevo y, por ello,
revolucionario. La principal función del científico es observar, ver lo que
sucede tratando de interferir lo menos posible, para así conocer la naturaleza,
el objeto de su investigación, tal como ella es. Esta nueva ciencia, la
neuroinformática, tiene mucho que decir. Y conforme el ser humano vaya
ampliando su conocimiento de la realidad, irá también adquiriendo y creando
nuevos recursos que le permitan relacionarse con su mundo desde actualizados
planos y objetivos. Un ordenador no deja de ser un reflejo de nuestras propias
capacidades. Pero un reflejo que asombra.
"La Tribuna" de Albacete, 9-10-2013
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