Unos datos de actualidad, basados
en la estadística, son capaces de darnos una información crucial sobre nuestro
mundo, mostrándonos las profundas desigualdades económicas que se dan a día de
hoy, como consecuencia de un neoliberalismo insaciable consistente en amasar
capital sin límites ni control real por parte de los Estados. Me refiero a unos
datos que nos informaban de que el 20 por ciento de la población posee el 82
por ciento de la riqueza mundial, según Naciones Unidas. Otro dato era que los
más pobres, unos mil millones de personas, han de sobrevivir con solamente el
1,4 por ciento de la riqueza mundial. Y, en contraste, una élite de 29 millones
de personas (0,6 por ciento de la población adulta) posee el 39,3 por ciento de
la riqueza en el mundo. Estos datos no dejan de ser alarmantes, aunque
aparentemente pasen desapercibidos para la opinión pública. Exponen una
situación de riesgo para el sistema y la mayoría de sus habitantes, pues parece
que hay una tendencia hacia la desigualdad, ocupada por una minoría de
privilegiados que, como antes de la Revolución Francesa, indica una clase
social muy reducida que ostenta, dicho claramente, el poder y control económico
del mundo. Esta minoría poderosa no sólo posee dinero sino todo lo que se puede
comprar con él, esto es, el sistema armamentístico, petrolero, financiero,
político… En definitiva, todo es lo mismo hoy día, poder monetario que equivale
a poder absoluto. Sin duda, estos datos, para cualquiera que conozca la
Historia y sepa prever su dinámica evolutiva, nos habla de posibles
revoluciones, es decir, de posibles movimientos sociales que, no motu proprio
sino por imperativa necesidad de supervivencia, busquen y exijan un nuevo
orden, un nuevo cosmos social algo más coherente, solidario y equitativo.
Quizá el Estado también se vea en
la necesidad de esa búsqueda igualitaria y sepa responder a las exigencias de
un pueblo que únicamente anhela que la mayoría no sea esclavizada y explotada
cada día. El miedo que imponen las estructuras de poder neoliberales por medio
de su control del capital, pues de ellos depende y dependerá dar o quitar:
trabajos, dinero, educación, seguridad social… hace que el silencio y el
conformismo se impongan, acrecentando una situación que sólo da alas a los
poderosos para continuar con sus planes de dominación. Y, esa máxima del
filósofo Spinoza que decía que: “El fin del Estado es verdaderamente la
libertad”, nos hace soñar –sin caer en mero utopismo- en un Estado capaz de
procurarnos, no un privilegio sino un derecho, no una inalcanzable meta, sino
una garantía que sea una premisa continua para un mundo nuevo que pueda ser
habitado dignamente. El libre pensamiento es necesario, tanto en los políticos como
en todos los ciudadanos, más allá de estructuras ideológicas inflexibles, para
que cada persona sea capaz de expresar su opinión y así contribuir a nuevos
modelos que sustituyan los viejos paradigmas. Si nuestra voz sigue el guión del
poder para pronunciarse, del miedo a la libertad, no habrá conquista de
verdaderos derechos humanos. Es necesario impulsarse decididamente a expresar
nuestros ideales cuando sentimos que son justos, nobles, que siguen el bien
común… que, en definitiva, pueden ser amados por todos los hombres.
"La Tribuna" de Albacete, 04-09-.2013
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