Es a menudo el vivir cotidiano,
cuando las prisas empujan nuestro paso y el tiempo nos aleja del aquí y ahora,
un modo de existencia que nos va restando verdaderos placeres y sumando
necesidades internas de sosiego, ocio o simple reposo, lejos de todas nuestras
preocupaciones mundanas, buscando ese instante, ese lugar perdido y anhelado,
que llamamos felicidad. Escribió Nietzsche en un bello libro de aforismos, El viajero y su sombra, que “Casi todos
los estados del alma y todas las etapas de la vida poseen un solo instante
auténticamente feliz”. Un pensamiento muy romántico, que convierte un momento
concreto del tiempo en un bello paisaje idealizado, capaz de aunar el estado
más sublime del alma en un instante de dicha inolvidable. Con frecuencia
anhelamos ese instante completo, ése por el que muchos serían capaces de vender
su alma a la manera del Fausto de Goethe, un momento que muchos ya atesoran
como una reliquia del pasado que recordar para siempre o como una búsqueda
vital proyectada en el futuro, que encamina los pasos hacia nuevos senderos y
destinos soñados. La búsqueda de El Dorado del alma, una embarcación hacia el
interior de uno mismo para encontrarse definitivamente en el corazón de la vida
y poder así acariciar, descubrir, esa palabra tan grandiosa y capaz de producir
recelo en ocasiones por su utopismo semántico, la felicidad.
Sin duda la felicidad va unida al
amor, a la experiencia más subjetiva y conmovedora del hombre, esa experiencia
de unión con el otro o con el todo. Pues la experiencia del amor siempre
significa una unión con el todo, con el todo desde el otro, o con el todo desde
el todo. Un instante de amor que, como pronunciase Dante en el Canto V de la Divina Comedia: “Infundió en mí placer
tan fuerte que, como ves, ya nunca me abandona”. Tras esa sensación intensa,
donde el amor se presenta, éste es buscado ya para siempre, como un paraíso
perdido que esperanzados pidiéramos su regreso. Y, hoy más que nunca,
necesitamos de esa motivación por abrazar instantes únicos, para no dejar que
nos arrastre un tiempo presente que siembra desesperanzas, pesimismos,
negatividades crónicas -en definitiva- que sólo sirven para infundir mayor
pesadez de ánimo y acidez de espíritu. Pues no es el futuro más que una
proyección que dependerá de cómo la representemos y afrontemos, de cómo la
interioricemos y decidamos vivir, en busca de la felicidad o asumiendo la
derrota y el fatalismo de las circunstancias. El hombre puede cambiar su
destino, puede remontar tempestades y aligerar y salvar su aflicción si así lo
quisiera. Solamente necesita creerlo y quererlo, y hacerlo. Es necesario
confiar en las posibilidades que son eso, posibles siempre, realizables. No hay
otro camino para el cambio que verdaderos actores dispuestos a llevar a cabo
ese cambio, no hay otra manera de conquistar nuevas formas de vida deseables
que un deseo certero de reformar la convivencia en auténtica vivencia con el
otro. Y así, el instante de felicidad, de amor compartido y convertido, no será
solamente uno en exclusiva, aislado y resguardado en la memoria de los días,
sino que se convertirá en un aroma ilimitado, derramándose con frescura en
todos los instantes del día.
"La Tribuna" de Albacete, 11-09-2013
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