La época en que vivimos hoy, ya pasados más de doscientos cincuenta años del comienzo de la Revolución Industrial, podría conocerse como Revolución Tecnológica, en el sentido del vertiginoso auge de la tecnología en los últimos años, sobre todo desde que se generalizaron el uso del teléfono móvil o de Internet. Podemos hablar, por tanto, de una Revolución muy reciente, que todavía hoy está en pleno apogeo y que ha supuesto un antes y un después en la forma de comunicarnos y de relacionarnos. La presencia de las redes sociales o de los teléfonos móviles tuvieron un especial protagonismo en las manifestaciones del movimiento 15-M español, algo que ayudó a extender la participación ciudadana y la exitosa organización de las convocatorias. Un ejemplo del buen uso tecnológico.
Pero la corriente de la novedad, de la corta duración de los objetos tecnológicos que compramos y el deseo de “estar a la última”, conlleva una especie de manía o neurosis que no debemos pasar por alto, para no terminar siendo nosotros mismos instrumentos destinados a consumir, ciegamente, todo lo que ponen frente a nuestros ojos, solamente porque es lo que toca comprar ahora para no salirnos de la maquinaria del consumo. El motor de la economía, así, marca el ritmo de nuestras vidas y desequilibra nuestro ritmo natural, interno, por un exceso de estímulos externos destinados a crear un desasosiego, una necesidad, que sólo se ve satisfecha cuando el objeto de consumo, de deseo, queda satisfecho. Así vamos, de necesidad en necesidad, de insatisfacción en insatisfacción, sólo con el alivio de unos breves minutos que el mercado ha dictado que son los que podemos sentirnos felices antes de que el nuevo objeto de deseo aparezca anunciado en la televisión. Las tendencias consumistas nos instan a ir reconduciendo nuestras vidas por un sendero donde el afán de poseer la novedad imprime el valor predominante.
El hecho de que reconozcamos que la tecnología vive un proceso revolucionario en cuanto a sus posibilidades y usos no indica necesariamente que esto sea una conquista social si la sociedad no ha adquirido la madurez necesaria para no ser manejada, manipulada, por la economía de mercado. La sociedad de consumo nos marca el horario de nuestra libertad y nos pone el deber de consumir frente a la mesa, el deber de consumir para ser, no sólo para sobrevivir. Esta es una herencia cultural que Occidente recoge de la Revolución Industrial y que, sofisticada en tecnología, no deja de ser otra masificación de la razón humana equiparada a sus bienes materiales. Una herencia que hace que la cultura, como la tecnología, no sean un necesario factor de progreso positivo, sino un obstáculo para con uno mismo y para la verdadera evolución de un ser humano en extinción como especie, desde el punto de vista de su sabiduría. Como escribió Montaigne, “la razón humana es un barniz superficial”, algo muy moldeable, muy hecho por fuera, fácil de manipular. Y esto ha de ser –finalmente- un hecho a tener en cuenta, que nos haga recapacitar y tomar conciencia de nuestra verdadera identidad, aquella que nadie puede manipular por propia conveniencia. El verdadero avance cultural será así la libertad de conciencia, y en consecuencia, de decisión.
"La Tribuna" de Albacete, 19-06-2013
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