Hoy en día se ha insertado en la sociedad de manera determinante aquella máxima de Hobbes que afirma que “el hombre es un lobo para el hombre”, refrán ya perteneciente al código moderno de convivencia del mundo en que vivimos, donde la competitividad y la pérdida de las señas individuales de identidad han configurado un sistema de relaciones que ha menguado nuestro sentido de la solidaridad, por el temor hacia el otro y por el concepto de lucha social como medio de supervivencia y de progreso material. Pero no hay progreso sin humanidad, en el sentido total de la palabra. No hay progreso sin personas capaces de construir un mundo en el que sea posible vivir en concordia e igualdad. Los políticos tienen una responsabilidad importante, pero es también responsabilidad del ciudadano el no permitir la tiranía del político. Y somos responsables en estos momentos de no asumir, precisamente, el poder que se nos ha otorgado como entes con voluntad y decisión propia. No ejercer la libertad que como individuos podemos portar y entronizar, supone negarnos a nosotros mismos. El camino, sin embargo, no es la política, no es el juego de siempre, ese que consiste en mandar sin el pueblo habiendo hecho previamente la promesa de que todo era para el pueblo. Como expresó Max Weber: “Quien busca la salvación de su alma y la de los demás que no la busque por el camino de la política.” Y añade, “el genio o demonio de la política vive en tensión interna con el dios del amor”. El ser humano necesita aprender a vivir, a pensar y a organizarse, como comunidad, a ser capaz de funcionar como organismo, como cuerpo social integralmente actuando, solidariamente participando, creciendo de manera saludable, expresando de forma respetuosa, escuchando, sumando, aportando…
La política, tal y como hoy la experimentamos y concebimos, no es el medio idóneo de organización social, pues las decisiones las ha de tomar el pueblo en su quehacer cotidiano, en su modo de vida, en sus espacios de convivencia. Sólo así nos dejaremos de sentir sujetos pasivos, marionetas de un sistema, y podremos pasar a formar parte de él, cooperando y operando en el progreso de la sociedad. A esto es a lo que llamamos “conciencia social”, a una forma de entender el mundo como sujetos agentes, como voces necesarias, como elementos integrantes capaces de ejercer acciones mediante nuevos modos de convivencia participativa. Este ideal sólo podrá ir realizándose conforme el ser humano vaya sintiendo la globalidad: lo externo y al otro como una parte sí mismo; aludiendo a Jesucristo, cuando el prójimo nos importe tanto como nosotros y cuando seamos capaces de dirigirnos hacia un compartir innato, más que hacia un autoabastecimiento de las propias necesidades individuales o estrechamente familiares. La familia –como la política- va más allá de un círculo cerrado de congéneres, la familia se amplia en nuestra propia especie y más allá de ella incluso. Somos hijos de la tierra y del universo todo, y siendo conscientes de ello sabremos cuidar de nuestra herencia vital creciendo como una globalidad inteligente dispuesta a avanzar con firme voluntad de entendimiento. Confiemos y trabajemos pues por que así sea.
"La Tribuna" de Albacete, 4-7-2013
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