La palabra gobierna el mundo entre archipiélagos de silencio, en el inmenso mar de los discursos del hombre quedan retazos inconmovibles de individualidad que construyen mundos paralelos siguiendo las reglas creativas del nacimiento espontáneo. La novela moderna o el cuadro abstracto dan buena muestra del intento de percepción inédita, de la búsqueda de un destello original que aporte al mar de lo mundano una salida o un regreso al cosmos insólito que se expande desde el alma hacia el misterio del ser que habitamos. Incluso la física cuántica sigue esos impulsos antigeómetras, donde la forma no tiene lugar en el tiempo ni en el espacio, sino en la dimensión inhabitada de los fenómenos asincrónicos. Y mientras tanto, cuando las salas de cine o los sueños nos ofrecen esa única posibilidad de salir del espacio inherente, seguimos construyendo en la dimensión de la palabra, de la mente constructiva de lenguajes, oportunas vías de salida a embotaduras terrenales que pervierten la materia de miseria y escepticismo. Es en la experiencia donde el fenómeno vital queda encuadrado, dispuesto en un marco de conjeturas que estiman resolverse conjuntamente a las normas racionales y semánticas que sujeto y predicado permiten. Todo se expande en el marco de lo posible, como una paleta de colores o la vibración sonora de unas cuerdas que asignan la realidad material de un comienzo de creación artística o esencia acariciada.
La palabra, ese sonido que amplifica la realidad del mundo y ansía nombrarlo y conocerlo, tiende un hilo paralelo al silencio inamovible, haciéndonos creer que todo es del verbo, cuando este es precisamente deudor del punto que le ha permitido nacer. Pero la palabra se busca constantemente, utiliza al silencio para combinar y diferenciar los fonemas que den lugar a un balbuceo que nos signifique, que nos otorgue la premisa de decir que somos un nombre que deviene nombrado. Entonces –para nuestra desventura- no conviene equivocarse, porque de ello depende la identidad que adoptemos ante el mundo, sincera o aparentada, identidad a fin de cuentas que pinta el rostro de nuestro destino. Juego ilógico que juega a ser lógico, nombre que olvida su silencio integrador. Estamos así creando la cultura, con estas reglas, a cada instante.
El poeta Octavio Paz visitó a la palabra buscando al silencio, a sabiendas de entenderla como un “fuego que nunca se acaba”; y le dice: “no existes pero vives, / en nuestra angustia habitas / en el fondo vacío del instante”. Una inexistencia que paradójica reaparece sin cese, dando forma al vacío, desordenando a éste en presunta lógica del sentido, trastornando al silencio con rumores interiores que dan luz y sombra a este sueño de apariencias significantes que es la vida. Ese rumor de la palabra parece transportarnos, como Caronte atravesando la no amada laguna Estigia, hacia un Averno dudoso, en camino de lamentos, cuando nos aferramos a ella para entrar al fondo de la verdad que precisamente se bifurca en sus límites intangibles. No faltan razones para el cansancio filosófico de Occidente y su necesaria deconstrucción. Pero al volver al origen desvelamos que toda pregunta supone una renuncia, la de no saber la respuesta. Y lo más importante, que ante la respuesta misma se cruza la más grande renuncia, la más grande entrega: la mirada desnuda hacia la verdad, el viaje sin destino que supone olvidar todo lenguaje para que el espíritu se aproxime a la letra escondida que realmente le nombra. Es cuando nada queda que todo puede ganarse, es cuando el silencio se abre vibrante que el sonido se inventa a sí mismo y suena tal que la misma nube que franquea el cielo, real y pasajera, en ajuste armónico y concreto de sinfonía, única y común en su sustancia a todas las nubes sin nombre que viajan y se borran en alguna parte.
Kierkegaard entendió la existencia como “una realidad que hay que experimentar”, no como un problema en sí, sino como una puerta abierta, donde entrar ya es ganar la respuesta. Siempre queda la entrada al vislumbre de esa realidad no tocada por el nombre que queremos conferirle, perpleja en su ser y renovada por el instante que a todo segundo nace, pues somos pasajeros de una misma esencia, que pasa como la nube pero que vive siempre dentro, como la libertad que hace posible abrir los ojos al paisaje. La libertad de ser todo y nada, de hallar y olvidar lo hallado, de morir y despertar a nuevos hallazgos. La libertad viva, nunca aferrada a la idea que podamos tener de ella. Solamente como algo que surge, incontestable, que nos hace testigos de su constante prodigio de trasportarnos hacia la vida presente, allí donde quiera que estemos. La libertad, como columbrara el verso de Miguel Hernández: “ es algo / que sólo en tus entrañas / bate como el relámpago”. Y es ahí adentro, en esa dialéctica interior del silencio con el hombre que la observa, donde el mundo aparece.
2 comentarios:
La palabra, el lenguaje nos define y nos limita, pero los silencios que se entrecruzan, las miradas ausentes a la búsqueda de lo inexpresado, la presciencia de mentes hermanas que se buscan en el tiempo y en el espacio, podrían aspirar a completar nuestra particular Babel de la incomunicación.
Somos chispas de vida en un vasto océano de imágenes, palabras, soledades y silencios que nos abruma, devolviéndonos a nuestra pequeñez.
Un placer leerte.
Saludos.
CitizenGhola
Hola jose manuel,
Esto que dices de la palabra me recuerda un gadget que tengo en el blog y que es
¿ Ideas? No es malo tener ideas. si comprendes que es solo una idea, ya la tendrás superada.
Saber que el verbo es deudor del punto que le ha permitido nacer, nos da la capacidad de poder hacer un gran bien con la palabra. Basta conectarla con lo que Somos y asegurarnos que la lengua no nos traiciona ni juega a ir por libre.
Me ha gustado la poesia de Raiz de lo alto
Un saludo,
agustin
Agustin
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