Apagó la linterna. Pensaba en fábulas sin moraleja. Sus ojos se cerraron solos, después los abrió, atento, impidiendo la despedida. Encendió la linterna. Dejó de pensar en nada. Escuchó la voz de una joven mujer bajo los escombros. Él no quiso dar sentido a aquellas palabras de socorro. No interpretaba los signos de la asfixia y los confundía con el miedo. Su propio miedo.
Apagó otra vez la linterna. Pensaba en una huída. Sus piernas estaban inmovilizadas, el hierro atravesaba su rodilla izquierda. Sentía el olor de la sangre. Sentía un dolor anestesiado, inmóvil y prolongado, lleno de sorda agudeza. Sus manos eran astillas al secar lágrimas acorraladas.
Después un par de hombres intentaban sacarle de allí. Más abajo se oía un sollozo prolongado, vómitos de esperanza y aullidos de socorro. La mujer inmóvil repetía su dolor con voz de pozo. Él sentía el tacto, a veces, de su respiración. Le preguntó a ella cuál era su nombre. Pero ella sólo trataba de respirar. Cerraron los ojos. La esperanza era el aliento del otro. El par de hombres se fue de allí, exclamando frases de cansancio y resignación. Quedó un profundo silencio para él y para ella. Un silencio desconcertante entre los dos.
Él encendió la linterna.
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