El cine anime, tan popular en Japón, ha llegado con frecuencia al público occidental exitosamente, y ha sido aplaudido por un público universal, capaz de valorar este arte del dibujo manga trasladado a un formato de animación pictórica para la gran pantalla. El dominio de la informática y sus recursos creativos ha sido determinante en el desarrollo de esta forma de hacer cine que, incluso, se ha trasladado al cine ‘real’, copiando éste los recursos del anime.
Akira es una de esas películas que estremecen al público. Su autor, tanto del manga como del anime, es Katsuhiro Ôtomo. Reconocida como una de las mejores películas de su género, el anime de ciencia-ficción, realizada en el año 1988, esta cinta nos plantea un escenario complejo, la devastada y caótica Neo-Tokio del año 2019 y a unos personajes insertos en ese conflicto, héroes y villanos, que tratarán de hacer frente a ese eclipse de energía apocalíptico e incontrolable llamado Akira, que tanto anhelan unos y tanto temen otros.
Tanto el poder visual de los dibujos como el argumento o trama resultan sorprendentes, incluso ahora, en el año 2007, no tan lejanos a ese distópico 2019 conmocionado y en la crisis posbélica de la III Guerra Mundial. Los enfrenamientos continúan aisladamente, en las bandas callejeras, en la policía corrupta, en colectivos religiosos, en el propio gobierno. Todo está en crisis, incluso el Estado y el orden legal.
Tetsuo, el personaje principal, recibe una fuerza sobrenatural que es incapaz de controlar, Tetsuo se ve absorbido por tanto poder que le impide actuar con ecuanimidad y lo hace de manera destructiva, rencorosa y malvada. Su amigo Kaneda intenta salvarle, pero finalmente se tendrá que enfrentar con él: un héroe con fuerza humana -con motivaciones benévolas- se enfrenta a un antihéroe sobrehumano. El poder de Akira parece haberse reencarnado en Tetsuo, aunque la esencia de la verdadera energía de Akira es mucho más poderosa e incontrolable. Finalmente todo sucumbe a esa gran energía, nada parece sobrevivir, excepto Tetsuo.
Tal vez Tetsuo represente una gran alegoría social del futuro, ya casi del presente, una especie de desembocadura inevitable. Todo el avance tecnológico se vuelve –como gran ola poderosa de energía- contra sí mismo si no se sabe controlar. Todo el conocimiento –en definitiva- se confronta con la dualidad del bien y el mal, del yin y el yang, (in'yō/onmyō) y los factores activos se vuelven pasivos frente al descontrol que han producido.
Pero, como sabemos, el mal produce el bien y viceversa, este principio generador se aprecia en Akira espectacularmente expuesto. Nada es completamente bueno ni completamente malo, nadie es capaz de saber si –en caso de poseer un poder especial- lo usaría adecuadamente. En el equilibrio estaría la dicha, pero este equilibrio –en crisis- de Akira plantea esa duda necesaria que la Ciencia o el Estado, o cualquier otra forma humana de poder, debería tratar de resolver.
Siempre el arte nos ha puesto ante los ojos el problema, nos ha conmovido en esa presentación estética, a partir de su lenguaje y sus prioridades temáticas. No hace falta realizar arte de tesis para que una obra revele una o dos –o cientos de tesis- distintas en el espectador. El fin estético siempre lleva oculto un fin moral. La capacidad de algunas obras para mostrar sus tesis de manera implícita, susurrada, sugerida, las convierte en especialmente valiosas, porque así la idea no muere en un fin pasajero sino de transcendencia humana atemporal. A veces las tesis cambian con el paso del tiempo, unas veces nos plantean el problema desde la lejanía y otras nos desvelan el problema que nos ahoga silenciosamente en el presente. Que el fin estético tenga la cualidad de mover a la acción es ya una cuestión de ideologías, de éticas y actitudes personales. La obra no debe exigir tanto, debe ser irónica, trágica, sincera, desagradable, incluso, pero nunca obvia o panfletaria. El panfleto deberá escribirse solo en la retina del espectador.
Pero a veces el espectador es sujeto pasivo. En el caso de Akira su público –mayoritario- se ha denominado otaku, ya no sólo en Japón sino en todo el mundo. Los otakus llevan –tras de sí- un carácter distinguible, una personalidad que los hace ser quienes son –y a su vez- diferenciarse con ello, incluso aislarse. Otro término más extendido al del otaku (aficionado al manga y al anime) es el del friki, diríase que es la denominación genérica hacia alguien aficionado a algo minoritario o no convencional en los gustos de la mayoría.Suelen organizarse en grupos o por solitario.Y su vida suele girar en torno a esa afición que reverencian, ya sea roll, rock, videojuegos, Guerra de las Galaxias, aeromodelismo, etc. Son fanáticos extravagantes, (geeks en inglés) cuya vida sólo tiene sentido a la luz de sus ficciones. Una especie de habitantes de la Caverna fascinados de ver las sombras menos distinguibles.
Pero, finalmente, sólo es eso, aislamiento estético y social. Vacío. Eterno retorno, repetición programática. El friki u otaku elige su religión y la devora y exhibe continuamente. No puede salir de allí porque allí está ese lugar placentero -“locus amoenus”- donde todo recobra una verosimilitud ficcional que supera a la realidad, una verdad real (“vreal” en términos de Julia Kristeva) más real que la realidad –que en sí misma no nos aporta elementos –fenómenos- que nos lleven a la verdad. Es, así, la ficción una utopía, una suerte de verdad ideal más verosímil que lo material, pero, precisamente, por su condición de ficción con posibilidades se constituye como un ideal. Es el carácter de un Don Quijote que nunca pasa a la acción, que nunca se enfrenta a los molinos porque adora demasiado a sus gigantes. El fanático extravagante del presente(friki) es un héroe en duermevela y asustado por ser lo que es. El sueño de la razón produce monstruos, y esos sueños –mal conducidos- como sucede en Akira, pueden llevar a la demencia, a la inacción o acción destructiva, en vez de al propósito del bien, materia heroica de verosímil – y equilibrada- realidad. Tal vez deberíamos preguntarnos seriamente, ¿quién es Tetsuo?
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