La política, como la guerra, ya nos lo
anunciaron Maquiavelo o Sun Tzu en "El arte de la guerra", cada uno a
su estilo, es una cuestión
de estrategia y audacia, aplicable a cualquier situación donde el poder y el dominio del otro se
convierten en el objetivo del juego. En el mundo capitalista en que vivimos,
casi todo se basa en estrategias de control y manipulación encubiertas, y a veces no tan encubiertas. Toda
la retórica de Quintiliano
o de Aristóteles se ha
usado como un arte de dominio y persuasión
muy eficaz. Saber vender un producto o una idea es, sin duda, una cualidad que
engrandece el producto, pero cuando este producto carece de las cualidades o de
las ventajas que se nos ofrecieron, se le puede llamar engaño. Sin embargo hay una fórmula esencial y necesaria para
no ir deambulando en busca de paraísos
y encontrarnos con espejismos o quimeras, y esto es el criterio, también el sentido común. En la política la cuestión es más grave, pues lo que nos intentan vender se
corresponde con los cimientos de la vida: trabajo, salud, educación, libertad... Pactos, debates
independentistas, fraudes, recortes, luchas internas; poco tiene que ver con un
compromiso sincero con el ciudadano. La retórica,
la palabra convincente, puede ser en ocasiones arma de quienes no llevan nada
consigo, pero no es necesario adornar tanto lo que por sí mismo ya luce. Y así
estamos, esperando hechos, hechos que produzcan cambios, cambios que de
verdad supongan algo sustancial que nos libere de la manipulación continua. Pero es el
individuo, la sociedad en su conjunto, la que ha de proclamar lo que quiere;
pues, no lo olvidemos nunca -sería
la peor amnesia que nos habrían
conseguido vender- y es que el poder es siempre del pueblo.
La Tribuna de Albacete, 27-8-2014