Una famosa ley hermética,
recogida en el Kybalión, afirma que como es arriba, es abajo; el cielo como la
tierra, el hombre como Dios. Fuimos hechos a su imagen y semejanza, y el universo
que concebimos, también lo declara el Kybalión, es mental. Recordemos que
Tales, en el mundo griego, presuponía algo parecido, esto es, una visión
antropocéntrica por medio de la cual -basándose en este principio de semejanza
entre el universo y los hombres- sería imposible no conocer un universo que
está, a priori, contenido en
nosotros. Es, por tanto, innegable, que el conocimiento del universo se debe a
una ampliación de las fronteras mentales, a una mayor capacidad de comprensión
de la realidad que, desde una física mecánica newtoniana es renovado el
paradigma casi en su totalidad, por medio de la física cuántica, imprevisible y
azarosa por definición, al menos hasta ahora. La ciencia, en general, ha tenido
que renunciar a lo puramente objetivo, expresando su imposibilidad, desde el
momento en que toda observación se torna subjetiva por el mero hecho de que el
observador modifica el campo de lo observado. La subjetividad está servida y no
puede desligarse del hecho científico.
La ciencia se enfrenta, con esto,
a un reto aún mayor: el estudio de lo subjetivo. La física se convierte en
metafísica, pues no podemos afirmar con certeza la naturaleza constante de la
materia; la luz puede ser onda o partícula. Y ante todo esto los filósofos, que
han de atender a todo avance científico, pero sin negar la oportunidad de
“filosofar” como método de aproximación a la verdad confiando en la luz de la
inteligencia, tienen ante ellos una tarea decididamente ardua, pero inquietante
y atractiva: buscar las cualidades que definen la esencia de la vida, para así
aunar certezas en nuestras cosmovisiones. Entendamos que en nosotros, y en el
universo, operan dos fuerzas o facultades definitorias: inteligencia y
libertad. La primera, la inteligencia, establece el orden, el cosmos, el
organismo y la vida que le circula. La segunda, la libertad, origina el
movimiento natural, un movimiento que ha de ser metafísicamente libre. En esto
último, la física cuántica, con su cualidad azarosa, siempre caminando en la
incertidumbre, estructura esta libertad sin estructura.
Bajando del universo a la tierra,
de las estrellas y de las partículas y ondas de luz al hombre, ese espejo del
cosmos que mira atónito su propio reflejo allí, más allá de las nubes, hemos de
definirlo también con estas dos características apuntadas. La inteligencia, que
está en todas las cosas, pues todas las cosas son por ellas mismas un resultado
inteligente, un brillo de vida creada, una luz ideada. La libertad, causa o
resultado de lo anterior, permitiendo la expresión espontánea y siempre
original, en cada individuo, objeto, elemento, en definitiva, de la naturaleza.
La inteligencia porta la luz, la libertad señala el camino. Ambas van unidas,
en cooperación integrada, permitiendo que todo, como el agua del río, siga su
curso. Y, aunque toda luz conlleva una sombra, en este mundo de dualidades, es
inevitable presentir en ocasiones el fracaso de la inteligencia y la libertad:
en las guerras, en el egoísmo desmesurado de un ser humano esclavizado por un
capitalismo salvaje, en la falta de cooperación entre nuestra propia especie
para desarrollarnos de una manera equilibrada y más natural. Sin duda, no se
puede obviar esta realidad, esta otra cara de una misma moneda, esa sombra
necesaria para identificar la luz. En el cielo, iluminado por el sol en el día,
la claridad esconde el misterio infinito de otras luces profundas que sólo la
noche nos permite ver: la luz de los astros, de la Vía Láctea, de las
constelaciones, de la luna, de los abismos con que convive el hombre desde la
distancia, pero respirándolos desde el corazón, sintiendo el universo, en fin,
desde dentro. Y algo nos lleva a deducir, tal vez desde la honda intuición,
desde el presentimiento avivado, que lo que somos es inabordable, inexpresable,
pero colmado de infinitas certezas que, como el amor, revolotean entre
misterios y fragancias más allá del tiempo. Permitamos que la creación se cree
a sí misma y seamos testigos de su libertad y de su inteligencia sin límites.
Porque comprender esto, es comprenderse a uno mismo.
Diario La Verdad, 10-02-2013
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