Condenado por los dioses a
empujar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde ésta caería rodando
al punto de partida, y vuelta a empezar. Así se sintetiza el mito griego de Sísifo,
que Albert Camus trataría en un ensayo con el mismo nombre, arrojando
inquietantes valoraciones existenciales que ponen a prueba la capacidad del ser
humano para encontrar un sentido a la vida. Sísifo, el héroe absurdo, para
Camus, ha de aceptar irremediablemente tanto sus pasiones como su desdicha, la
búsqueda del placer como la inquebrantable realidad del dolor. El destino
circular marca un proceso, un mismo recorrido que ha de repetirse cada vez que
la roca es llevada a la cima. La roca cae rodando y hay que bajar de nuevo para
volver a subirla. Acaso, entre viaje y viaje, asegura Camus, hay un descanso,
un alivio, una toma de conciencia, un silencio. Y es acertado no compadecer a
Sísifo, quien ha aceptado su destino y lo asume con puntual fidelidad, con
esperanza, con coraje y dignidad. Quizá, con su actitud, ha vuelto a desafiar a
los dioses. Afirma Camus: “La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar
un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz”.
La historia aquí contada es absurda.
Absurdo siempre es pensar en el castigo que procuran los dioses. El castigo a
Lucifer, Adán y Eva, Prometeo… Pero, sin embargo, la cultura occidental se ha
encomendado al castigo como medio de salvación o de redención. Sísifo porta la
roca de su desobediencia, arrastra la culpa de su rebeldía. El sometimiento a
la ley de Dios es la vía para la redención en la religión judeocristiana, pero
hemos pasado por alto que no existe tal sometimiento a Dios, pues estaríamos
hablando de una paradoja muy extraña: la paradoja de someterse a la libertad,
de someterse a aquello que carece de sometimiento. Sísifo era ciego y también
imaginaba que un día vería el paisaje por el que continuamente arrastraba su
roca. Sísifo, para Camus, aparte de ciego, no tenía elección. Tampoco eligió su
ceguera. Pero Camus lo imaginaba feliz. Es posible que desde este momento la
filosofía se encuentre en un callejón sin salida, el callejón racional del
absurdo, el callejón que hace irracional lo aparentemente racional, el castigo
se asumir la razón como la roca que hemos de trasportar hasta la cima de la
montaña, esperanzados por la llegada y el descanso placentero de un deseo en
tensión aspirando realizarse, consumarse.
Occidente, sin duda, porta la
roca de Sísifo, como la cruz de Jesús. Pero es posible que el fin no sea el de
repetir a la manera de Nietzsche el juego del nunca acabar, del eterno retorno,
sino el de darse cuenta de que no hay roca, ni ceguera, ni castigo. Jesús tomó
la roca de Sísifo en la forma de su cruz asegurando así la redención final: “Ahora,
Padre, glorifícame al lado de ti mismo. Dame la misma gloria que tenía contigo
antes de que el mundo existiera. (Juan, 17:5)”. Para el existencialismo la roca
es llevada a ninguna parte y de ahí el derrumbe posterior. El sentido es lo que
cae al no encontrarse, tras largo esfuerzo buscándolo. No hay remedio para
Sísifo pero sí para Jesús, pues sabe, siente, a dónde apunta su cruz. Es la
verdad del corazón la que emerge, aunque el cuerpo se derrumbe y gima de dolor.
Si Camus se imagina a Sísifo feliz, no ha de ser –por ello- una felicidad
absurda. No hay por qué llevar al corazón a lo absurdo cuando la razón se ha
derrumbado, salvo que estimemos que todo lo que tenemos es eso; la roca inerte,
la palabra lógica, el discurso interminable, la paradoja del incomunicable
lenguaje. Aún queda, después, citando a Wittgenstein, lo místico. Y si acaso
hablar o pensar se torna absurdo, balbuceante, no hay que olvidar que todo
sonido es música, canto y amor en su trasfondo. Y así dejamos descansar a
Sísifo, le permitimos que sueñe e imagine el sentido de su recorrido. Quizá la
roca siga cayendo, quizá baje incontables veces más a recogerla, y quizá un día
se dé cuenta de que lleva a Dios en sus brazos.
Diario La Verdad, 30-01-2013
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