domingo, 4 de noviembre de 2012

El mito de la libertad

Hemos ido hallando el concepto de “libertad” en distintas fases de nuestra esclavitud histórica. La historia de nuestra humanidad podría resumirse en la ganancia y la pérdida del individuo de su libertad, ganancia, que, además, ha sido siempre parcial, imaginada (proyectada como utopía) o ilusoriamente adquirida. Es –así- un mito más que una realidad, una fantasía más que una lógica materializada. En la Biblia Adán y Eva ganan el libre albedrío suponiendo su expulsión del Paraíso. Desde ese momento probablemente el hombre occidental se ve incapaz de vislumbrar su libertad completa en este mundo durante la atropellada trayectoria de su recorrido histórico. El mito de la libertad parece impedir conseguirla, pues en los mitos los protagonistas suelen ser dioses o héroes, seres que poco tienen que ver con nosotros. Desde los comienzos de Europa se abraza el mito y se traduce al logos, pero el sempiterno desastre de la razón hace imposible la conquista de la libertad. Desde la Revolución Francesa a la II Guerra Mundial la libertad ha sido encumbrada y destronada, amada y pisoteada dejando entrever el carácter extraño de la condición humana, esa inusual especie que parece luchar contra sí misma, que ha hecho de los conceptos de “evolución” y “progreso” un camino hacia su propia autodestrucción. Del mito de la libertad al logos de la sinrazón humana y finalmente al miedo inexpugnable. Un miedo casi inserto en el código genético de los hombres que les impide conquistar su libertad. Hace no mucho la sociedad se fue haciendo consciente de que se vivía entre barrotes, de que se había construido una jaula en torno a nuestros territorios de libertad y muchos muros se fueron derribando. Ahora la jaula es invisible y el miedo son sus sutiles barrotes, y la sociedad parece haber perdido la confianza en sí misma y en que tal vez sería posible construir un mundo nuevo.

El libre albedrío, recordemos, conlleva la asunción de un pecado original, una marca de nacimiento que pone en entredicho la verdad de tal libertad. La condena original parte del conocimiento del bien y del mal, siendo el hombre arrojado al penal de su inevitable confusión moral. Por ello, Nietzsche escribió: “No tenéis derecho a castigar, vosotros los partidarios del libre albedrío; ¡vuestros propios principios os lo prohíben!” El filósofo alemán llamó a tales principios “una particular mitología de ideas”, una creencia que, al fin y al cabo, tiene que ver con Dios y con su ley divina, no con nosotros. Pero el hombre, al asumir el papel de portavoz de Dios creó Babilonia y se hizo aspirante a contener el mito y todo lo sagrado en el logos. El matemático Kurt Gödel, como también postuló Leibniz, formuló una demostración ontológica de Dios, basándose en el principio de San Anselmo que afirma que todo lo pensable es susceptible de existir, esto es, que si Dios es pensable, existe. El uso de tales términos positivos, proposiciones a la manera de Wittgenstein, nos hacen verosímil, aunque no verídica, pues una palabra no es la cosa, la existencia de Dios. Y, al menos, dejan la puerta abierta a una concepción que, incluso en el terreno de la lógica formal, se hace factible. Pero el papel del pensamiento se ve cada vez más limitado por las formas de los objetos mentales que quiere representar, sobre todo si el terreno de la imaginación queda fuera de la realidad mental. Jean-Paul Sartre alude a la imagen como objeto mental imprescindible en el funcionamiento del pensamiento. La imagen, o la capacidad de proyectar imágenes (imaginación) es un terreno que, a pesar de Freud, no ha sido todavía objeto de un estudio profundo más allá de sus interpretaciones simbólicas. La imagen, como forma primera no contaminada por la palabra, es el manantial de todo acto creativo, es el salto del mito o del sueño sin pasar por el logos (la razón) hacia la mística de la experiencia sensitiva. Por ello, imaginar la libertad es verla tal como es, conectar con su esencia genuina. La capacidad de imaginar es el primer paso hacia el milagro. Y el hombre está hecho de sueños y se debe a ellos. Soñar a Dios puede ser una liberadora aventura si somos capaces de concebirlo más allá de nuestras limitaciones. Si el hombre restaura su ilimitado poder de imaginación puede convertirse en el protagonista de sus mitos y llegar a  tocar -incluso- la mano de Dios, como parece que va a suceder en la pintura de Miguel Ángel.



Diario La Verdad, 04-12-2012

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