Quizá el destino literario no sea
tanto el de alguien que dedica su vida a escribir sino el de quien se siente
escrito y observa el mundo en que vive como fábulas o metáforas de una realidad
libresca o –llamémosla también- virtual. Son más los argumentos que nos llevan
a deducir que nuestra historia vital ha sido entresacada de las páginas de un
viejo libro perdido y casi secreto, un libro, como le gustaba decir a Borges, que
contendría todos los libros y repitiese –una a una- todas las palabras,
símbolos y ecos de la historia. En “La historia interminable”, de Michael Ende,
el protagonista encuentra un libro que le resulta más interesante que los
capítulos presentes de su vida, y, desde ese momento, aquella narración se
convierte en una extensión de su vida y sus gritos, miedos y esperanzas llegan
a escucharse en aquel mundo de fantasía, donde, al final, él es la pieza clave
para salvarlo. Siendo el verdadero protagonista, y no sólo lector, de la
historia. ¿Qué sería de este mundo nuestro sin el personaje que lo sueña, sin
el hombre que al despertar cada mañana pasa una nueva página de su libro? Todas
las historias necesitan del personaje, del lector activo que anima las letras
–sin él- dormidas en un no-lugar para siempre. El escritor, decimos, no olvida
que está siendo escrito y en esa extraña obsesión textual, se instala frente a
la página en blanco, como un alquimista que juega con caracteres y sentidos
para hacer latir en ellos un corazón que se asemeje al que late en su pecho o
que se reproduzca frente a él para poder tocarlo. No es otro el destino del
hombre que el de sentir que la vida está viva, de cualquier manera.
Siempre se puede dar una vuelta
de tuerca a la historia (así nos lo demostró Henry James), pero en este caso
para encontrar en la vida el libro genuino que pasamos por alto, mientras
perdemos el tiempo leyendo otros, como antaño se hacía con los de caballerías.
Unos y otros nos enfrentan a un mismo destino, el de nosotros mismos. Cambian
argumentos, escenarios, vestuarios, pero uno no deja de verse la cara frente al
espejo y algo le urge a sostener la trama para que ésta no se desmorone y
pierda su sentido. Puede que la historia que creamos y en la que creemos,
aunque cada vez menos, sea la misma, o muy parecida, para todos. Tal vez el
personaje principal, la Humanidad, de esta novela llamada Historia, se halle
más perdida que nunca haciendo de todo pero sin saber qué hacer realmente.
Haciendo lo que se dice que ha de hacerse, consumir y ganar dinero y mientras
tanto ser amados y conservar la salud, en un mundo donde cada día se consume
más, se gana poco o casi nada, se ama menos e incluso se muere ya en vida. Un
personaje de esta novela, se escuchaba en televisión, y cuya profesión era de
la economista, dijo que en estos tiempos de crisis hemos de conservar y
alimentar algo que nos puede salvar del desastre: la ambición. El que aquí escribe no
daba crédito a esas palabras ‘expertas’ que parecían regocijarse en el dolor,
que herían al sentido común aportando como receta el veneno que nos ha llevado
hasta la presente situación social de cuerpo moribundo. Sin duda, se refería a la
ambición económica, a la lucha de individuos por acaparar más que el otro, al
constante desenfreno de adquisición de apariencias, propiedades y privatización
de libertades para quienes puedan pagarlas.
Pero, como advirtió Paracelso, el
veneno puede ser también la medicina dependiendo de la dosis. Si la ambición es
el veneno, ¿por qué no llevar la ambición por un sendero más adecuado? ¿Por qué
no tener la ambición de cambiar este mundo de una vez por todas hacia un bien
común y legítimo, en el sentido moral de la palabra? Si somos ambiciosos
respecto a la verdadera libertad, la que nos merecemos todos, por el solo hecho
de nacer, la que no está determinada por el estatus o el saldo en la cuenta
bancaria, seremos capaces de trabajar juntos hacia la verdadera igualdad de la
humanidad y del planeta en general; pues este planeta no nos pertenece, más
bien pertenecemos nosotros a él, todos por igual. Si queremos que el destino de
esta obra literaria tan real, también llamada Mundo, sea digna de compararse a
las grandes obras de nuestros escritores, hemos de construir una trama
memorable. “Un mundo feliz”, al contrario de lo que pueda sugerir su título,
como sabemos, augura el espanto. ¿Queremos continuar escribiendo
obras ya escritas, imitando libros que ya anticiparon la tragedia? ¿Somos
capaces de dar la vuelta al argumento? Recordemos cómo termina el libro sagrado
para los cristianos, ese que, junto al Quijote, representa para muchos la
cumbre de la literatura. Nada bien, parece ser; al menos, para los no socios. A
estas alturas, cabe sólo decir que el único personaje cuerdo de toda la
historia fue aquel ingenioso hidalgo, cuyo nombre ahora no recuerdo, de la
Mancha.
Diario La Verdad, 21-10-2012
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