A esa naturaleza que todas las
cosas ordena (“natura daedala rerum”) y que rige el mundo conforme a ella,
parece faltarle en ocasiones una pieza en su engranaje, un motivo superior totalmente
estructurado y coherente que incluya al hombre y sus acciones. No obstante, ese
caos, esa conducta tan pasional y desastrosa que el ser humano adopta ante el
mundo -generando un constante conflicto en su constitución como sociedad- por
mal que nos pese corresponde también a la naturaleza, al igual que frente al
armonioso río o al inofensivo pájaro cantor coexiste en oposición el tigre
amenazante y sin piedad acechando a su presa. En la naturaleza, sin embargo,
todo es como es, todo fluye integrándose, aceptándose, incluso la muerte. Pero
el hombre sufre, se apega a aquello que le produce dolor –se resiste a lo que
ha de ser- y ese rechazo genera sus males. La muerte es el primer trauma de la
consciencia, aquello cuya aceptación supone la sabiduría (alcanzada por pocos)
y su resistencia a ella el sufrimiento, el inevitable sufrimiento. Toda una
vida en torno a este tema, el aprendizaje fundamental que plantea cualquier
biografía.
Si observamos al hombre en
perspectiva tenemos la visión de la sociedad, esa conjunción de identidades, de
problemas aislados y en intercomunicación constante, así como células o
neuronas de un sistema complejo y enérgico, en continuo movimiento. Esta
complejidad se revela –por ejemplo- en la imposibilidad de la predicción (tal
que la “incertidumbre” de Heisenberg). Ni la ciencia, tan exacta en sus
dominios lógicos, puede avistar qué será del hombre, hacia dónde va, o lo que
es más difícil de contestar: y para qué su viaje. Preguntas más propias de la
metafísica o de la teleología, pero que imponen una necesidad de exactitud, de
claridad y de verdad, de ciencia (en su sentido más propio: saber). Este saber
es la gran empresa humana, y su campo de actuación es la vida misma: el
incesante segundo que la vida entrega a nuestros sentidos y cogniciones. La
vida es sentida, observada, interpretada; pero nunca podremos decir que es
sabida totalmente, descubierta, tal que una obra terminada. Pues todo instante
abre una puerta de posibilidades y nuevos desafíos a la intuición y a la inteligencia.
Destino o providencia, la vida nos va llevando por sus cauces a través del
tiempo que nunca se para y que -existencialmente- de este modo nos condena.
Pero la condena del tiempo en el fondo siempre es dulce, pues frente al segundo
quitado aparece otro segundo regalado. Regalado, sin hacer nada.
En definitiva, la contradicción
es un ingrediente más de la condición humana, acaso su sino o su fatum. La sociedad, hoy día, parece
estar viviendo un mal sueño, parece estar luchando contra un gigante sin
rostro, contra una criatura demente de la que todos hablan y que nadie puede
detener. Y, a lo mejor, ese ser, ese fantasma patético y sangriento, no tiene
entidad propia, no es localizable, pues: es todos. Cuando un mal afecta de
lleno a una sociedad cabe concluir que es la sociedad la que está enferma, en
su conjunto. A esto se le llama crisis sistémica. Es decir, que el problema es
el sistema. Y más en el fondo, en sus raíces, sólo hay miedo, esa es la causa,
el origen de los males. El miedo
que genera la dependencia total del dios mercado. El miedo continuo que genera
un sistema que nada hace sino que favorece las desigualdades, el poder como
instrumento egoísta de dominio, la competencia deshonesta, el consumismo
frenético, el capitalismo irresponsable y contaminante, etc. Cuando una
sociedad funda una religión cuyo dios es su enfermedad, sus ritos serán siempre
un ejercicio de banal y mecánico sufrimiento. Y ante ello sólo cabe la
rebeldía, la rebeldía moral y de conciencia como único recurso e impulso para
cambiar y mejorar las cosas. Como expresó Krishnamurti: “No es saludable estar
bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”. Es decir, la rebeldía es
la causa de este malestar que instiga a un hacer algo, lo que sea, pero hacia
un horizonte de coherente y sensible voluntad común. El no hacer nada, el
sentirse conforme, indica claramente la patología. Para que haya un cambio
real, los agentes del cambio han de ser sin excepción los implicados, una sociedad unida, una
democracia verdadera inspirada por su propia vocación humanista. Tan sólo hay
que desenmascarar al monstruo y darse cuenta de que era una ilusión, un
fantasma; y lo único real será entonces una sociedad ya liberada de sus cadenas
autoimpuestas, construyendo de nuevo su destino.
Diario La Verdad, 11-03-2012
1 comentario:
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