En
los momentos decisivos, esos que llamamos de crisis (palabra tan consabida hoy
día) sucede que la actitud humana y el modo en que encara los acontecimientos
-la emoción que la inspira- es el factor determinante ante la encrucijada. La
actitud, esa forma de ver las cosas y de comunicarnos con ellas, de
entenderlas, tratarlas, sopesarlas y respirarlas, marca –dicen- un destino.
Resultado de un carácter, de un hábito de pensamientos y de humores con que
interpretamos el mundo, es difícil comprender a veces que el camino que
seguimos –casi siempre por inercia- no es el más adecuado. Cada día, a pesar de
que aparentemente el racionalismo es tan respetable, sabemos –y la ciencia incluso
lo confirma, es decir la razón- que somos movidos fundamentalmente por las
emociones. La mente sigue su paso, imagina que lleva el control (como el auriga
de Platón) pero lo cierto es que solamente interpreta una sinfonía que ya está
sonando y de la que además se considera autor. El papel de la mente, pues, es
el de determinar el mundo desde el punto de vista de alguien que lo habita, de
un yo protagonista y autor. Como digo, la ciencia ya va corroborando estas
apreciaciones de cierto tono metafísico. El neurocientífico y premio Príncipe
de Asturias Antonio Damasio ha podido concluir lo siguiente: “Aun en su versión
más tenue y sutil el sí mismo es una presencia necesaria en la mente”.
Entiéndase “sí mismo” como conciencia de sí (de uno mismo). Recordemos que Buda
ya expresó lo mismo añadiendo que esa era la causa de todo sufrimiento, es
decir, el creer en una ilusión. Ilusión de ser algo, de poseer, de contener en
nosotros lo que no es de nadie. Ilusión que es deseo, insatisfacción
permanente, insaciable búsqueda de perfección, de, en definitiva, serlo todo.
El
tema que abordamos comporta cierta complejidad pues trata del ser humano, de su
naturaleza más esencial, y, como veremos ahora, también de la relación de éste
(como individuo) con el mundo y los demás individuos. Si, como decimos, el
deseo es pulsión de movimiento de la individualidad, todo en la vida está
impregnado de él. Desde este punto de vista hablamos únicamente de energía, de
lo que nos mueve como materia con autoconciencia. Por tanto, pragmáticamente
podríamos afirmar –aceptando lo anterior- que lo que importa es si esta energía
nos reporta beneficios, si es completamente vital o saludable. Es decir, si el
barco en el que navegamos es –irremediablemente- el que es, lo que nos importa
es que nos lleve a buen puerto, e incluso que viajemos cómodos en él. De lo que
hablamos pues es de la vida y de cómo vivirla bien. Y para ello, concretando en
el punto de partida, esto es, en la crisis y en nuestra actitud hacia ella,
muchos dicen que cabe la esperanza o la resignación. El creer que todo puede
cambiar a mejor y navegar en esa dirección, o en entregarse a la voluntad de lo
que tenga que ser. No es cuestión señalar cuál de ambas actitudes es la
correcta, si bien muchas veces la resignación permite un despojamiento mayor de
nuestras expectativas y una consiguiente liberación; la esperanza añade un
deseo de cambio, un impulso capaz de construir sueños más “sostenibles” o
simplemente de confiar completamente en el mañana. Ambas son formas de fe, pues
es la resignación un abandono, quizá el más sincero, a la voluntad divina. En
la esperanza amanece el pálpito, la mirada hacia el cielo sostenida por un
dulce presentimiento. Tal vez no se trate de escoger, sino de aceptar aquello
en lo que el cuerpo nos pide creer.
La crisis ha de llevarnos a la reflexión
“sentida”, a un profundo cuestionamiento de todo lo que hasta ahora hemos
construido, para ver las fallas, las grietas por donde supura la herida.
Incluso, más allá de la reflexión, se trata de comprender que lo que sucede no
es más que un espejo de nosotros mismos, que aquello que tememos, negamos y
queremos evitar es nuestra sombra proyectada. Ortega y Gasset recalcó
lúcidamente que “vivir es anhelar”, y sobre ese anhelo se construye –o
simplemente aparece- todo lo demás: la vida. Y es este anhelo la oportunidad de
remontar el vuelo, de dar un salto definitivo y sincero. Toda crisis conlleva
una oportunidad, la de conocerse mejor, la de salir más reforzado del proceso,
pero para ello hay que mirar hacia dentro, muy hacia dentro: y ver con llana
franqueza que lo que uno es, lo más auténtico suyo, es también lo que mueve el mundo.
Y, en conclusión, todavía es posible la esperanza, porque este anhelo benigno
que late con fuerza de vida es sin duda el impulso primigenio y más puro que
puede ofrecerse para un cambio.
Diario La Verdad, 25/03/2012
1 comentario:
Muy buen blog, felicitaciones
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