“Las cosas se desmoronan, ceden los cimientos”, escribía desolado el poeta irlandés W. B. Yeats hace ya casi un siglo, cuando el mundo entero se estremecía ante la fatídica guerra que estaba teniendo lugar. El siglo XX comenzó como una gran turbulencia que luego tras Hitler dejó enmudecida a una sociedad que todavía hoy no cesa de preguntarse los motivos que dieron lugar a tal abundancia de demencia extendida, bañada de sangre y metralla. El siglo XXI sigue mostrando sus garras imponiendo justificado temor a historiadores, profetas y a cualquiera que se atreva a aventurar próximos aconteceres. Una gran crisis económica y de valores podría ser el subtítulo a ese capítulo imaginario que introdujese nuestro siglo, una crisis que todavía hoy no sabemos a qué precio será superada, remontada o, al menos, asimilada. En estos días de abril en que la primavera desea anunciar climas veraniegos, dejando expedita la carga del trasiego gélido y colaborando con la clara espaciosidad del techo celeste, entre cálidos vientos que con la ayuda del sol decoran nuestro rostro de colores más vivaces, a más de uno se le habrá pasado por la cabeza ese pensamiento liviano que mira más allá de los quehaceres ordinarios, del insoportable peso de las cuentas no cuadradas y de los noticiarios que apuntillan el estómago, buscando el respiro prometido de las vacaciones de verano, ese tiempo para olvidarse del presidente del gobierno, de los glaciales datos del paro o de los asuntos políticos de corrupción que diariamente habitan las páginas de los periódicos.
Acaso unos días para respirar el aire puro de las playas del mediterráneo, sin ajustarse el cinturón ni retocarse el pelo para salir a la calle, solamente con unas sandalias, un bañador y el único propósito de perder el tiempo, ganando la vida. Esperemos que, al menos, esta crisis sin piedad, deje unos pocos euros para hacer esa escapada de la canícula, ese dejar de ser lo que somos por accidente (trabajo, obligaciones, estatus, alquiler, seguro, jefes, etc.) para no ser nadie por unos días y regocijarse en ese vaciamiento del ego, a base de helados, horchatas, paellas y chapuzones. En el transcurso de una vida, uno pasa a la adolescencia sintiendo la extraña amputación de la infancia y creo que así pasan las consiguientes etapas y uno deja de ser joven para ser adulto en pocas horas, tal vez al poner la primera firma en un contrato de trabajo o al pagar la primera letra del coche. Entonces la espalda empieza a sentir un peso añadido, una queja en los hombros o un dolor en el cuello que se va cronificando cada vez que echamos otra firma, que extendemos otro talón, que nos sellan una garantía… El camino se torna laberinto, la libertad prisión, el sencillez algo complejo y turbio, como un túnel cuya presunta salida es otro abismo hacia su fondo sin fin.
Pero dejemos la realidad y hablemos de cine. En “La escapada” (1962), de Dino Risi, un adulto con espíritu joven le muestra a un joven con espíritu de adulto lo que es el vitalismo, lo que significa vivir al día, el “carpe diem”, el instante, ese momento único que sucede más que una vez y que si no, es perdido para siempre. En esa película cada momento es eterno porque es vivido con la inocencia que la vida en sí misma tiene, esa frescura que recorre nuestros cuerpos al viajar en un descapotable en pleno inicio de vacaciones de verano, como niños salidos del colegio, con la ilusión del juego y de las travesuras llenando cada segundo de enigmas y aventuras colosales. Vittorio Gassman en el papel de Bruno (algo mayor que su nuevo y responsable compañero de aventuras, Jean –Louis Trintignant, en el papel de Roberto) encarna a ese vividor extrovertido capaz de contagiar a cualquiera de su alegría y que en vez de vivir, parece jugar con la vida. Dos personalidades, como vemos, en confrontación, tal que ese contraste de Nietzsche: apolíneo/dionisíaco. Un hedonismo, el de Bruno, que, por qué no decirlo, resulta ser fatal, pero no por ello moralizante. Esta joya del existencialismo en imágenes nos propone un reto: ser felices. La muerte sobrevuela toda la película, pero ¿acaso no sobrevuela la muerte toda la vida?, ¿acaso por temor a ella hemos de vivir ya muertos en vida?
Si desean contagiarse de un poco de vitalismo aconsejo que vean esta película, sobre todo en estos días en que los planes para el verano han de ser eso, una escapada real y que deje huella, si queremos soportar mejor el peso de las tormentas cotidianas, y si queremos -sobre todo- empezar a aplicar la felicidad también a los días nublados. Quizá la mejor receta ante la crisis sea beber un poco de hedonismo en la copa de Baco para soltar lastre y, como en la canción de Domenico Modugno: volar, cantar… ¿por qué no? Uno de los maestros del vitalismo filosófico, José Ortega y Gasset, nos dejó esta espléndida reflexión: “En tanto haya alguien que crea en una idea, la idea vive”. Así que, no todo está perdido, sólo hemos de querer cambiar las cosas para que éstas cambien. ¿Y, por qué no?
1 comentario:
Conocía a Dino Risi pero no esta película, interesante la confrontación dionisos apolo, voy a intentar buscar esta peli. Justamente ahora estoy explicando Nietzsche a los alumnos y me lo encuentro por aquí. Un saludo
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