Hay un libro que siempre leemos sin cesar, es el libro de nuestras vidas. Todos somos lectores del mundo, cada instante nos llegan nuevas páginas que actualizan la trama que una vez comenzó en la infancia y que, capítulo a capítulo, va siendo enriquecida con nuevos personajes y circunstancias, asumiendo también la no gustosa tarea de excluir del libro a aquellas personas que nos han dejado, que han salido de la obra y del argumento, pero que resuenan en la memoria del personaje en capítulos sucesivos. En todo libro hay memoria y olvido, pasajes que calan hondo y modifican el destino y pasajes que quedan atrás dejando una huella apenas significativa. Paisajes, olores, sabores, sensaciones genuinas, de todo ello se va impregnando el personaje. Sin embargo, el lector es el verdadero personaje, a él nunca se le puede olvidar porque supondría el fin de todo. Lector y personaje son una misma cosa en el libro de la vida, una novela en primera persona incesante, inacabable, que contiene otras novelas, películas, cuadros, rostros, e historias ajenas. El autor de esta obra no es otro que la vida, así como el tema principal. El autor habla de sí mismo, se presenta al lector como si fuera él mismo, en un juego de empatía que ayudará a la implicación en la lectura y al logro de la verosimilitud, esto es, a dar por real aquello que es ficción, tinta imaginativa que al tocarla deje huella en nuestras manos.
Toda página va hacia el futuro, pero se lee y cobra sentido en el presente. Ahí, en el presente, todo es real -lector, personaje, autor, trama,...- pero siempre queda una espera, un anhelo de resolución, un fin de capítulo culminante, que justifique la atención puesta en el libro. El futuro, a pesar de su persistente ausencia, y por tanto, de su inexistencia, marca la senda, la posibilidad de un desvelamiento al constante enigma del vivir. Un error en que incurrimos a menudo, echando por tierra la obvia naturaleza del presente como fuente de desvelamiento directo. Esperamos algo más, y la espera se hace eterna, desespera, y olvida que todo encuentro es puntual cuando sabemos verlo frente a nosotros. Dijeron los sabios de Oriente que lo importante no es la meta, sino el camino, que toda búsqueda lleva consigo la posibilidad del hallazgo a cada paso. Otro sabio, el místico George Gurdjieff, nos dijo algo a este respecto: “Si hubieras comprendido todo lo que has leído en tu vida, sabrías lo que buscas”.
En nuestro tiempo es habitual el vivir desatentamente, preocupados por el mañana y completamente ausentes de lo único que es real: el ahora. Vivimos mirando al fondo, y nunca vemos lo que tenemos en frente. Una lectura del libro así, pensando en la página siguiente más que en la que leemos, nos aleja del placer de leer para entender, disfrutar o deleitarse con las palabras, metáforas e imágenes que dan luz y forma al contenido, profundidad al sentido y relieve vivencial, sensitivo, a la música del verbo. Leer es como danzar en medio de un mar poblado de sirenas y otros fabulosos misterios llamando al intelecto y al espíritu para mostrarse. Actualmente, en esta sociedad que se olvida del contemplar por que sí (sin esperar de ese acto nada a cambio), es necesario recordar esto una y otra vez, que la vida se vive ahora o no podrá ser vivida nunca, que la costumbre perniciosa de ir sembrando una experiencia con el único fin de explotar sus frutos, dejará en sequía toda búsqueda real de sentido, pues ese Saturno que alimentamos quedará insaciable siempre, ampliándose más y más el abismo de su sed y de su hambre.
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