No hay mayor conocimiento que el que arroja la vida misma. La palabra se traduce en acción, porque sin acción todo quedaría detenido y estéril, en un no-lugar. Así comprende Fausto su existencia con gran desasosiego, ansiando la vida por encima de los libros sobre la vida. El gran deseo de Fausto fue pedir a un solo instante que se detuviera, por bello y pleno, aún sabiendo que ese instante fuera el último, establecido en pacto de sangre con el mismísimo Mal, como la tentación que desterró a Adán, esto es, la promesa de lo imposible. ¿Acaso fue desterrado Adán del Paraíso? ¿O dejó de ser Paraíso el Paraíso en el momento mismo de la tentación? ¿No llegó la condena antes de cometida la falta? “Lo divino no toca a los que no participan”, escribió Hölderlin, quien también lamentó la carencia de nombres sagrados. Si, como advierten muchas religiones, el deseo anuncia lo fatal, ¿qué significado tienen entonces el mundo y la acción? A partir de aquí, toda respuesta habrá de entenderse por relativa. A menudo se reprocha al relativismo su ausencia de compromiso moral, ya que parece en un primer momento que entiende todo discutible, tanto, como puntos de vista haya. No se hablaría de un ‘todo vale’ sino más bien de un ‘nada vale’ a priori. La reflexión de Aristóteles define claramente el problema: “El fuego arde igual en la Hélade que en Persia, pero las ideas de los hombres sobre el bien o el mal varían de un lugar a otro”.
La naturaleza humana significa el mundo representado, lo divino frente a la tentación en alejamiento del primero; es el primer bache moral con que se enfrenta el hombre en su cosmos de dualidades. ¿De qué puede apartarse el sujeto si no es de la concepción de su propia separación? El sujeto moral, ese que arrastra el peso de sus acciones, no tuvo paraíso que abandonar salvo el que leyó en un libro, en el Libro, y que, como Fausto, llega a aborrecer, al percibir la ficcionalidad de su espacio. Tal que condenados al destierro, al igual que Castro envía a sus presos políticos, los seres humanos ansían regresar a ese lugar que nunca existió y que acaso solamente puede revivirse en la concepción de una utopía. ¿Existe un lugar de origen al que llegar o del que nunca haber partido? La historia bíblica señala el éxodo como la patria de los elegidos, a los héroes del no-lugar como a los fundadores del utópico Nuevo Mundo. Pero ya advirtió Jesucristo que su reino no era de este mundo, que la patria divina no se hace con ladrillo ni mucho menos construyendo fronteras que la separen de otras patrias no divinas, ya sean Palestina o Sodoma. El relativismo conviene como punto de partida, al igual que quitarse un disfraz o el ensayo continuo de bañarse por primera vez en un mismo río. Los conceptos, los mandamientos, los prejuicios y preceptos, aprietan como una soga al hombre libre que busca mirar con ojos nuevos las cosas, estableciendo una escenario del paraíso en todo lo que su mirada descubre.
El paso del mito al logos comienza con la duda superando al temor irracional, con el pensamiento propio, con la búsqueda de uno mismo, por encima de fábulas, fantasías, aquelarres fáusticos y demás juegos oníricos. Consiste en ver en todo ello la sombra de verdad que los anima: dando paso a la luz de su mismidad. Dijo Cioran que: “Se piensa –siempre- porque se carece de patria; el espíritu no puede encerrar a quien no tiene fronteras”. Parece Cioran hablarnos del sabio, aquel que inevitable yerra en este mundo porque no es de este mundo, o porque reconoce la universalidad de su hogar en un espacio contaminado por las fronteras, los cerrojos y las armas de defensa. Los cerrojos de un credo, de un templo o de un paraíso nunca reflejarán el verdadero paraíso: aquel que es contemplado más allá de toda tentación, pues nada puede tentar a quien todo le es ya propio, sin preferencias, salvo la que tiende a unificar, es decir, la que no prefiere, sino que confiere totalidad. Eso buscaba Fausto por encima de todo, saberse vivo, completo, en un instante real: y poder llamar a ése su lugar, tras circundar la verdad en las letras que la tapan: el pacto de sangre fue el pacto de vivir, de ahí que no sucumbió al instante, sino que se elevó, por encima incluso de Mefistófeles, hacia Dios. La búsqueda del nombre sagrado –que puede ser sentido como ausencia- está más vivo que nunca al igual que el aire en nuestros cuerpos: dando vida, posibilidad presente y continua de verdad, en clara apertura a la mirada del descubrir.
Diario La Verdad, 18/07/2010
2 comentarios:
Descubrir...
descubriéndose...
Excelente...!!
La vida te enseña a detenerte antes que te detengan..
¡Magistral!
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