Se dice que “creer” significa tener algo por verdadero. Etimológicamente sería mejor decir: dar algo por verdadero, pues “creer” deriva de “dar”; lo que nos lleva a suponer que quizá lo que se dé, lo que se entregue, es la razón, para que pueda llevarse a cabo la acción de creer. La fe es el esfuerzo continuado de creer, esto es, el esfuerzo continuado de abandonar la razón con el fin de creer en algo que la razón no puede seguir, al menos, de forma empírica o lógica. Sin duda, este debate está muy desarrollado y posiblemente superado. Santo Tomás nos dio muchas razones para creer, y tantos otros. Nos dieron tantas razones con el fin de hacer menos pesado el esfuerzo continuado que supone la fe, pues, como dijo Voltaire, “creer es muchas veces dudar”. La base del creer, su razón de ser, diría yo, es el propio dudar; pues cuando una cosa carece de duda, cuando es como es y no necesita decirse más sobre ello para demostrar su existencia, al estar ahí, tal cual, ya no hay –evidentemente- por qué creer en ello, ni afirmarlo o reafirmarlo, pues se afirma –objetivamente- por sí solo.
Así, a fuerza de creencias se ha ido formando la cultura y con ello la identidad, o la gran máscara que se hace pasar por rostro auténtico. Desde niños nos enseñan a “creer” en lo que se debe saber, a tener por necesario aquello que hemos ido haciendo necesario. ¿Cuál es la razón? Difícil saberlo. Pero la cultura necesita de su discurso, de su dialéctica, como el tablero de sus patas para ser mesa. Sin dogma no es posible la comunicación, sin un juego de creencias comunes no es posible asentar la verdad en que creer, por ejemplo, de la democracia, otro discurso, otra dialéctica, que unos resuelven sobre ese tablero y que nosotros, como patas del mismo, lo sujetamos porque así se nos ha enseñado, se no has hecho creer que todos formamos parte del “poder del pueblo”, que somos la soberanía, aunque con el tablero a cuestas, que emana como un mantel pulcro sobre el que se instalará el manjar que unos pocos se llevarán a la boca, dejando las sobras a los infrasoberanos instruidos en creer. Y creerán, creeremos, que esas sobras arrojadas son el verdadero manjar.
La cultura no la hace nadie en particular, son las creencias las que le van dando forma según el estado de ánimo de cada época. Así El Quijote pasó a ser de un vulgar libro de caballería con rasgos cómicos a una obra inmortal e idealista de espíritu romántico. ¿Qué simbolizará El Quijote ahora o dentro de un par de siglos? Posiblemente, aunque ya lo simbolizó para muchos románticos, la historia del mayor fracaso humano ante la mediocridad general, capaz de volver loco al más cuerdo, con tal de respirar un poco de aire fresco, transformando un mundo gris en otro de prodigios, aventuras y con nobles lances de amor y de honor. Ciertamente, todos somos Don Quijote, pero no terminamos de creérnoslo (perdón por la ironía). Así la creencia enfría lo que el alma sabe, la creencia se excusa siempre, porque el siguiente paso sería dejar de creer para convertirse definitivamente en aquello en lo que se creía. La cultura es un libro de texto, un museo, unas fiestas populares, cualquier ritual o costumbre, es decir, toda mecanización de la vida. Toda alma profanada. Es robarle a la rosa su aroma para disecarla entre las páginas de un libro. Y así, cada día nuevo en que amanecemos, nos parece ser el mismo, resulta cada vez más imposible nacer a la vida, porque la vida no es una creencia, y para ver eso es necesario dejar de creer, quedarse desnudo, marearse un poco ante el precipicio de los dogmas, para comprender y sentir que no somos nada de eso, que esos cuentos sólo han sido oídos por otros, pero nunca han nacido en nuestro interior.
Como aseverase Thoreau: “cuando cesa la verdad surge una institución”, aunque dirá esperanzado que “la verdad sigue soplando por las alturas”. ¿Quién desea perder la seguridad que hace de su vida una pieza más en el museo de la civilización culturalmente constituida, de esa institución llamada “cultura”? ¿Quién desea empezar de cero con la honestidad de no aceptar nada, salvo aquello en que no le pidan que crea, sino que espontáneamente lo vea? No queremos dar ese paso, porque tenemos miedo, porque sería nadar a contracorriente, porque hemos aprendido a bañarnos una y mil veces en el mismo río, ese que es cómodo y cálido, aunque su agua no sea potable y soportemos la sed implorando el maná, en ese río en el que nos vamos ahogando poco a poco, sin saberlo, porque aún seguimos creyendo, con esfuerzo, con fe, que es el río de la vida, pero sólo es el río de las creencias. Y entonces, finalmente, cuando dejemos algún día de creer en la verdad, porque de todo sueño se despierta, la verdad entonces aparecerá, por sí sola, floreciendo, tal y como es. Y el corazón resoplará en voz silenciosa: “ahora veo lo que antes sólo creí ver”.
Diario La Verdad, 04/07/2010
1 comentario:
Pues,
yo creo...
que ha estas alturas de la película...
me gusta nadar contracorriente...
Y eso que,
creo en la duda como el estado de mi existencia...
Volveré sobre tus palabras...
quizás...???
nunca se sabe...
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