Nietzsche piensa –pensaba- que todos los dioses “son un símbolo de los poetas, un amaño de los poetas”, y que los poetas son narcisistas, mentirosos. Lo dijo su Zaratustra, su alter-poeta, su alter-super-yo. Quizá era necesario cargar contra ellos, debido a la sublimación romántica, pero sabemos que ante todo se esconde un profundo amor al poeta, pues si no carecería de amor a sí mismo, aunque esto también lo diga su Zaratustra: “La fe no me salva –dijo-. Y menos todavía la fe en mí mismo”. Cuánto amor se esconde en el rechazo, en el rencor, en la farsa insistente de castigar al “yo”. Cuánto amor mal amado.
Si el poeta cree que la naturaleza se ha enamorado de él cuando la oye y le susurra sus secretos, entonces, su creencia es un fundirse con la fe. Qué mayor fe que la naturaleza sola en el secreto, en el pasmo romántico de lo sublime, en la dicha inenarrable de la iluminación. Rimbaud “volaba con ímpetu” hasta la “queja”, con el ‘símbolo imperecedero’ de Goethe y que Zaratustra limita, como a lo inaccesible, cansado de que sea acontecimiento. Pero el propio Nietzsche sabe que todo es un decir, que nada es dogma de fe. Solamente juega, muy serio.
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