El arte siempre supone un reflejo de la realidad, una forma elaborada de aquello que se nos presenta sin forma, cambiante, en la vida. Una apariencia -acaso- que nunca deja de ser eludible, pues todo acontecer refiere una información que pasará a un procesamiento obligado, automático, de la mente, para crear la forma de lo visto en el interior de la conciencia. Tal y como propuso William Blake –y le siguió en ello Huxley- conviene abrir pues las puertas de la percepción para así dar cabida a la amplia realidad que nos sucede, aquella que siempre ha de pasar por nosotros. Si los sentidos están abiertos, si la mente no mira para otro lado y se entrega a lo que la realidad ha de decirle, el hombre puede estar dispuesto a adquirir el desafío de comprender, verdaderamente, lo que el mundo solloza o canta o simplemente calla.
En el arte este mundo queda codificado, envuelto como un regalo, para que su destinatario múltiple lo abra y averigüe el mensaje que da sentido a su sentido. Es una verdad todo lo que nos rodea, una impresión o una idea, un sentir o un pensar, en la manera que advirtió David Hume, viendo que la percepción era “todo aquello que pueda estar presente en el espíritu”. Es así como la ciencia también aceptó sus desafíos, tratando de objetivar lo que en principio pudiera parecer subjetivo, así como también el arte juega su partida con la realidad, dando color a sus -en ocasiones- grises nubes de espanto. Un cuadro de la muerte, de la locura, del hombre crucificado en pos de un mensaje de hermandad universal, las largas horas de meditación de un Buda que predicó la posibilidad del cese del sufrimiento con su silencio, lúcido y activo, pero inmensamente sereno. Todo ello nos habla de nosotros y del rumbo incierto que nos arrastra hacia el futuro. Hay arte en el cosmos, en el átomo, en el ADN de Adán y en las innumerables cifras imposibles que relatan una historia de infamias y milagros. Pablo Picasso observó que “el arte es una mentira que nos acerca a la verdad”, una mentira muy real cuando nos llega tan adentro que a partir de entonces miramos el mundo ya con otros ojos.
De libros y otros símbolos se forja el mundo interior del hombre, el rostro intransferible que recorre su destino bajo el compás urgente que va marcando la búsqueda de sí mismo. El valor de los libros, más allá de su artificio estético, es su conducción –ya lo dijo Herman Hesse- a la vida, y la utilidad que ellos otorgan a ésta. No por ello el arte habrá de dividirse en útil e inútil, en social y burgués o autocomplaciente, sino que todos traducen la vida en lenguajes distintos, pero con el mismo corazón del puño que les dio vida, es así que llamamos “ciencias del espíritu” –lo acuñó Dilthey- al pulso creador de estéticas vitales.
No es relativismo nihilista cuando el hombre se interroga y pone en cuestión los dogmas preestablecidos, las creencias que le impone su cultura o su tribu. Acaso las religiones se han olvidado de la propia raíz de su palabra, y se empeñan, en consecuencia, en desunir al hombre que busca unirse con todos, tratando de comprender en vez de negar y cerrar los ojos a la vivencia ajena. Ahí el llamado determinismo se congela en su distante compasión y reniega de sus valores más profundos y originales, olvidando su identidad, enterrándola en la historia de la intolerancia. Amar al prójimo como a uno mismo no es una frase hecha sino todo un desafío que nos pone a prueba día a día y nos insta a no enfrentar al mismo corazón que late bajo el cielo de los hombres. Si abrimos las puertas de las percepción con el valor que impone dejar de ser jueces o verdugos para empezar a ser simples espectadores y colaboradores de la trama, haremos de esta obra un relato que depare –sin duda alguna- un final feliz.
Diario La Verdad, 6/12/2009
1 comentario:
wow..
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