Quizá sea un canto demasiado arduo el que entone el sueño de la paz entre los hombres, pero merece la pena ir afinando las voces y no las armas de la guerra. Sin embargo, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, en su discurso al momento de recibir el premio Nobel de la Paz, pronunció unas palabras ambiguas, cargadas de contradicciones en su intento de dar legitimidad y lógica a las acciones de la guerra. Condenando la “tragedia humana” que cualquier guerra promete también aseguró que “los instrumentos de la guerra tienen un rol a jugar en la preservación de la paz”. No cabía esperar –no obstante- otras palabras de quien gobierna la nación más poderosa del mundo, económica y militarmente. Es posible que en estos tiempos complejos no sea acertado pedirle a Obama que argumentase de forma distinta, ni tampoco premiarle por sus argumentos. Es posible que la defensa de la paz haya de nacer, desarrollarse y propagarse en el germen de la sociedad y no en los que ostentan nada más que la voz espejo del sistema. Es posible que la comprensión de la paz y la no-violencia deba ser trasladada de padres a hijos, de amigo a amigo, de corazón a corazón y no en discursos multitudinarios destinados a dar más opio ideológico al pueblo desorientado en sus valores esenciales. La enseñanza y práctica de los valores pacíficos, el sistema educativo mismo, habrá de ser semilla para un futuro más consciente de los contras de la violencia y pros de la paz. De todos es la responsabilidad de alcanzar una sociedad pacífica, solidaria y humanitaria. De fomentar una cultura de la paz y la fraternidad mutua (como en China soñase Mozi; o Cristo, Buda, Gandhi y tantos otros) y no del odio y el terror entre los seres humanos. Gandhi apuntó que era “un progreso muy lento”, el que la no-violencia (ahimsa en sánscrito) conlleva, pero sin duda “el camino más acertado para una meta común”. La Historia nos dice que el hombre lleva en sí la semilla del amor antes que la del odio, si no posiblemente ya no estaríamos aquí desde hace mucho tiempo.
Es en esa dialéctica de la convivencia entre los seres humanos donde la identidad social cobra una legitimidad moral que marca los designios vitales de un pueblo. Es seguro, como afirmó Obama, que “un movimiento no-violento no podría haber detenido a los ejércitos de Hitler”, pero también es verdad que cualquier Hitler puede impedirse antes de que sea demasiado tarde, si su pueblo no pierde el sentido de la causa cívica, de los valores éticos por encima de la sinrazón despótica, violenta y autodestructiva. Conviene a un pueblo no perder el rumbo racional que lo mantiene alejado de unos límites que no deben traspasarse nunca. Resulta así trágico y peligroso escuchar ciertos discursos y dialécticas agresivas, de enfrentamiento y crispación arrojadas por el arma, también letal si se usa letalmente, del lenguaje. Arma que los políticos arrojan con demasiada frecuencia, trasladando el mismo enfrentamiento a las calles, sembrando sonidos de ira que resuenan tristemente entre la impotencia y la desesperanza de un alma colectiva desubicada.
Otro presidente de EE.UU., J.F. Kennedy, exclamó la necesidad de establecer un final para la guerra antes de que ésta establezca un fin para la humanidad. Thomas Mann la vio como “una salida cobarde a los problemas de la paz”, un estallido impotente ante el gran reto que la convivencia y el respeto mutuo nos exigen. ¿Quién no es capaz, ni siguiera, de estar en paz consigo mismo? ¿Quién, en esa lucha interior, puede conocer el significado de la paz verdadera? Partiendo de la conciencia, del sentido común que otorga un saber vivir que nos es necesario ahora más que nunca, podremos reconciliarnos con las sombras que habitan los espectros del odio, la codicia o la radical necesidad de no entender que todos somos igualmente imprescindibles en este arduo camino de la transmisión de significado al devenir humano. Ahora más que nunca, cobran sentido aquellas palabras de Gandhi: “La dignidad humana exige que el hombre se refiera a una ley superior que haga vibrar la fuerza del espíritu”.
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