No parece fácil determinar, a pesar de la lógica aristotélica, que una proposición bien formulada sea rigurosamente verdadera. Las aporías, paradojas o los intentos de llegar a la verdad mediante hipótesis y teorías nos hacen creer que una cosa es lo que es, cuando desde otro punto de vista resulta ser lo contrario.
En estos tiempos de crisis donde la paradoja no es la conclusión sino el incipit, vemos claramente que todos los discursos parecen aportar soluciones razonables y en seguida escuchamos otros que aportan nuevas visiones. Realmente, nadie sabe nada pero se comportan como si todo lo supieran, movidos por intereses personales, verdades propias sin fundamento universal. He ahí la paradoja del mundo occidental, un pensamiento movido por la razón que naufraga en la sin razón de su destino: abstracto, complejo, ilusorio y virtual asolado por los monstruos de la razón, que en su sueño materialista (otra paradoja) han dejado un vacío irrecuperable en el horizonte del porvenir, a pesar de los consabidos pactos de desarrollo sostenible y de globalización solidaria.
Quizá tuviera razón el viejo Plinio cuando sentenció: «Usus docet minora esse ea quae sint visa maiora» («La experiencia enseña que son menores los males que nos parecen mayores»). Sobre todo ahora, en nuestro tiempo, donde la dialéctica de la posmodernidad se distingue por su inestabilidad crítica, por su polifacética apariencia, tan cambiante como los valores de la bolsa; donde un día es el final del mundo y al otro el comienzo de un nuevo despertar.
La razón enferma cuando no es sostenida por una voluntad libre (diría Schopenhauer), todo falla cuando las verdades están entrampadas por intereses, motivaciones y egoísmos; ya ideológicos, estéticos, religiosos, económicos o lo que fuese.
En tiempos de crisis conviene mirar al frente con sólidas y fuertes convicciones avaladas por el sello del libre pensamiento y no por las iglesias, los bancos o los partidos políticos. En tiempos de crisis (y ése es el verdadero sentido de la palabra crisis) todo cambia, inevitablemente. Puede que la crisis sea un pretexto para el cambio, una lógica y necesaria causalidad para evitar el ahogo del planeta ante su propia opresión sistemática.
En tiempos de crisis se habla de revoluciones, que según Debord, son los únicos movimientos donde la historia transcurre verdaderamente, donde se puede hablar con certeza de progreso y avance. Pero las revoluciones, desde Ortega y Canetti, ya no pueden ser del pueblo, pues sólo queda la masa. ¿Y dónde quedó el individuo? El individuo está (también literalmente) hipotecado. Pero al menos está, que ya es bastante.
Todavía le queda la palabra, aunque sea para gritar solo en la solemnidad de su noche baldía las revoluciones perdidas. No es difícil suponer que la conclusión de todo esto sugiera observar todas las verdades (o todas las mentiras) y no mirar siempre lo que queremos ver, dejando de lado lo que no nos gusta, haciendo de nuestra percepción siempre algo parcial y, por tanto, incompleto.
Fue Confucio quien dijo que el conocimiento es «estar al tanto de lo que sabes y de lo que no sabes, eso es ciertamente conocer». A menudo elegimos sin valorar todas las posibilidades, como seres programados para hacer siempre lo mismo. Hacer algo diferente, no previsible, puede suponer una cierta amenaza hacia nosotros mismos, como si nuestra identidad corriera peligro al elegir algo que supuestamente no tendría por qué haber sido elegido por nuestra condición de católico, musulmán, rico, pobre, ateo, comunista, liberal, etc. Nosotros mismos nos ponemos las cadenas, no soportamos la presión de reconocernos absolutamente libres y responsables (ya lo dijo Sartre) y delegamos en otros esa responsabilidad, en nuestros políticos, banqueros, sacerdotes, médicos o incluso programas de televisión.
La verdad está en todas partes, pero no es de todos, solamente de unos pocos. La verdad se vende en los centros comerciales, en las pantallas de televisión o en las tiendas virtuales, y con su efecto hipnótico y amnésico, nos olvidamos del problema y volvemos al sueño de la razón occidental, cantando el Himno a la Alegría ante la victoria de haber llegado a la cima, sin darnos cuenta que no era la cima de la montaña, sino del volcán.
Publicado en el diario La Verdad el domingo 23 de noviembre de 2008
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