Presenciar el instante es una puerta abierta a lo eterno, un segundo consciente, un ‘satori’ para el que sobran las palabras. La relatividad del tiempo conquista nuestra atención exacta del ahora, liberándonos de lo que fue o de lo que será. Un momento de iluminación significa hacerse testigo de la vida y por ende, de la muerte. Testigo del proceso -de una forma distanciada, omnisciente- para que los sueños de la razón –o de la emoción- se despejen definitivamente, y con ello, todo el mundo ilusorio que entendíamos por real. Un momento de iluminación significa ver –sin cortinas de humo- la realidad, o quizás entender: que nada es real salvo el testigo objetivo que no se identifica con su sueño incompleto y fantasmagórico.
El tiempo físico en esta vida traza un mapa de incertidumbres y esperanzas, de sueños y de planes por realizar, de metas y de propósitos a llevar a cabo. En verdad, el tiempo biológico nos ordena, nos estructura de alguna manera para hacer lo que tenemos que hacer en cada momento. Nos acostumbramos a proyectar el tiempo para poder seguir viviendo. Vivir sin saber lo que uno hará en una hora o en un día es casi impensable en esta sociedad funcionalmente tramada. Nosotros somos los personajes y los autores del argumento de una obra que se desarrolla en una sociedad que –en primera instancia- pone las normas básicas de la acción. Todo eso está bien, pero no cabe duda de que nuestra capacidad creativa se limita considerablemente. Olvidar el tiempo supone olvidar nuestra función social, penetrar en otro tipo de acciones –quizá anárquicas- que la sociedad no admite y para la que no deja argumentación posible. Ciertas acciones han de ser sólo teóricas (meta-acciones) para no caer en el desorden social, que podría poner en peligro el engranaje, rompiendo un eslabón de la cadena, de la estructura básica y esencial del cosmos político.
Hubo un tiempo en que los músicos rock representaban a ese personaje antisocial, anárquico, que transita su camino individualista y puro, denunciando los abusos de la sociedad opresora y materialista que habita. Muchos los seguían y el materialismo vio en esta figura un esteriotipo merecedor de la mejor explotación comercial. Pronto la MTV, la Rolling Stone -y otros espejos comerciales de personalidades- adecuaron esas individualidades a modelos prototípicos para ser consumidos y facturados en las cuentas bancarias del mercado social. Tanto los iconos antisociales como los seguidores de los iconos antisociales se incorporaron rápidamente al mercado común del dinero y la sombra de Bob Dylan con sus Ray-Ban de pasta o la de Lennon en su Rolls psicodélico no se escapó de la mirada de aquellos emprendedores que vieron en el individualismo la mejor alianza con el capitalismo global.
Todo se ha socializado materialmente de tal manera que hasta la espiritualidad forma parte de ese nuevo mercado de mp3, webs, dvds, e-books, cds virtuales de transmisión de ondas alfa, etc.
¿A dónde ir para encontrar algo verdadero? Algo que pueda llamarse sinceramente libertad, individualidad, espiritualidad, verdad, conocimiento, realidad… ¿A dónde ir para encontrarse uno realmente a sí mismo sin que le atosigue el mercado, la acción social necesaria para la construcción individual del argumento de nuestra vida: el dinero?
Desgraciadamente el alma también es moneda de cambio como las botas del último futbolista o roquero de moda. Y, sobre todo, el alma, al ser algo que no se ve, puede ser representada por cualquier cosa que lleve el sello Zen, Yoga, Tai-chi, junto a una ® como signo de su autenticidad y originalidad.
Presenciar el instante es una puerta abierta a lo eterno, pero no nos queda ya nada original que presenciar; salvo a nosotros mismos, sin más.
2 comentarios:
diablos estoy aquí no más cruzando el atlántico pero eso del poema coca kola me dejó stonesísima
Paso a leer y saludar, tienes un lindo blog. Cuidate.
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